La discusión sobre el castigo en los procesos de transición generalmente se ha concentrado en la decisión sobre a quién castigar, por qué crímenes y durante cuánto tiempo. Pero poco se ha discutido sobre la fase de ejecución de la pena en los procesos transicionales y sus efectos sobre los principios fundamentales que inspiran tales procesos. Esto puede ser un error de importantes dimensiones, pues una ejecución de la pena contraria a los principios de la justicia transicional puede debilitar dicho proceso en lugar de garantizarlo.
Lo anterior, además de buscar establecer parámetros básicos de verdad, justicia y reparación de las víctimas del conflicto, debe propender la reconciliación entre víctimas, victimarios y la sociedad en general. Así, el tiempo que pasen en prisión los perpetradores de violaciones graves a los derechos humanos, no puede ser entendido simplemente como el término de un castigo impuesto por el Estado y/o la sociedad, sino como una oportunidad para que los victimarios, bajo el control del Estado, se responsabilicen por sus actos, cuenten la verdad sobre lo sucedido, sientan empatía por sus víctimas, estén en condiciones de pedir perdón y de retornar a una sociedad que esté dispuesta a perdonarlos.
Esto implica un proceso complejo de acompañamiento y sensibilización de personas que han vivido en medio de la guerra y que han cometido y presenciado actos terribles, de los cuales posiblemente también fueron víctimas. Para que dicho proceso tenga una oportunidad de funcionar, que en el argot penitenciario se conoce como resocialización, debe gozar de unos requisitos mínimos para su implementación, algo que ya es difícil en medio del encierro carcelario. Tales requisitos implican condiciones humanas de reclusión, entendidas básicamente como una infraestructura y servicios que permitan a las personas recluidas habitar, convivir y desarrollar actividades de forma digna: dormitorios adecuados; acceso a servicios sanitarios y de salud; espacios de recreación y capacitación; contacto con el mundo exterior, particularmente con los seres queridos; acceso a programas de educación, trabajo, atención psicosocial, entre otros.
Sin estas condiciones básicas es imposible propiciar procesos de reconfiguración individual que a su vez permitan a los excombatientes tener una perspectiva de un futuro mejor y de estar en condiciones de identificarse con el dolor de sus víctimas y de reconocer honestamente el mal que han podido causar a la sociedad. No obstante, en Colombia sucede todo lo contrario, como lo ha mostrado la experiencia de Justicia y Paz.
Ya comienzan a cumplirse los ocho años de pena a la que se sometieron varios paramilitares responsables de delitos atroces como parte de lo acordado en el proceso de desmovilización con el Estado colombiano. Durante un año de investigación en los pabellones de Justicia y Paz de la Penitenciaría La Picota y la Reclusión de Mujeres El Buen Pastor, el Grupo de Prisiones pudo constatar cómo durante estos ocho años la mayoría de los postulados/as, no han tenido acceso a programas de educación y trabajo, y han sufrido la crisis del sistema penitenciario colombiano, caracterizado por el hacinamiento, las condiciones indignas de reclusión, la falta de acceso a servicios básicos, el trato discriminatorio, donde quienes cuentan con más recursos o más poder tienen acceso a mejores condiciones.
Es una oportunidad para que los victimarios se responsabilicen por sus actos, cuenten la verdad sobre lo sucedido, estén en condiciones de pedir perdón y de retornar a una sociedad que esté dispuesta a perdonarlos.
Muchos pensarán que este es el trato que merecen los perpetradores de las más graves violaciones a los derechos humanos, pero esta es una visión errada y contraproducente dentro de un proceso de justicia transicional. Esta visión, en lugar de lograr la reconciliación social, la aleja. Los victimarios se sienten engañados por el Estado, el cual les había prometido una oportunidad de reintegración a cambio de que dejaran las armas, dijeran la verdad y repararan a las víctimas. Varios de los paramilitares detenidos y que el Grupo de Prisiones entrevistó, alegan que no han podido contar su verdad porque, habiéndose prácticamente cumplido su tiempo de reclusión, no han sido llamados a las audiencias en las que deben confesar sus delitos; o que no han podido pedir perdón a sus víctimas, porque ni siquiera saben cómo hacerlo. Nada ni nadie los ha preparado para enfrentar un proceso que es exigente emocional y psicológicamente.
Cerca de cumplir el tiempo para salir, muchos no saben qué van a hacer, pues el Estado no les ha procurado la información ni la capacitación suficiente para enfrentar un nuevo futuro. Así, el temor de muchos de ellos es que mueran una vez vuelvan a la libertad, bien sea porque los familiares de sus víctimas quieran vengarse, o porque los miembros de grupos armados o bandas criminales deseen matarlos; por no aceptar unirse a tales grupos o por evitar que confiesen verdades incómodas. De esta forma, la opción que se plantean varios postulados/as es volver a integrar grupos armados como forma de subsistencia, pues es lo que saben hacer, o esperar a morir de forma violenta tarde o temprano.
Varios de los postulados/as de Justicia y Paz sueñan con volver al campo y dedicarse a actividades agropecuarias, pero no desean volver a sus territorios de origen por temor a sus víctimas o a los grupos armados que aún tienen presencia allí.
Varios de los postulados/as de Justicia y Paz, miembros rasos de los grupos paramilitares y de origen campesino, sueñan con volver al campo y dedicarse a actividades agropecuarias, pero no desean volver a sus territorios de origen por temor a sus víctimas o a los grupos armados que aún tienen presencia allí. De esta forma, aunque los excombatientes tengan añoranza de un futuro distinto y en paz, son pocas las herramientas con que cuentan para enfrentarlo. Saben que una vez salgan en libertad pueden ser beneficiarios de los programas de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), pero se preguntan por qué durante ocho años nadie los preparó para ese momento. Vieron pasar las horas y los días desde sus celdas y patios hacinados, donde se distraían con juegos de azar, mientras esperaban a que algo sucediera, a que alguna agencia estatal se acordara de ellos. Los postulados/as y sus familias deben empezar de cero.
La sensación que queda después de visitar los pabellones de Justicia y Paz es que el Estado y la sociedad colombiana perdieron una oportunidad de reconciliación con quien urge reconciliarse, pues muchos de estos excombatientes saldrán con resentimiento, incertidumbre y temor, más que esperanza por el futuro. Y estos son ingredientes peligrosos pues pueden llevar a la reproducción de ciclos de violencia, más que a su superación.
Por esto es importante entender que la ejecución de la pena dentro de un proceso de justicia transicional no es un accesorio que solo se mide en términos de tiempo. La ejecución de la pena es una oportunidad de trabajar con los condenados para que redefinan su identidad, sientan que la sociedad y el Estado no los castigan, sino que los preparan para enfrentar un futuro con armas distintas a las que conocieron durante la guerra.