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¿El lugar de la teoría, o el lugar de la crítica en las ciencias sociales?

Latitudes
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Carlos A. Manrique. Profesor Asistente del Departamento de Filosofía, Universidad de los Andes.

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En la Facultad ha surgido un debate importante en torno al lugar de la teoría en las ciencias sociales. ¿Cómo puede una perspectiva filosófica intervenir en esta discusión? Proponemos reorientar los términos del debate: pensar más bien en el lugar de la crítica en las ciencias sociales.

Tal y como se está formulando, este debate dirige nuestra atención a las limitaciones (pero también los alcances) de un tipo de trabajo que se ha vuelto preponderante en algunas de las ciencias sociales, o al menos en las disciplinas que tienen mayor incidencia en la gestión gubernamental y en la formulación de políticas públicas. Este tipo de trabajo tiende a preciarse de su valor “científico” por cuanto privilegia métodos cuantitativos y empíricos. Así, contrapone los hechos o datos estadísticos que “hablan por sí solos” y que le dan al trabajo del científico social un fundamento “objetivo”, a las especulaciones abstractas de quienes construyen conceptos para dar cuenta de la realidad pero no tienen cómo validar ni sustentar “empírica” o “científicamente” sus interpretaciones.

A la luz de este debate me parece que cobra vigencia cierta perspectiva ‘crítica’ que puede cumplir la reflexión filosófica en un escenario político. Me refiero al papel que le asignaba Michel Foucault cuando pensaba en la filosofía como la “política de la verdad”, en el sentido de que, en las sociedades modernas, las relaciones de poder que determinan nuestros modos de vida y de socialidad, y las jerarquías trazadas por las instituciones que habitamos, son inseparables de la producción de conocimientos en el campo de las ciencias humanas y sociales (conocimientos tendientes, por ejemplo, a la gestión gubernamental de la población y sus fenómenos). Así, la filosofía debe intervenir allí, manteniendo una actitud vigilante, con el fin de poner en evidencia los ejercicios de poder en los que participa la producción de un conocimiento que, no obstante, se presume como “neutral”, “objetivo”, y como persiguiendo de manera austera la verdad sobre los fenómenos que estudia (los procesos económicos, los índices de criminalidad, el comportamiento de los ciudadanos en los procesos electorales, el funcionamiento y las implicaciones de la puesta en práctica de una legislación, o la guerra misma, sus muertos, sus maneras de ser muertos, etc.).

Ante esta austera “objetividad”, un papel de la filosofía como “política de la verdad” consiste, en cambio, en comprender esos ejercicios de poder desplegados (pero sin ser reconocidos como tales) por los modos como algunas ciencias producen la “verdad” sobre lo social. Así mismo, consiste en señalar los efectos de estos ejercicios de poder en las vidas de los seres humanos que, en tanto objetivo de regulación de la gestión gubernamental, por ejemplo, se vuelven objetos de conocimiento y blanco del ejercicio de unas intervenciones en sus formas de ser, de trabajar, de pensar, que van de la mano con la producción de estos saberes.

Debemos reenfocar el debate sobre el papel de la teoría en las ciencias sociales en términos de la función política, en un sentido amplio, del pensamiento y de la producción de saber

Adoptar esta perspectiva implica al menos dos cosas: por un lado, que el debate no puede ser planteado entre disciplinas más “concretas”, o más “empíricas”, y otras más “abstractas” y desconectadas de lo real. Esa distinción encierra una confusión: formas “abstractas” de conocimiento _los modelos matemáticos sofisticados con los que los economistas modelan el comportamiento de los individuos y las poblaciones, por ejemplo_ tienen efectos muy “concretos” a través de las políticas públicas e institucionales adoptadas bajo la guía de tales modelos en la manera como vivimos cotidianamente (el modo como trabajamos, como pensamos en el futuro, como deseamos ciertas cosas en lugar de otras). Por otro lado, descripciones históricas o antropológicas muy “concretas” sobre una comunidad en una coyuntura histórica específica pueden tener una influencia enorme en el modo como construimos “conceptos” para interpretar la realidad que nos circunda. Por ejemplo, un análisis puntual del papel de la religión en la lucha emancipatoria de un movimiento social específico puede obligarnos a reorganizar los esquemas conceptuales a través de los cuales tendemos a separar lo privado de lo público, o a pensar la relación entre religión y política en términos de esta separación.

Tampoco debe plantearse el debate en términos de unas disciplinas más científicas que otras, y por lo tanto, con un status epistémico privilegiado. Para hacer esta distinción tendríamos que preguntarnos, primero, qué entendemos por “ciencia” o por conocimiento “científico”. Por ejemplo, a una concepción predominante de la “ciencia”, como una descripción de la realidad validada por un método de constatación de hipótesis por medio de observaciones empíricas, podemos confrontarla mostrándole cómo presupone una cierta relación entre el lenguaje y el mundo (referencial) que no es capaz de explicar ni de validar, pero que no es en absoluto evidente. Quizás el lenguaje, el discurso, lejos de representar una realidad ya dada ahí independientemente produce, a veces, a través de ciertas técnicas, el “objeto” mismo que está pretendiendo conocer (como lo muestra Foucault, la emergencia histórica de ese “objeto” que llamamos “la población” sería inseparable de la ciencia que se articuló con el fin de conocerla, a saber, la economía política). Podríamos pensar entonces, desde otra concepción de la “ciencia” entendida como la reflexión racionalmente rigurosa y crítica sobre los conceptos y esquemas que usamos para interpretar la realidad, que esa primera noción de “cientificidad” es muy poco científica, pues no examina a fondo sus presupuestos conceptuales y epistémicos.

Debemos reenfocar el debate sobre el papel de la teoría en las ciencias sociales en términos de la función política, en un sentido amplio, del pensamiento y de la producción de saber. Esto es, atendiendo a cómo las formas de producción de conocimiento sobre lo social están implicadas en la configuración de ciertos modos de vida, relaciones sociales, trazados de inclusión y exclusión, ejercicios de poder; considerar cómo tienen efectos en hacer de nosotros cierto tipo de individuos, y en realizar cierto proyecto de sociedad. También, reparar en cómo la producción de la “verdad” científica debe entonces en ocasiones desnaturalizarse de su presunta evidencia incuestionada, con el fin de reivindicar otras formas posibles de experiencia histórica, en el plano individual y colectivo.

Es por el predominio, hoy, de cierto tipo de cientificidad en la ciencias sociales que se tiende a “naturalizar” como si fuesen necesarias y evidentes ciertas experiencias del mundo y de la vida en común (la fatalidad cuasi mítica de las leyes del mercado, por ejemplo); por lo que es importante pensar en el lugar de la crítica en las ciencias sociales. Es un lugar que hay que defender con el fin de mantener viva esa vocación del ejercicio del pensamiento enfocada hacia lo que también Foucault llamó la problematización constante de lo que somos, como condición de la posibilidad de inventar y crear otros modos de ser, como individuos, como institución, como sociedad.

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