Hace unos años, a raíz de la muerte de una persona querida, Jorge escribió: “la muerte es un evento demasiado importante para que esté sumido en la pesadez y la opacidad de la enfermedad. Porque la enfermedad no es, precisamente, esa que recuerdo relata Thomas Mann en La Montaña Mágica. No es una enfermedad crónica, que permite conversación y sonrisas y que exige a cambio momentos de reposo y soledad. No, es una enfermedad que arrebata el pensamiento y lo arruga, como a un papel viejo y sin importancia, metiéndolo en una rendija de la experiencia, para que no se note, para que no haga nada”. Hoy, ante la imposibilidad de conversar con él acerca del final de su vida, no queda más alternativa que recorrer su historia y reelaborarla a través del poder de la narrativa. No es fácil, sin embargo, encontrar una manera de narrar a Jorge. Para comenzar, debo decir que plasmar en papel la significación de quien fuera mi profesor, mi colega y mi gran amigo requiere un esfuerzo sintético enorme. Quizás sea imposible transformar semejante colección de pensamientos que vienen a mi mente en algo mínimamente coherente; así que voy a intentar narrar, al menos de forma parcial, algo de su historia.
La vida de Jorge transcurrió en tres ciudades. En la primera, Cali, creció y fue educado por los Jesuitas. Allí asistió a la Universidad del Valle y descubrió con Estanislao Zuleta el gusto por la filosofía continental y el psicoanálisis. En la Universidad Javeriana de Cali enseñó un par de cursos que a la postre lo harían sonrojar, y a Univalle regresó años más tarde como profesor y director de la Escuela de Psicología. En Pittsburgh, la segunda, hizo un doctorado en la Escuela de Educación de la Universidad de Pittsburgh y, años después, fue profesor visitante en el LRDC (Learning Research and Development Center). Fue en esta ciudad donde adquirió su pasión por los datos, por comprender el aprendizaje, por la comida india y por el pad thai. Allí, además, vio nacer a Tatiana, uno de los eventos más significativos de su vida. Por último, en Bogotá, la tercera ciudad, fue profesor de la Universidad Nacional y director del Departamento de Psicología de la Universidad de Los Andes. En esta ciudad se dedicó a disfrutar de su mamá y de sus dos hijos, Tatiana y Marcelo, y le dio vida a su grupo de investigación.
En este recuento de su vida estoy pasando por alto honores que van desde haber sido becario Fulbright y de la Spencer Foundation, hasta editor en jefe de Mind, Culture and Activity. Tampoco estoy entrando en detalles sobre sus logros como director del Departamento de Psicología, y mucho menos voy a hacer un recuento de los capítulos y artículos que publicó en revistas internacionales de primer nivel; esos hay que leerlos y disfrutarlos. Esto apenas lo menciono porque Jorge no era amigo de resaltar sus logros a través del discurso. Era un hombre modesto que creía que la academia y el conocimiento se construyen trabajando, manteniendo siempre estándares altos para uno y para los demás y obteniendo resultados que se sostengan solos y que no necesiten promoción ni redes para ser reconocidos.
En cuanto a su vida académica, volvió de manera recurrente sobre un tema: el aprendizaje. Fiel al trabajo colaborativo con colegas y estudiantes, Jorge se dedicó a comprender el aprendizaje en dominios específicos como la estadística, la biología y la historia, y en ambientes no formales como los museos e internet. Vinculado al aprendizaje estuvo siempre su interés por la identidad. Muchas veces le dije que ese interés debía estar relacionado con el hecho de tener una identidad configurada en torno a dos nombres, porque el Jorge de Bogotá y de Pittsburgh era Fernando en Cali. O que tal vez se debía a ser profesor tanto de universidades públicas como privadas; esos dos mundos iguales pero diferentes a los que, como él decía, pertenecían su vida y su corazón. Con el seño fruncido y la mirada profunda que le eran tan propios, terminaba esas conversaciones diciéndome con voz de preocupación que quizás los cambios en su vida habían sido tan bruscos y significativos que ponían en duda su identidad.
Hoy quisiera decirle que esa preocupación era infundada. Después de múltiples conversaciones con su familia, sus estudiantes, sus colegas y sus amigos tengo claro que Jorge tenía una identidad clarísima que, aunque seguramente estuvo en constante reconfiguración, lo hizo ser siempre un miembro de familia amoroso, un profesor y un académico talentoso y un amigo entrañable. Es claro para mí que su humor fino, su habilidad para explicar asuntos complejos de la manera más simple, su pasión por la música clásica y el jazz, su forma de enseñar con ejemplos, y su preferencia por las interacciones uno a uno lo acompañaron en todos los contextos. Le diría que no puede haber una identidad más clara, ante lo cual, seguramente, volvería a fruncir el ceño y se iría a su oficina solo para regresar un par de horas después con nueva evidencia para contradecirme.
Así transcurría la cotidianidad con Jorge, y allí comprendí mucho más de aprendizaje e identidad que en sus artículos y en los libros que sin que yo me diera cuenta me hizo leer cuando casualmente los dejaba olvidados en mi oficina o cuando se aparecía diciendo: “ve, tengo dos copias de este libro. ¿Vos querés quedarte con una?”. Fue una cotidianidad atravesada por conversaciones acerca de los temas más variados en las que hablaba con la misma fluidez de las anécdotas más simples de la vida y de los textos más complejos de la literatura. Conversaciones de todo y de nada; del pasado y del futuro; de lo personal y de lo institucional, y hasta del último vallenato de moda que jamás traspasaría las puertas de su casa.
Esas conversaciones eran una de las cosas que lo hacían preferir estar en Bogotá y no en Pittsburgh. Jorge estaba convencido de que ellas son una parte fundamental de la academia colombiana, donde no hay vergüenza alguna en perder el tiempo conversando de política, de trabajo o de lo que pasó el fin de semana. Por eso siempre permitió que sus estudiantes habitaran su oficina; porque en esa cotidianidad se aprende. Yo, como muchos, puedo dar fe de que en esas conversaciones Jorge no estaba enseñando, pero era inevitable aprender. Por todas ellas, por su compañía y por su vida estaré siempre inmensamente agradecida.