Después de tres años de investigación, la autora reflexiona sobre las dos grandes preocupaciones de un grupo de mujeres desplazadas: la pobreza y la inseguridad. Al iniciarse las negociaciones en La Habana, se suma la pregunta de cómo construirán su futuro y mantendrán la esperanza.
En mayo de 2013 organizamos, con un grupo de estudiantes de posgrado, un evento titulado “Después de la guerra: ¿Cuál futuro para las mujeres?” como conclusión a tres años de investigación sobre la organización de base de mujeres desplazadas en Colombia. Fue un proyecto extenso en el tiempo, en el espacio y en la enorme cantidad de material que produjimos entre los estudiantes, mi socia Kristin Sandvik de PRIO en Noruega, y yo. Este evento esperaba catalizar y proyectar algunas conclusiones de un trabajo que, y hablaré a nombre propio a pesar del carácter grupal de buena parte de la experiencia, transformó mi comprensión del país y de la época que nos ha tocado vivir.
El planteamiento inicial surgió de la presencia de asociaciones de mujeres desplazadas ante la Corte Constitucional, haciendo demandas de derechos en la sentencia T-025 de 2004 y en sus autos de seguimiento1. El trasegar de las mujeres desplazadas y de las ONG que las representaban por los corredores del Palacio de Justicia me llevó a preguntar qué hacían allí, cómo se organizaban, cuáles eran sus aspiraciones y cómo pensaban que el derecho constitucional podría ayudarlas. Al iniciar el 2010 y con financiación del Consejo de Investigación Noruego, empezamos un ambicioso proyecto de investigación que incluyó: dos estudios de caso a profundidad, el diseño y aplicación de dos encuestas colaborativas con organizaciones de mujeres desplazadas, y cuatro estudios de casos adicionales, así como entrevistas a profundidad a mujeres líderes (65), a funcionarios públicos y de agencias de cooperación (30) y a expertos/as (10). El proyecto además produjo decenas de entradas en nuestros diarios de campo con observaciones de encuentros entre funcionarios y líderes, y de visitas a los hogares y sedes de organizaciones de mujeres desplazadas en diez ciudades diferentes del país, cubriendo tres años de muchas transformaciones.
Una de estas fue que el 2011, la ley aplicable al desplazamiento forzado cambió con la adopción de la Ley de Víctimas y con su implementación a través de una enorme burocracia nacional. Las mujeres con las que trabajábamos y los/as funcionarios públicos y activistas que entrevistamos debieron adaptarse, apropiarse y resistir el cambio que representó pasar de desplazados a víctimas. El ajuste al marco legal no dejó de preocuparnos. En el primer estudio de caso, sobre la Liga de Mujeres Desplazadas en Cartagena y Turbaco, Bolívar, al tiempo que documentábamos los sorprendentes éxitos para encontrar recursos, subsidios y donaciones, hallamos su angustiante falta de ingresos, la persistencia del hambre en las familias de la Liga y el probable impacto del hambre en la baja talla y peso de sus hijos. Nos preguntábamos si las reparaciones del nuevo régimen contribuirían a superar la pobreza o simplemente a exonerar al Estado de responsabilidad por ella.
El proyecto nos enseñó que la preocupación central de estas mujeres era la pobreza, la acuciante pobreza del presente, antes que el desplazamiento y la victimización del pasado. La pobreza era generalizada: incluso las organizaciones que lograron que sus miembros accedieran a casa propia tenían serios problemas en la consecución de ingresos para todos sus miembros. Como me dijo una mujer en Putumayo que había sido beneficiaria de una casa donada: “Usted mira la casa y piensa que estamos bien, pero la despensa siempre está vacía”. Aprendimos también a mirar con recelo la reacción de activistas, funcionarios y académicos que veían en la agobiante pobreza un hecho natural, como parte del paisaje, y no como un resultado de una injusticia comparable a las de la guerra.
Los chicos señalados de “desmovilizados” que se agrupaban en las esquinas o que manejaban los mototaxi, y que nos intimidaban con su presencia y su mirada, eran también, los hijos de algunas de las mujeres con las que estábamos trabajando.
Después de la pobreza, lo segundo que más preocupaba a estas mujeres era la inseguridad. En una encuesta en Mocoa, representativa para todos los desplazados de la capital del Putumayo, encontramos que el 9,4% de todos los desplazados recibieron amenazas después del desplazamiento o las recibió algún miembro de su hogar. Entre las personas que pertenecían a una asociación2, el 31,2% estaba amenazado. Esto era acorde con nuestros datos cualitativos donde el 42% de las líderes de población desplazada y todas las activistas de ONG que entrevistamos, habían recibido amenazas. Además, hubo casos menos frecuentes de atentados y seguimientos, provocando en ocasiones nuevos desplazamientos así como estrategias de autoprotección que también empezamos a documentar.
La inseguridad era tan prevalente que lamenté muchas veces haberle asegurado a mi socia de Noruega que el proyecto no representaba riesgos pues estaríamos en los lugares a donde llega la gente huyendo de la guerra, y no en los sitios donde estaba la guerra. En estos tres años aprendí que una guerra contrainsurgente como el conflicto colombiano es una guerra que por definición involucra a civiles desarmados, y en donde los civiles son parte, a menudo activa, de la guerra. La distinción entre civiles y armados es legalmente necesaria y moralmente indispensable, pero no corresponde a la experiencia cotidiana donde densas redes de familia y afecto unen a combatientes y civiles. Esto lo entendí al ver que los chicos señalados de “desmovilizados” que se agrupaban en las esquinas con corte de pelo militar, o que manejaban los mototaxi y tomaban cerveza en algunos locales, y que nos intimidaban con su presencia y su mirada, eran también, en muchas ocasiones, los hijos de algunas de las mujeres con las que estábamos trabajando.
Una y otra vez nos encontramos con el sorprendente hecho de mujeres que mantenían las vidas de las comunidades y de sus familias en medio de circunstancias adversas. Navegando en las turbulentas aguas de la resistencia y de la colaboración, algunas habían logrado sobrevivir en tierras de guerra durante años, participando no solo en la unidad productiva de su hogar sino en los ritmos de la vida comunitaria. Al ser desplazadas, se habían asociado, con mayor o menor suerte, para ayudarse las unas a las otras, para conseguir recursos a través de donaciones y subsidios, y para a través de tutelas y derechos de petición hacer exigencias al Estado. Aprendimos que el repertorio de la organización comunitaria sigue los pasos de la memoria colectiva: década tras década en el campo y en los barrios empobrecidos de las ciudades, las mujeres organizan fiestas de Navidad con regalos para los niños y hacen rifas para conjurar las urgencias de unas y otras; cocinan ollas comunitarias, se cuidan los niños entre ellas y saben cómo invadir un terreno, alzar refugios, sembrar maíz y hacer fila desde las tres de la mañana; también saben interponer una tutela, un derecho de petición o llenar un formulario. Una y otra vez nos explicaron que “pa’lante es pa’llá” o que el futuro espera y trabajar por él era lo que tenían a la mano para seguir viviendo.
La solución, la única que proponen las mujeres con las que hablamos una y otra vez frente a un pasado que prefieren olvidar es la de “pa’lante es pa’llá”; la de desprenderse de ese pasado y buscar la vida buena en el futuro y no mirar atrás.
El futuro se convirtió en una preocupación acuciante del proyecto. ¿Qué futuro le espera a estas mujeres? Al iniciarse las negociaciones en La Habana y mientras el aparato estatal crecía y se reproducía en varias agencias anunciando el posconflicto, la pregunta por el futuro de estas mujeres aparecía sin respuesta. Fue por eso que en mayo de 2013 invitamos a varias profesoras e investigadoras, escogidas todas por su experiencia, sensibilidad y conocimiento de la guerra, a imaginar el futuro de las mujeres “después de la guerra”: Maria Emma Wills, Helena Alviar, Camila Gamboa, Donny Meertens, Angelika Rettberg, Veena Das, Lucie White y Ruth Rubio Marín. También invitamos a varias de las líderes con las que trabajamos para oírlas. Pero las académicas, sin excepción, hablaron del pasado, de su peso ineluctable, y aunque hubo destellos de esperanza, fueron pocos y breves. Hablaron escépticas frente a las reparaciones que pudieran transformar la cultura que asigna roles asimétricos y pobres, a hombres y mujeres; incrédulas ante reparaciones que pudieran distribuir mejor los bienes. Al parecer en la Academia recordamos con más facilidad la destrucción de vidas que la esperanza, y desconfiamos de la posibilidad del cambio y de un futuro diferente.
¿Cómo recuperar todas las pérdidas de la guerra y construir el futuro ansiado? Hoy, desde una universidad extranjera y viendo cambiar los colores de las hojas de los árboles, oigo una y otra vez las mismas entrevistas, grabadas entre 2010 y 2013. Las oigo hablar de sus sueños y de sus dolores. Oigo entre líneas el peso de no haber podido cuidar a los hijos, de no haber podido ser quien hubieran querido ser y de no haber podido vivir de acuerdo a los propios criterios morales; de los años pasados ocultándose detrás de las paredes y las puertas de una casa. Y los sueños de una vida donde la tranquilidad y la felicidad se representan a menudo en largas y detalladas listas de comida que tenían a la mano en la tierra que perdieron, tanto en la aspiración de una casa propia como en la educación de sus hijos. Pero oigo también su esperanza.
La solución, la única que proponen las mujeres con las que hablamos una y otra vez frente a un pasado que prefieren olvidar es la de “pa’lante es pa’llá”; la de desprenderse de ese pasado y buscar la vida buena en el futuro y no mirar atrás. Es una fuerza que se presenta contravía con la prescripción dominante de que no hay futuro sin hablar del pasado, la problemática y ubicua afirmación que la verdad sobre el pasado es la que nos libera. Prescripción que viene acompañada del mandato burocrático a las víctimas de producir datos y detalles veraces sobre lo que sucede en medio de la niebla de la guerra, ocultando los vínculos de vida que las unen a los guerreros.
En la distancia, a medida que se enfrían las notas y los recuerdos, se decanta la idea de imaginar un futuro, y no la de recordar el pasado. Esta es la tarea que también tenemos nosotros como comunidad académica, además de ser memoria y crítica, y es la tarea que a menudo siento que, con creces, me supera.
* Los productos iniciales de este proyecto, elaborados con los estudiantes y las activistas, están disponibles para su descarga gratuita en el website de PRIO y en el de Justicia Global de la Universidad de los Andes: http://www.justiciaglobal.net
Lemaitre Ripoll, Julieta; Sandvik, Kristin Bergtora; López, Eva Sol; Mosquera, Juan Pablo; Gómez, Juliana Vargas; y Guerrero, Patricia (2014). “Sueño de vida digna”. La Liga de Mujeres Desplazadas: Estudio de caso en mejores prácticas de organización de base para el goce efectivo de derechos. Bogotá: Universidad de los Andes (Justicia Global 7).
Lemaitre Ripoll, Julieta; López, Eva Sol; Mosquera, Juan Pablo; Sandvik, Kristin Bergtora; y Gómez, Juliana Vargas (2014). De desplazados a víctimas. Los cambios legales y la participación de la Mesa de Víctimas de Mocoa, Putumayo. Colombia: Universidad de los Andes (Justicia Global 8).
Lemaitre Ripoll, Julieta; Sandvik, Kristin Bergtora; Villalba, Luz Estella Romero; Arias, Ana Manuela Ochoa; Villegas, Valentina González; y Mahecha, Sandra Vargas (2014). Defensoras de derechos humanos. Tres estudios de casos de ONG y su respuesta al desplazamiento forzado. Bogotá: Universidad de los Andes (Justicia Global 9).
Lemaitre Ripoll, Julieta; Sandvik, Kristin Bergtora; y Gómez, Juliana Vargas (2014). Organización comunitaria y derechos humanos. La movilización legal de las mujeres desplazadas en Colombia. Bogotá: Universidad de los Andes (Justicia Global 10).
1La T-025 de 2004 acumuló en un solo caso cientos de tutelas de desplazados internos, y declaró un estado de cosas inconstitucional. Ello llevó a un largo periodo de seguimiento por parte de la Corte de la respuesta humanitaria del Estado, seguimiento que aún continúa.
2Si bien la muestra ya no era representativa por su tamaño (el 20% de una muestra representativa de 485).