Las utopías universitarias seguirán estando presentes en la discusión sobre el futuro de la universidad, no porque sean el fruto razonado de un análisis cuidadoso de los hechos que rodean la vida universitaria –en general las utopías son proyecciones fantasmáticas del deseo y no el fruto de un razonamiento–, sino porque son sobre todo el reflejo de una situación de desencanto con la rutina académica, con su apego a la repetición y con su falta de aprecio por la crítica argumentada.
La utopía tiene una forma prosaica y poco sofisticada de presentarse en la vida universitaria: se trata de la repetida confusión entre fines y funciones sociales de la educación, entre su “ser” (sus funcionamientos reales) y el “deber ser” que el comentarista con ánimo de profeta va introduciendo en el análisis, casi siempre con olvido de los hechos, las condiciones y las posibilidades reales de cambio.
Dos aspectos sobresalientes e ignorados de la vida universitaria en la Colombia de hoy tienen que ver con la modificación radical de su población universitaria, tanto desde el punto de vista de su número y de su origen social, como de sus edades y condiciones académicas de llegada a la universidad; y con los cambios en las ofertas profesionales y en las jerarquías entre saberes universitarios. Estas últimas dependen de las posibilidades de inserción profesional en un mundo a veces llamado, con algo de razón, “sociedad del conocimiento”, un mundo que exige todos los días mayores competencias técnicas y que somete a una dura lucha darwiniana a los titulados universitarios en función de empleos escasos (y a veces precarios).
La renta básica es un ingreso pagado por el Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quien conviva.
En este proceso, los éxitos en la empresa y en el Estado se han convertido en los mayores índices de lo que es y no es una buena universidad, haciendo realidad el terrible presagio de Nietzsche de que las universidades se convertirían, tarde o temprano, en “instituciones para la vida” (es decir para la búsqueda del éxito tal como lo define la propia sociedad) y dejarían de ser lo que fueron en su origen: “instituciones para la cultura”. No se trata, sin embargo, de producir profesionales que desconozcan los núcleos de su futura actividad, se trata de que no sean simplemente profesionales, en el sentido de la división técnica del trabajo.
Ninguna de estas dos modificaciones fundamentales (sabemos muy poco sobre quiénes son nuestros estudiantes hoy; y sabemos muy poco sobre los cambios en el modelo impuesto por la sociedad acerca de lo que debe ser un profesional) ha sido en años recientes estudiada empíricamente (solo tenemos las impresiones que nos ofrecen nuestra simple observación y percepción), y estas no han sido reflexionadas con el cuidado que merecen.
Pero se trata de dos cambios esenciales sobre los que habría mucho que decir y pensar, así como consecuencias que inferir en términos de política educativa –y aun de resistencia a las imposiciones indiscutidas de la sociedad, pues no debemos contentarnos con repetir que la “educación es el reflejo de la sociedad” y debe responder a sus demandas, como si no fuera también un lugar en donde se pueden (y deben) elaborar nuevas proposiciones y nuevas exigencias a la sociedad y a la propia institución académica.
Por lo pronto habrá que reiterar dos verdades que no dejan de ser comprometedoras: sabemos muy poco sobre aquellos a quienes tratamos de educar, y discutimos muy poco sobre las metas y funciones que a la educación y a sus titulados impone esa sociedad, como si se tratara simplemente de preparar profesionales al “servicio de la sociedad”, con poca interrogación sobre qué servicio y a qué sociedad se busca servir.
No es extraño entonces que cuando se habla, con más énfasis que realidad, sobre la “universidad de investigación”, se hable tan poco sobre la investigación de la universidad sobre sí misma, sobre la reflexión empírica y argumentada en torno a sus rumbos y a las formas en que define los futuros posibles para ella y para sus estudiantes, más allá de los conocidos discursos sobre los “fines de la educación”.