Este texto es algo personal, aunque sobre un tema académico y político. Y como todo proyecto personal que se expone a lo público, por minúsculo que sea, corre muchos riesgos: puede leerse como parte de la acostumbrada acusación de individualismo, auto-adulación o deseo de celebridad que campea impávida en las instituciones universitarias. Por el contrario, lo que me pregunto aquí tiene que ver más bien con lo que los «académicos» hacen y con lo que se reconoce de ese hacer. Este es el punto: rara vez tiene un autor la posibilidad de hablar, así sea sucintamente, sobre la vida social del libro que ha escrito. Quizás porque rara vez el libro sale (cuando lo hace) de los anaqueles del especialista, quien, paradójicamente, le busca un hogar en medio de su fugacidad. Muchos no han visto la luz cuando ya han sido olvidados indefectiblemente. Pero, ¿cómo llegan «allá», en el sentido más existencial, a «ese lugar» y por qué caminos? Cuando se ven estos recorridos, y se lee el trabajo intelectual desde esta óptica, se descubre que la «influencia» que un escrito tiene, en el sentido más simple de la palabra, sobrepasa las formas actuales (y debo decir, reduccionistas) de entender el trabajo del intelectual.
Hace una década y algo más se publicó Poética de lo otro: una antropología de la violencia, la soledad y el exilio interno en Colombia (2000, Colciencias-Icanh). Hace parte de una trilogía (sobre «la soledad», «el silencio», y finalmente, «la ausencia») que gira alrededor del tema de la guerra en América Latina y en el África, pero vista desde una perspectiva que privilegia la vida cotidiana así como aquellos aspectos que las ciencias sociales parecen no poder»ver» fácilmente ni»escuchar», epistemológicamente hablando.* En más de un sentido, ha sido un libro privilegiado. No sólo por el hecho de seguir siendo, según los peculiares índices de citación, parte central de la investigación social en Colombia sobre los efectos de la guerra, sino —sobre todo— por sus múltiples formas de circulación, de mano en mano, de lenguaje en lenguaje, durante estos años. Especialistas reconocidos, basados en su conocimiento de las tesis producidas sobre el tema o de los artículos publicados en el país, han dicho que Poética fue el primer texto ambicioso —por la multiplicidad de problemas a los que abrió una puerta de análisis, por los riesgos teóricos, escriturales y hasta políticos que tomó— sobre el desplazamiento forzado en Colombia. Incluso, algunos lo llaman un «clásico»: el origen de una serie de preocupaciones por la «voz», el «testimonio», la «experiencia», la «memoria», que aún no se habían desarrollado en el país en el momento de su publicación. Hoy día estos temas constituyen una industria.
Desde su origen fue un libro intenso, emocional e intelectualmente. Poética no se sitúa fácilmente en una disciplina (y no le interesó), ni en una sola jerga de elegidos. Se niega a salir de su propia extra-ñeza y de las preguntas que lo hacen también algo prójimo, familiar, y hasta íntimo. Cuando lo escribí estaba convencido que los universitarios hacía mucho tiempo habían dejado de hacerse las preguntas vitales por el sentido de lo que significa ser un ser humano. Aún lo pienso, sólo que hoy regulamos este punto ciego. Los meses de trabajo de campo en los barrios de desheredados del norte de Colombia en 1999 se tejieron con la recolección de las historias del burro-bomba, de las huidas de familias enteras de muchos lugares por efectos del paramilitarismo y sus masacres. El desplazamiento era una suerte de evidencia invisible. Muchas vidas literalmente descarnadas escuché.
Descubrí los muchos nombres de Carlos Castaño, sus amigos siempre vigilantes en la distancia, y el quijotesco intento de investigar en medio del silenciamiento. Las grabaciones, las entrevistas —más de 120 horas en total— una vez realizadas salían por correo aéreo a otro destino. Luego de transcritas duraron perdidas muchos años, incompresiblemente. Fue escrito con la pasión de lo inmediato, producto de la fragmentación propia y del mundo que veía, entre Bogotá y los exilios voluntarios en otros lugares, en Nueva York o Budapest. Para mí, la investigación dejó de ser, antes de tiempo, lo que pudo ser. Descubrí que uno trabaja con otros no sobre otros. Al menos en estos temas. Fue incluso pensado como una coautoría con líderes comunales y construido a través de lo que con el tiempo terminé llamando «epistemologías colaborativas». Incluso hoy día este tema sigue produciendo suspicacia entre la élite de la investigación social.
Algunos colegas, algo ingenuamente, lo criticaron por no haber «utilizado mejor» o «extraído» más «información» del «material» testimonial sobre los que estaban estructurados dos extensos capítulos que eran, sin más, transcripciones literales. Una curiosidad en un libro universitario, siempre basado en el monolo-gismo del experto y su red de privilegios. Nunca tuve la intensión de pasar por la mirada aséptica y anestésica la vida de otros: no soy ni ventrículo ni exégeta de diván. Sin embargo, ha sido la pasión con que ha sido leído y «traducido» a lo largo de los años —por personas habitando las más diversas orillas— lo que más me ha inquietado. Por supuesto, estos circuitos de lectura no harían, hoy día, parte de los triviales índices de citación (que panean matemáticamente un mundo minúsculo, «una pirámide invertida con un milímetro de profundidad», como dijera George Steiner). Visto retrospectivamente, creo que jamás hubiera sido aprobado por esas»burocracias de confusión masiva» que son los comités de pares de revistas, estructuralmente conservadores y poco amigos de fracturar las hegemonías profesionales.
Estuvo a punto de ser traducido al inglés por la Universidad de Duke en el año 2002, hasta que descubrí que tal traducción debía «encajar» en los debates «americanos» sobre el tema de la identidad, por sugerencia de la editora. Abandoné el proyecto. Lo que «allá» es importante «aquí» no necesariamente. De ahí esta idea, casi un aforismo, en la que publicar «globalmente» implica morir «localmente», y viceversa. Algunos capítulos salieron en ingles, independientemente, en libros académicos, y secciones concretas en una revista comunitaria editada en los guetos de Filadelfia. Fue objeto de dos adaptaciones parciales al teatro (desconocidas durante mucho tiempo por mí): una en el marco de proyectos comunitarios y de compañías de jóvenes barriales (en Ciudad Bolívar) y otra, por una escuela de arte dramático de una universidad pública en Colombia, que la llevó luego hasta México. Me preguntaba durante una de las puestas en escena: ¿qué Poética se llevaban consigo los asistentes, las audiencias, los actores, la directora? ¿Qué le contaban a otros de ese mundo, qué rostro se imaginaban detrás de ese territorio, del libro?
Asimismo, algunas de las frases aparecidas en secciones y epígrafes del texto, y meditadas con cuidado, muestran con temor las sombras de mi propio acercamiento a la poesía y la literatura. Poética es una apuesta a la escritura, es una larga meditación sobre la traducibilidad de la experiencia de la guerra. De estos, poetas publicados y de calle realizaron sus propias interpelaciones estéticas y artísticas, entregadas en mis manos, como a escondidas, cuando atendía invitaciones académicas en este país. Un acto de desprendimiento secreto que aún agradezco. Incluso, la misma experiencia de desarraigo y nomadismo inherente a la vida del autor y su familia —cristalizada en un poema escrito en la misma época de Poética y publicado fragmentariamente en el libro— terminó por ser adaptada a la danza contemporánea por una bailarina colombiana en una importante escuela de danza neoyorquina. Se sorprendería uno cómo una frase suelta, una palabra, un gesto, una sonrisa entre líneas, es apropiada por otros con intensidad y sin vergüenza. El libro es, en sí mismo, un gesto.
¿No debe ser el diálogo amplio, en múltiples lenguajes, en diversos lugares, lo que nos cifra como escritores, como académicos, como gente dedicada a la ideas?
Intenso también porque, durante la época del trabajo en terreno, fue asesinado en Medellín el investigador y profesor Hernán Henao quien también trabajaba sobre el tema y a quien había conocido. El texto se escribió con la impronta de ese evento, con su incertidumbre, con una necesidad casi neurótica de relatar, con la esperanza de que lo escrito —el objeto— fuera como una extensión de la existencia de otros que ya no están. Asimismo, la versión original, hecha en impresora de punto, y pasada de la mano de las organizaciones de base con las que trabajé, la tenía Alfredo Correa de Andreis cuando fue asesinado en la Costa en el 2004. Hoy en día no sé dónde está. ¿Qué será del destino de los libros que los muertos se llevan consigo? El libro es un memorial.
La pequeña edición publicada desapareció de las estanterías de las librerías y el texto, con una fotografía del artista Juan Manuel Echavarría, comenzó a tener una vida fantasmal. Entre organizaciones de desplazados y seminarios universitarios, circulaban fotocopias fragmentarias y copias piratas a medio imprimir. En una ocasión, un conclave de colegas se disculpó por confesar que el libro que tenían era una única copia pirateada que reposaba en el centro de documentación de la Facultad. Al parecer, profesores y estudiantes esperaban semanas para poder retirarlo. Yo estimulo el movimiento. Me insa-tisfacen los cordones sanitarios que se le ponen a la escritura. En la los Andes (como en la Biblioteca Luis Ángel Arango, me han contado), la única copia que hay (y que yo doné a la Universidad) muestra las marcas evidentes y hasta atávicas de una «generación» de lectores, un palimpsesto de rastros y petro-glifos, comentarios e interpelaciones al punto casi de deshacer el objeto.
Y finalmente, podría relatar las historias de cómo una fotocopia particular llega a las manos de alguien —una guerrillera en la cárcel con quien intercambié opiniones por varios meses, un funcionario del estado asediado por el trabajo—, de los instantes coyunturales en los que el libro aparece en la vida de una disertación, de una tesis, de su lugar entre una organización de mujeres, de los largos devaneos de un grupo de literatos exiliados, de los comentarios insospechados de estudiantes de pregrado en Pereira o Manizales a quienes los traicionó el afecto por el libro, a veces incluso de la molestia, de la rabia, y por qué no decirlo, de los celos que produjeron sus disquisiciones, de la diversidad de impresiones y derroteros que algunos párrafos, quizás algo crípticos, han generado en colegas en Guatemala o Brasil, en Bosa y Popayán (y que se han tomado la molestia de decirlo), de los acercamientos que ha merecido de amigos y desconocidos que habitan otras perspectivas, la sociología, la teología, la filosofía, el teatro y hasta el cine. De esos encuentros solo tengo mi palabra, esta palabra, para dar testimonio. Este es un libro que parece conversar con todo el mundo, indistintamente de la religión que profese la persona.
La pregunta es simple: cuando hablamos de lo que reconocemos como el «impacto» de un trabajo académico, de una poiesis ¿a qué hacemos referencia? Hay muchos escenarios y textos «grises» que se salen de lo que he llamado «el efecto Colciencias», de esa manufactura, de ese enlatado de cuadriculas en el que se ha convertido el «saber». ¿No debe ser el diálogo amplio, en múltiples lenguajes, en diversos lugares, lo que nos cifra como escritores, como académicos, como gente dedicada a la ideas?
* El segundo es The Invisible Corner: Essays on Violence and Memory in Post-apartheid South Africa (2009, trad. Archivos del Dolor), y el tercero (en preparaci semanas para poder retirarlora?pariciIndocumentable: una hisón) Documentando lo Indocumentable: una historia cultural de la Desaparición Forzada en Colombia.