Nuestro país todavía cuenta con una variedad lingüística maravillosa, pero esta riqueza está pronta a ser solo un recuerdo.
Junto a todo lo autóctono del país que se está desvaneciendo por la mezquindad de aquellos que tienen la posibilidad de protegerlo y enriquecerlo si lo sintieran propio en vez de explotarlo en provecho propio están las lenguas sobrevivientes de esos pueblos milenarios que encontraron los españoles en su atrevida incursión a estas tierras de Abya Yala, como dicen los indígenas que llamaban a este continente, lenguas que se están muriendo o transformando a grandes velocidades, llevándose testimonios y conocimientos endémicos de este territorio, en medio de la indiferencia, ignorancia y desprecio de la mayoría de los colombianos ocupados en alcanzar el primer mundo.
En varias ocasiones se ha dicho que nuestro país todavía cuenta con una variedad lingüística maravillosa, fruto de esa gran diversidad étnica que caracteriza la población y que debería ser nuestro fortín de identidad y particularidad ante el resto del mundo pero sobre todo fundamento de nuestras relaciones armoniosas entre los connacionales euro-afro-americanos actuales, porque estas relaciones fueron siempre las del criollo descendiente europeo que excluyó, agravió y explotó a los hijos de los originales pueblos de América y de los secuestrados pueblos de África y porque muchos creen que es natural que así siga siendo.
Pero esa variedad lingüística está pronta a ser sólo un recuerdo, bien porque estas lenguas se han venido modificando rápidamente a instancias del español que las va penetrando cada vez más en boca de los hispanohablantes quienes llegan con su ideología y cultura predominante a transformar también sus vidas; o porque se van extinguiendo en ese irremediable destino de muerte al que parecieran estar condenadas en esta época de la globalización que las deja asomar al mundo y darse a conocer para en seguida ser recicladas e integradas al mercado mundial que cambia el valor humano de sus conceptos por valores monetarios.
Hace unos cuatro años tuve que volver a una comunidad indígena embera donde recogí datos lingüísticos para el análisis de su lengua durante los años ochenta del siglo pasado. Gran sorpresa me llevé al ver que casi no entendía la manera como se me dirigían los jóvenes en su lengua, quienes me aseguraban que era porque ya no hablaban embera sino ‘emberañol’, lo cual estaba conforme con su estilo y vestimenta propios de la juventud en todas partes (efectos de la globalización) y que contrastaba notoriamente con la de los adultos mayores, a los que yo entendía más, pues eran quienes me habían colaborado entonces en la recolección de los datos de la lengua.
El que estas lenguas estén todavía vigentes en el territorio nacional se debe antes que nada a ese incomprensible para muchos apego a sus padres (mucho mayor que entre nosotros), a su cultura tradicional, a su ideología ancestral que pervive gracias a que por fortuna todavía la mayoría se comunica con sus hijos desde un comienzo en su propia lengua, dejando el español para ser aprendido después. Y para poder mantenerlas, transmitiéndolas oralmente, echan mano de cambios constantes y recursos fonológicos y prosódicos tan sutiles que son imperceptibles por los hablantes foráneos. Claro que cada vez son más los embera (como los demás indígenas del país) que van dejando de hablar a sus hijos en su lengua y es por esto que han entrado en franco declive, a la par que van dejando sus costumbres, saberes y prácticas tradicionales que en cabeza y manos de sus ancianos se van esfumando con ellos.
Hasta hace poco se creía que las lenguas indígenas colombianas en peligro de extinción eran las de los pueblos cuyos hablantes se habrían disminuido casi hasta la extinción como los achagua del Meta, con menos de 200 hablantes o los pisamira, en el Vaupés, con menos de 20 hablantes. Se pensaba también que las lenguas de numerosos hablantes como el wayuu (de los ‘guajiros’), el nasa yuwe (de los ‘paeces’) o el embera (de los llamados ‘cholos’ en el Chocó, ‘katíos’ o ‘chamí’ en otras partes) con más de 50.000 hablantes no se encontraban en peligro de desaparecer, pero no se previó la influencia incisiva del español en estas lenguas milenarias hasta el punto de hoy permear casi todas sus estructuras lingüísticas en el habla de los jóvenes.
En efecto, los indígenas actuales ya no se debaten hoy solamente con los no indígenas connacionales, que en su gran mayoría los han aventajado siempre despojándolos de sus tierras, de sus conocimientos o cambiándoles por abalorios baratos o precios mínimos su original y hermosa cultura material (que llamamos artesanía) sino también con sus propias nuevas generaciones que bajo la influencia de la sociedad moderna ya no quieren saber de la cultura, lengua y tradición de sus mayores y en el mejor de los casos las reciclan volviéndose verdaderos anfibios culturales. La nueva figura del indio urbano ha venido creciendo en las últimas décadas y ya se ven en distintas posiciones, en casi todos los estratos sociales.
En estos últimos años en talleres con los maestros de la comunidad embera cuya variante o dialecto ‘el chamí’ fue estudiada, se ha visto la necesidad de recoger términos de conceptos que se están perdiendo pues los ancianos que todavía los recuerdan se están muriendo. Los jóvenes de la comunidad no han visto la importancia de hacerlo pues, como nuestros jóvenes, están más interesados en lo de afuera que en lo propio. Por tanto, aprovechando estudiantes no indígenas de la universidad donde laboro, quienes se han mostrado tan interesados como fascinados por llevar a cabo esta labor, se están planeando brigadas de rescate de términos en extinción en ésta y otras comunidades embera, confiados en que esto estimulará a los jóvenes embera a acompañarlos y, por qué no, a hacerlos reflexionar sobre el valor de la particular cultura de sus antepasados y la posibilidad de mantener su esencia al lado de la cultura occidental con la que actualmente se encuentran embelesados.
Esperemos que así sea.