El proceso de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC ha avanzado de manera significativa. De los seis puntos que hacen parte de la agenda de negociación (“Desarrollo agrario integral”, “Participación política”, “Solución al problema de las drogas ilícitas”, “Fin del conflicto”, “Víctimas”, “Implementación, verificación y refrendación”), los tres primeros fueron abordados y sobre ellos ya hay acuerdos entre las partes. A pesar de las enormes dificultades que aún deben superarse, es posible que dentro de unos meses se logre poner fin al dramático conflicto que ha vivido el país a lo largo de medio siglo.
En las líneas que siguen, quisiera hacer unas cuantas observaciones sobre las implicaciones de un proceso de paz y sobre algunos de los retos que deberá enfrentar la sociedad colombiana una vez se logre llegar a un acuerdo con las FARC.
Procesos de paz
Colombia cuenta con una larga experiencia en materia de diálogos entre los gobiernos y diversas agrupaciones armadas ilegales. Desde 1982, con la llegada al poder de Belisario Betancur, el diálogo como mecanismo para superar los conflictos armados ha sido una herramienta para alcanzar la reconciliación entre las partes enfrentadas.
El diálogo implica, en principio, que los adversarios se reconozcan como interlocutores, que la contraparte merezca ser escuchada, que la vía militar no sea suficiente para superar el enfrentamiento armado. El diálogo significa, también, negociar, discutir en torno a los graves problemas que, desde tiempo atrás, han afectado a la sociedad, y tratar de encontrar acuerdos para darles una solución. Desde que iniciaron las negociaciones en los años ochenta, las discusiones, en términos muy generales, se han centrado en aspectos políticos, sociales y jurídicos: ¿Cómo reformar un sistema político para hacerlo más “democrático”, “incluyente” y “representativo” a los intereses nacionales? ¿Qué medidas adoptar para disminuir los índices de pobreza que afectan a buena parte de la población? ¿Cuáles son los mecanismos jurídicos más adecuados para que los guerrilleros puedan reinsertarse en la sociedad?
A partir de ese “modelo”, los resultados de los procesos de paz no son desdeñables: la mayor parte de los grupos guerrilleros, o facciones importantes de ellos, se desmovilizaron a finales de los años ochenta y comienzos de la siguiente década. Además de las partes involucradas, la participación de otros sectores ha sido sin duda un factor clave en los avances de los diálogos. En un nuevo contexto internacional (derrumbe de los Estados comunistas) y nacional (nueva carta constitucional), importantes dirigentes guerrilleros y numerosos simpatizantes de la izquierda, que hasta los años noventa no ocultaban su desconfianza hacia el Estado y hacia sus propuestas de paz, se libraron a una autocrítica en torno a la lucha armada, tras la cual decidieron aceptar los retos de lanzarse a la legalidad. Desde la orilla opuesta, la Iglesia católica, que también se había opuesto a los diálogos, empezó a mostrar una nueva actitud, motivada seguramente por el evidente debilitamiento del tan temido comunismo. De esa manera, los diagnósticos que, hasta principios de los años noventa se empecinaban en hacer de la “crisis moral” y del “alejamiento de Dios” las principales causas para explicar los problemas del país, comenzaron a dar cabida a la pobreza, a la corrupción, al desplazamiento forzado, a la violación de los DD.HH, es decir, decidieron tomar en cuenta la compleja realidad nacional. Hoy en día, la participación en las negociaciones incluye, por fin, a las víctimas del conflicto, a los militares y a otros sectores de la sociedad civil.
Más allá de los avances alcanzados, aún quedan por resolver puntos muy delicados. Uno de ellos, sin duda, concierne el marco jurídico que decida la suerte de los guerrilleros, muchos de ellos acusados de crímenes que no son susceptibles de quedar en la impunidad. ¿Cómo resolver el dilema entre la aplicación de la justicia y la desmovilización de una guerrilla que difícilmente contemplaría la opción del diálogo si su futuro fuese la cárcel?
¿Cómo resolver el dilema entre la aplicación de la justicia y la desmovilización de una guerrilla que difícilmente contemplaría la opción del diálogo si su futuro fuese la cárcel?
Justicia y memoria
La justicia transicional es un mecanismo que busca asegurar los derechos de las víctimas de violaciones del Derecho Humanitario en aquellos Estados que pretenden transitar de una etapa de conflictos o de dictadura hacia la democracia. Esto implica, en primer lugar, esclarecer los crímenes que se cometieron durante el conflicto, en segundo, castigar a los responsables y, finalmente, reparar a las víctimas, ya sea material o simbólicamente. Este tipo de justicia se inscribe en un nuevo contexto jurídico, en el que una serie de instancias internacionales impiden que las iniciativas de los Estados nacionales tiendan a fomentar el perdón y el olvido de lo que sucedió.
Inevitablemente, se producen una serie de tensiones entre los imperativos jurídicos –castigar a los culpables– y los ideales políticos –alcanzar la paz–. Esas tensiones plantean preguntas muy complejas, por ejemplo: ¿Es posible, es deseable, es benéfico que la justicia se muestre flexible si tal es el precio que hay que reconocer para asegurar el éxito de las negociaciones? El gobierno, acompañado por otros sectores, ha evocado argumentos para legitimar ciertas dosis de impunidad, para defender los beneficios de un acuerdo que pone fin al conflicto armado con la guerrilla. Pero de igual forma, y formulados con la misma convicción, se escuchan los reparos por lo que puede significar un perdón que no implique castigo. ¿El crimen paga? Éticamente, ¿es posible que delitos repudiables, que no debían tener cabida en una sociedad que aspira a ser democrática, sean objeto de perdón y olvido?
Las sociedades en las que han tenido lugar esos procesos suelen quedar profundamente fraccionadas (el caso chileno o el sudafricano son ejemplos emblemáticos). En el caso colombiano, las divisiones entre unos y otros son de todos conocidas.
Las mismas dificultades, con los mismos riesgos de polarización, se pueden observar en todo aquello que se relaciona con la reparación y la reconciliación. La primera de ellas puede ser, como se dijo, material o simbólica: un dinero, una tierra con los que el Estado intenta reparar a las víctimas por los daños sufridos, o la creación de espacios de memoria con los cuales se aspira a rendir homenaje a los muertos, como pueden serlo un parque, un museo, una calle. Vuelven las preguntas: ¿Vale la pena recordar, si lo que se quiere es mirar hacia el mañana? ¿Qué es lo que se debe rememorar? “La memoria no registra, sino que construye”1. Construimos la memoria a partir de nuestras propias vivencias, de nuestros recuerdos particulares, de nuestros intereses. ¿Cómo llegar entonces a una memoria que cobije a los diferentes sectores de la sociedad? Está claro que, en el marco de los procesos de paz, se trata de rescatar, de visibilizar, de mantener viva la memoria de las víctimas. Pero ¿de cuáles víctimas? Hay tantos frentes de guerra que no hay un solo tipo de víctima… Las luchas simbólicas por la memoria, como se ve, hacen parte de las luchas políticas.
En cierta medida, podría decirse que la firma de los acuerdos de paz puede ser considerada no tanto como el punto final del conflicto, sino como una nueva etapa, el comienzo de nuevos retos para la sociedad colombiana.
El tema del conflicto armado colombiano y, por supuesto, el del llamado “posconflicto”, debe cobrar particular importancia en los círculos académicos. Las universidades, como centros de investigación y docencia, pueden, en efecto, jugar un gran papel en todo lo relacionado con el enfrentamiento bélico y con el proceso de paz. En muy buena medida, porque tienen una responsabilidad ética y académica frente a los estudiantes en particular y también frente a la sociedad en general.
Los trabajos de los académicos en torno a la historia del conflicto cumplen varias funciones. Por una parte, pueden contribuir, a la comprensión de un problema sumamente complejo. Por otra, porque el trabajo investigativo, por sus propias características, ofrece una diversidad de versiones, –y en ocasiones contrapuestas– a los discursos oficiales o a las interpretaciones de las partes involucradas. La importancia de escuchar múltiples voces resulta muy útil para entender no solo el origen, el desarrollo, o el estado actual del enfrentamiento armado; de cara al posconflicto, resulta igualmente fundamental conocer diagnósticos, propuestas, alternativas que, atentos a factores políticos, culturales, sociales, económicos, contribuyan a trazar nuevos derroteros para el país. Es un desafío particularmente relevante para el mundo universitario colombiano.
1 Vilar, Pierre, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica, 1982, p. 29.