¿Por qué identificar los retos de un proceso de construcción de paz con los desafíos del posconflicto y de una política de la reconciliación? En mi investigación actual, llevada a cabo en común con algunos colegas y estudiantes, he intentado confrontarme críticamente con los términos que están en juego en esta pregunta, desde tres frentes de trabajo distinguibles, pero vinculados entre sí.
Desde un frente teórico-crítico, me ha interesado problematizar ciertas comprensiones de la política que están en juego en algunas visiones muy influyentes del conflicto armado colombiano y de los retos de un proceso de construcción de paz. En primer lugar, se encuentra una comprensión gubernamental de la democracia, que la reduce a un aparato de gestión encargado de conciliar las exigencias jurídicas del Estado de derecho liberal con las dinámicas de la lógica del mercado, en un difícil balance en el cual las normas de negocios terminan muchas veces sobreponiéndose a los criterios jurídicos, a la vez que el criterio de una élite de tecnócratas termina decidiendo sobre las cuestiones que afectan a las comunidades. En segundo lugar, se encuentra una comprensión jurídico-social que entiende únicamente la participación democrática en términos de la posibilidad de tomar parte en elecciones, partidos políticos, instituciones representativas y asociaciones de la sociedad civil; y que asume que el carácter democrático de las decisiones depende de la posibilidad de que estas puedan ser el resultado de un proceso de deliberación pública, que permita transformar tanto los conflictos, como las reacciones violentas, en posturas argumentadas divergentes, que podrían resolver o negociar sus desacuerdos, al regirse por los procedimientos y presupuestos ya establecidos para la deliberación.
Aunque en el primer caso el conflicto armado tiende a entenderse como una guerra entre un Estado legítimo y una organización criminal, y la paz como la neutralización de toda forma de violencia que exceda la violencia “legítima” del Estado, y que atente contra la seguridad y productividad del sistema social; y en el segundo caso, se reconoce que el conflicto armado responde a una diversidad de formas de violencia directa y estructural que se derivan de la incapacidad del Estado para garantizar los derechos políticos, civiles y sociales, tal y como es exigido por los Derechos Humanos; en ambos casos, con sus matices e importantes diferencias, se tiende a asumir que la construcción de la paz implica la idea de una sociedad que solo se reconoce plural en la medida en que esa pluralidad pueda integrarse en un país tan homogéneo y reconciliado, como libre de conflictualidad.
Así estas dos visiones, con todo y sus diferencias, impiden ver formas de violencia simbólica que han atravesado y estructurado a la sociedad colombiana, en un vínculo estrecho con las formas de violencia estructural; y tampoco logran reconocer el papel que juegan para la construcción de paz formas de tratamiento de esas violencias, emergidas en los territorios y en las comunidades locales, que aún sirviéndose de los mecanismos legales vigentes para construir sus exigencias, no se acogen simplemente a los canales de participación institucionalizados que pretenden garantizar el consenso y la reconciliación.
Teniendo esto a la vista, y sirviéndome de autores centrales en la filosofía política contemporánea como Hannah Arendt, Jacques Rancière, Michel Foucault, Étienne Balibar, así como de la experiencia de ciertos movimientos populares, me ha interesado reflexionar sobre una comprensión alternativa de lo político que permita reconocer que la democracia es un espacio abierto y expuesto al conflicto, si el pueblo de la democracia más que una unidad que debe adaptarse o conformarse a ciertas mentalidades para lograr su “propio progreso social”, es una pluralidad que excede siempre los mecanismos jurídicos y gubernamentales mediante los cuales pretende ser representada. Por eso, desde este punto de vista, lo que estaría en juego en una construcción de paz democrática no es meramente neutralizar los conflictos ni integrarlos en el Estado reconciliado del posconflicto; lo que estaría en juego es permitir que el conflicto pueda manifestarse políticamente en formas de organización y experiencias que confronten las formas de inclusión y exclusión, ya siempre producidas por las fronteras que delimitan un espacio colectivo. Y esto supone aceptar entre otras cosas: (i) que los diseños institucionales puedan abrir el espacio para el despliegue de formas de organización y proyectos económicos que se están dando en los territorios, aunque estos confronten lineamientos gubernamentales; (ii) que puedan problematizarse políticas públicas que privilegian el criterio de expertos tecnócratas que deciden sobre las cuestiones que afectan a las comunidades locales; (iii) que puedan formularse otras formas de intervención social que dejen de ser tan asistencialistas y victimizantes, tan humanitarias como poco emancipadoras.
Me ha interesado reflexionar sobre una comprensión alternativa de lo político que permita reconocer que la democracia es un espacio abierto y expuesto al conflicto, una pluralidad que excede los mecanismos jurídicos y gubernamentales.
Esta es una comprensión de la construcción de la paz, que he encontrado desplegada en varios movimientos populares y comunidades en resistencia, y esto me ha conducido al segundo frente de mi investigación, estrechamente vinculado con el primero: aproximarme a las prácticas y producciones discursivas de algunas de estas formas de organización popular, teniendo en cuenta cómo en ellas se está repensando la democracia y la construcción de paz, desde la creación de modos de relación que permiten elaborar colectivamente sus problemas y comprensiones del buen vivir, pero sobre todo, que intentan hacer ver, desde su contingencia local, que se trata de cuestiones que atañen a la manera en que comprendemos y distribuimos lo común1.
Asimismo, el reconocimiento de que en estas experiencias populares se produce un pensamiento político fecundo y pertinente para reflexionar sobre la construcción de paz en nuestra localización histórica, me ha conducido a pensar cómo en las experiencias colectivas se producen formas de saber y de manifestación, dispositivos estéticos y discursivos, prácticas con las corporalidades, y formas diversas de asumir la cotidianidad. Y esto me ha llevado a interesarme, he aquí el tercero y más reciente frente de investigación, por la manera en que los conflictos, las huellas y los trazos de violencia se elaboran también en las prácticas triviales más cotidianas, y cómo en ellas se crean formas de transfiguración que dan lugar a otros tejidos de relación y a posibilidades transformativas que no cierran, ni dejan atrás los daños padecidos, pero tampoco meramente los fijan y reiteran2.
Así, estos tres frentes apuntan a problematizar que la construcción de la paz tenga que pensarse como un estado de reconciliación, que privilegia el consenso por encima del tratamiento y elaboración del conflicto.
1La reflexión en estos dos frentes de trabajo es algo que hemos emprendido quienes hacemos parte del proyecto ECOS/Nord (“comprender la subjetivación política hoy”); y es algo que acomuna a quienes participamos de la línea “formas de participación política desde la sociedad civil” del Centro Colombia Contemporánea de la Facultad.
2Esto es algo que estoy explorando en común con el colectivo Las disensuales, a través del proyecto “Olvidos, intervalos y memorias en la cotidianidad de cuerpos femeninos”, que hace parte del proyecto del Ministerio de Cultura “Museo efímero del olvido”.