En el debate público sobre las «locomotoras del desarrollo» rara vez se discute a fondo su dimensión social.
El debate público sobre las «locomotoras del desarrollo» en Colombia, llámese minería e hidrocarburos, infraestructura, vivienda o agroindustria, se centra en los problemas de productividad, de gestión pública, de infraestructura, de capacidad técnica y solo en el mejor de los casos se mencionan sus implicaciones ambientales, entendiéndolas como conflictos entre el uso y la vocación ecológica de unidades biogeográficas. Rara vez se discute a fondo su dimensión social.
Esto se debe seguramente a que la imagen de las locomotoras evoca incuestionadamente la noción benéfica del progreso que se impone en el siglo XIX con la figura de los barones ferroviarios en los Estados Unidos, pioneros de la era corporativa contemporánea. Las locomotoras simbolizan así el avance triunfal de un orden económico, político y militar en el que la gestión estatal se orienta a garantizar la rentabilidad sostenida de enormes inversiones de capital, energía y tecnología necesariamente en cabeza de grandes corporaciones con la esperanza de que su prosperidad revierta, eventualmente, al conjunto de la población.
Ante su avance, las ciencias sociales parecen ausentes y aturdidas. Tal vez por la locomotora de la innovación, que se traduce en un afán por centralizar y uniformar el quehacer de la investigación para medir estadísticamente la productividad, dejando de lado los problemas de la producción de conocimiento. Sus análisis han venido asumiendo, de manera estratégica para responder a la adopción de estándares «internacionales», los lenguajes y perspectivas teóricas de las disciplinas sociales del mundo anglosajón, que separan el papel de las ciencias sociales DE y PARA (el desarrollo, el Estado, la nación). Es decir, separan como dos proyectos opuestos y jerarquizados, las ciencias sociales aplicadas de las «puras», o la «consultoría» de la verdadera investigación. Ello ha resultado en que «los sociales» que transitan entre las ONG, la empresa y el Estado sus ávidos mercados laborales donde su quehacer se define a partir de requerimientos técnicos, releguen lo social como compromiso crítico a los «teóricos de la academia».
Esta oposición -que constituye, por lo demás, una falacia- ignora el rol histórico de las disciplinas sociales en América Latina. Aquí han tenido un papel activo en la construcción de las naciones y los Estados, aportando con la creación de utopías y contra-utopías (como lo evidencian los trabajos de Mariátegui, Ortiz, Rama, García Nossa o Fals Borda por mencionar solo algunos) y proponiendo la investigación-acción como un proyecto político de producción de conocimiento.
«Lo social» ha quedado hoy, sin embargo, en manos de planificadores, administradores y comunicadores, quienes lo definen de manera instrumental. El pretender objetivar y cuantificar «variables sociales» no sólo desdibuja los puntos de vista de los actores involucrados, sino que saca del ámbito de lo político problemas como el del acceso a las decisiones del Estado, la pobreza, o la tenencia de la tierra que pasan a ser conceptualizados como problemas técnicos y de eficiencia.
Las locomotoras implican, sin embargo, una serie de intervenciones sociales que incluyen desde la categorización de ciertos grupos como riesgo o amenaza, hasta formas de apropiación de recursos que consolidan un sistema excluyente de derechos de propiedad. Aunque desde el punto de vista de los indicadores económicos se evalúen exitosamente, estas intervenciones constituyen en sí mismas procesos de inequidad y desigualdad. Sobre todo, porque su puesta en marcha combina la violencia directa (pues las locomotoras avanzan amparadas en el uso de la fuerza, que no se limita a la «pacificación» paramilitar de ciertas regiones o a los convenios de seguridad con la fuerza pública), con la violencia estructural que se sustenta en un régimen de «poder sin saber», como lo ha caracterizado la antropología.
El reto para los practicantes de las ciencias sociales implica pues reinventar la tradición latinoamericana de adoptar simultáneamente muchos roles: críticos, expertos y consultores
La violencia implícita en la incapacidad de reconocer y respetar las diversas perspectivas de los grupos sociales para imponer ciega y autoritariamente el interés propio (en este caso, el de impulsar a todo costo las locomotoras), se sustenta precisamente en el «no-saber» de la simplificación y consecuente externalización de lo social por medio de diagnósticos y análisis de impacto y de costo-beneficio que ignoran sistemáticamente las sutilezas de la experiencia humana y reducen la complejidad de la vida social y cultural a fórmulas mecánicas y estadísticas: es aquí donde se requiere la imaginación y la capacidad de interpretación de las ciencias sociales.
El reto para los practicantes de las ciencias sociales implica pues reinventar la tradición latinoamericana de adoptar simultáneamente muchos roles: el de «críticos», para poner en evidencia la dimensión social y política de las intervenciones; de «expertos» para contrarrestar el no-saber y sus implicaciones o «consultores» para iluminar creativamente las dimensiones que los técnicos y plani-ficadores insisten en ignorar; el de «comunicadores» para movilizar conciencias y «activistas» para aportar herramientas que hagan visibles otras formas de vida social. Y, ante todo, el de testigos, para dar cuenta de las secuelas que, como la hojarasca, va dejando a su paso el avance de las locomotoras.