¿Acaso vale la pena escribir un volumen sobre el trabajo de campo etnográfico en los albores del siglo XXI?
«¿Por qué alentar una metodología artesanal en la era de la informática, las encuestas de opinión y el Internet sólo para conocer de primera mano cómo viven y piensan los distintos pueblos de la Tierra?». Esto se preguntaba Rosana Guber en su célebre libro de 2001 sobre la etnografía, intentando demostrar la importancia de dicha metodología en la comprensión de las formas de agencia social de la globalización. ¿Cuáles son pues las vicisitudes que encarna dicha metodología artesanal en el mundo veloz de hoy?
Durante las labores propias de la etnografía, todo investigador o investigadora se encuentra con el hecho de que hay cosas que no tienen ninguna prisa por ser dichas. No solo es peligroso hablar, sobre todo en las zonas de conflicto en Colombia, sino que verbalizar ideas sobre el sentido de la vida, sobre lo que significa vivir el miedo, la incertidumbre, la alegría o la violencia, la pesadez del trabajo o la rutina de los desplazamientos, de un modo auto-reflexivo, le toma tiempo a cualquier persona. Piense en alguien que llega a la puerta de su casa, le hace una breve introducción de una encuesta de información que usted no llega a comprender bien, y procede a preguntarle qué cree que es mejor para educar a sus hijos o por qué piensa tal o cuál cosa de Bogotá. No obstante, ni antropólogo ni antropóloga suelen trabajar de este modo; intentan más bien sumergirse en el contexto de vida de la persona, en sus ritmos, sus palabras y sus silencios; en su universo social y cultural antes y durante el proceso de hacer preguntas y realizar observaciones precisas y sensibles. El contacto cara a cara con las personas, que en ese momento son colaboradoras, le permite ver las cosas, escucharlas o incluso tocarlas de una forma cercana a las de ellas. Antropólogo y antropóloga son conscientes además de que preguntar los involucra de manera compleja con su entrevistado o entrevistada.
No, no hay prisa en el campo, en esas zonas donde la rapidez, la globalización y las intervenciones rápidas encuentran un punto de inflexión. No es algo abstracto. Si llueve mucho o hace mucho sol, habrá que tomarse el tiempo necesario para esperar antes de salir a las faenas diarias. El tiempo se distiende, deja de ser segundos y minutos que pasan a una velocidad increíble y se convierte en un bloque largo y lento. Solo entonces podemos percibir un ritmo distinto, compenetrarnos con el lugar, el sudor, la incomodidad, las vicisitudes del desplazamiento y los problemas de comunicación, las brisas súbitas que nos refrescan del bochorno, el paisaje, los árboles, los pájaros, los insectos y la sencillez de la vida diaria de las personas, sus desavenencias y alegrías.
Las premuras de la globalización y las asimetrías del mundo también afectan a la universidad en sus metas de enseñanza, su sostenibilidad financiera y sus posibilidades investigativas.
Ese tempo lento nos revela que allí, en esa casa, en ese patio, cerca de esa chagra, durante el tiempo del verano o del invierno, cada persona y sus cercanos – y hay varias maneras de ser o estar cercanos – crean vínculos de solidaridad, de trabajo compartido, memorias y narrativas comunes que los llegan a identificar en el proceso mismo de habitar y recorrer sus entornos. Así se crean un hogar en el mundo al tiempo que enfrentan las vicisitudes diarias, los conflictos que definen sus posibilidades sociales de ser, que determinan sus caminos morales y culturales y las formas de crianza de sus hijos. Desde allá agencian su vida en un mundo globalizado, marcado por redes asimétricas de poder y desigualdades socioeconómicas devastadoras.
Los esquemas de tiempo dedicado a la investigación en las universidades de docencia no se compadecen con estos ritmos, tal vez los más esenciales para comprender a los seres humanos. Las premuras de la globalización y las asimetrías del mundo también afectan a la universidad en sus metas de enseñanza, su sostenibilidad financiera y sus posibilidades investigativas. Lo anterior se traduce en tiempos magros para investigar: una semana aquí durante el periodo de trabajo independiente, tres semanas allá durante el periodo intersemestral y la premura por cumplir cronogramas y objetivos que deja exhaustos a los investigadores, tratando de hacer asequible la reflexividad antropológica y estirar las palabras dichas y no dichas por la gente. Así, de un modo casi imperceptible, se evapora ese vínculo creado mediante el trabajo con la gente. Como ya lo planteara Tim Ingold, la antropología busca es contemplar los problemas humanos no desde sillón sino en el mundo: «Podemos ser nuestros propios filósofos, pero lo podemos hacer mejor gracias al proceso de involucrarnos en compromisos de observación con el mundo y en nuestra colaboración y correspondencia con sus habitantes». ¿Es posible mantener este ideal de colaboración y correspondencia en medio de los ritmos de la universidad de hoy?