Este proyecto se dirige a la comprensión de la manera en que prácticas científicas y no científicas asociadas al tratamiento de las evidencias arqueológicas de Colombia y Panamá durante los siglos XIX y XX han operado en relación con particulares geografías del conocimiento. Este campo de indagación se refiere, en términos generales, a la manera en que pueden incidir determinadas formaciones espaciales en los procesos de producción de conocimiento o que se generan o reproducen en los mismos: las arquitecturas de la ciencia (laboratorios, museos) y las redes locales y globales que entrelazan las localizaciones en donde se produce la ciencia, pero también las dinámicas territoriales y los sentidos de lugar que convergen o entran en tensión con la presencia y los discursos de los científicos, así como las relaciones de poder que funcionan conforme a particulares esquemas geopolíticos.
Por ejemplo, desde principios del siglo XX, una particular topología de relaciones espaciales rige los procesos de producción de conocimiento arqueológico, resultando fundamental para el establecimiento de la autoridad epistémica de la disciplina, es decir, para diferenciar lo que se concibe como ciencia de aquello que sería pura especulación. Esta topología se refiere a un adecuado encadenamiento de particulares relaciones espaciales entre el investigador, el registro arqueológico y las localizaciones en donde se hace y divulga la ciencia. El trabajo de campo y la observación «in situ», reviste de rigor las interpretaciones sobre procesos y prácticas pretéritas de la humanidad. Pero este momentáneo acercamiento entre el sujeto que conoce y su objeto de estudio, es luego reemplazado por la clásica prescripción epistemológica de separación entre objeto y sujeto de estudio, lo cual ocurre en los laboratorios, esas arquitecturas científicas que quieren aislarse del mundo, espacios que quieren ser asépticos, en donde se lleva a cabo un proceso de purificación que reemplaza las experiencias «in situ» por categorías abstractas. Y en la escritura de informes finales y publicaciones emergen nuevas espacialidades tales como sistemas de asentamiento, regiones y áreas culturales, que proyectan entre los diferentes públicos determinados imaginarios espacio-temporales acerca del devenir.
Las geografías del conocimiento se producen en la relación entre espacio, conocimiento y poder, de tal modo que las topologías de los protocolos científicos y museológicos de la arqueología no operan de manera aislada respecto de otras espacialidades.
Por su parte, en los esquemas clásicos de la museología arqueológica opera una lógica espacial que comienza por el traslado de los artefactos desde sus lugares originales hacia esos espacios modernos de la memoria (museos), que quieren compilar en una arquitectura, generalmente urbana y metropolitana, los testimonios del pasado de una región, una nación o incluso de la humanidad. Y allí son dispuestos a los diferentes públicos según particulares esquemas de distribución espacio-temporal, en un ejercicio de proyección de imaginarios sobre la historia que a menudo fortalece sentidos de pertenencia, soberanías y memorias funcionales a particulares repartos internacionales, estados nacionales y sus esquemas territoriales.
Este último aspecto hace visible que las geografías del conocimiento se producen en la relación entre espacio, conocimiento y poder, de tal modo que las topologías de los protocolos científicos y museológicos de la arqueología no operan de manera aislada respecto de otras espacialida-des. El trabajo de campo se hace en lugares con particulares sentidos de pertenencia y territorialidad, los laboratorios y museos se ubican en específicas cartografías de poder, mientras que la producción y circulación del conocimiento arqueológico hace parte de una geopolítica del conocimiento conforme a la cual se presupone la autoridad de los discursos arqueológicos dependiendo de los lugares de enunciación. Así, lo que para algunos sólo sería la localización de un yacimiento en un espacio cartesiano, para otros puede ser parte de su paisaje tradicional, su territorio, su patrimonio nacional o local, e incluso un lugar sagrado dentro de su cosmogonía. Por lo tanto, las labores de campo y el posterior traslado de los artefactos a un laboratorio o un museo pueden significar prácticas que irrumpen en la vida cotidiana, violentan territorios y soberanías o desterritorializan objetos cargados de sentidos de pertenencia y memoria.
Por su parte, la localización de los laboratorios y museos dentro de las geografías regionales, nacionales e internacionales no es una cuestión arbitraria: por lo general se sitúan en los centros de producción de conocimiento: en Europa y Norte América durante el siglo XIX e inicios del XX, en las capitales nacionales y provinciales después, o en aquellos sitios que se reconocen como lugares patrimoniales a escala nacional (parques arqueológicos). Esta lógica espacial que aleja los artefactos de las periferias geográficas para concentrarlos en los museos (cerrados o abiertos), opera por la existencia de condiciones concretas ligadas a la institucionalidad de los estados nacionales (desarrollo de la logística necesaria para vigilar, almacenar, clasificar, conservar y exhibir).
Desde principios del siglo XX, una particular topología de relaciones espaciales rige los procesos de producción de conocimiento arqueológico para diferenciar lo que se concibe como ciencia de aquello que sería pura especulación.
Finalmente, como en la mayoría de los campos de conocimiento académico, los discursos arqueológicos elaborados desde el norte geopolí-tico prevalecen sobre aquellos que se hacen en el sur, siendo que éstos últimos son generalmente empleados sólo como datos que pueden complementar teorías e hipótesis de alcance global, construidos desde los primeros.
Así entendidas, las geografías del conocimiento puede complementar e incluso contestar los ejercicios de la historiografía y los estudios de las ciencias, y para el caso, la comprensión de lo que han sido las trayectorias de la arqueología en Panamá y Colombia. Interesa por lo tanto establecer cómo y en qué grado han contribuido las prácticas de la arqueología en ambos países a la producción o reproducción de determinadas percepciones y concepciones espaciales y esquemas geopolíticos de orden internacional, regional o local. Para abordar éstas preguntas, se proponen dos estrategias metodológicas: el empleo de una tipología que permite la identificación de las diferentes espacialidades del conocimiento (localizaciones, redes, territorialidades y geopolíticas) y una espacialización crítica que permite la selección y análisis de textos arqueológicos, históricos y geográficos, además de cartografías históricas y montajes tridimensionales como museos y parques arqueológicos.