En la solución de emergencias humanitarias se ha privilegiado por excelencia la mirada experta. Ante un panorama de posconflicto esta mirada tendrá que reevaluarse para incluir las reconfiguraciones y reapropiaciones que organizaciones y movimientos sociales hacen de dicho conocimiento.
Desde hace más de una década me ha interesado entender los mundos morales y las prácticas específicas por medio de las cuales colectivos e individuos se embarcan en una serie muy diversa de actividades para aliviar el dolor y la tragedia de otros. Varias preguntas han surgido y las he intentado responder en artículos, libros, conferencias, cursos e investigaciones: ¿Por qué interesa el dolor y sufrimiento del otro, necesariamente extraño y que vive a cientos y miles de kilómetros de donde estamos, quizás a océanos de distancia? ¿Un otro, que quizás ya no está en el presente? ¿Por qué el sufrimiento de un otro animal embarca a miles de personas en campañas internacionales contra su abuso? ¿O de un otro niño desahuciado a punto de ser devorado por un ave carroñera, para recordar las imágenes de Kevin Carter? ¿Por qué y cómo respondo yo a ese llamado?
Estas preguntas se transforman en escenas que hoy en día viajan en campañas publicitarias o en noticieros globales, a las que se les atribuyen una condición de “emergencia” para poder contrastarlas con el transcurso “normal” de las sociedades e indicar la llegada de lo excepcional y lo sublime, como bien decía Kant en su famoso relato sobre el terremoto de Lisboa en 1755. Para el caso colombiano, pienso en la imagen de la famosa y tristemente célebre Omaira de la tragedia de Armero, quien despertó intensas campañas de solidaridad en el país. Pienso también en aquellas escenas de “desplazados internos” que, con fotocopias bajo el brazo y estacionados en las esquinas de Bogotá, piden ayuda a los transeúntes. Ciertamente, habría que problematizar los mismos modos de pensamiento que han categorizado estos eventos como dramáticos o excepcionales con el efecto de mirar otros eventos menos llamativos y más cotidianos como la pobreza estructural o la marginación, las cuales ocasionan muchas más muertes silenciosas e intempestivas.
Médicos, sacerdotes, activistas, abogados, economistas, funcionarios, entre otros, en Bogotá, en Apartadó y también en ciudades como Ginebra, Suiza o Washington DC, constantemente intentan aliviar a los “extraños que sufren”, como los nombró Luc Boltanski en alguna ocasión. Trato de entender cuáles son las distintas opciones de ayuda que tienen estos colectivos e individuos y por qué deciden tomar unas y dejar otras de lado. Por supuesto, el lenguaje, los enunciados y las categorías de pensamiento empleadas para darle sentido a estas “emergencias” han sido centrales en mis investigaciones. He entendido que una solución muy común a estas emergencias es la producción de una serie de enunciados disímiles pero encadenados por distintos actores e instituciones, que aparecen altamente regulados con el paso del tiempo. Es lo que Foucault llamó como una regularidad discursiva al describir la continuidad y discontinuidad de las mismas formas de lo que es pensable y decible en un momento determinado. En la creación de enunciados existe una historia y una materialidad que permite ver las racionalidades, las justificaciones y las disputas que hay detrás de estos instrumentos y prácticas para aliviar a los “nuevos” extraños que sufren.
Otras preguntas asaltan mi cabeza: ¿Por qué han primado las recetas de los saberes expertos en la toma de decisiones sobre lo que debe hacerse en este tipo de situaciones, casi siempre gracias a la subalternización de cualquier conocimiento local? ¿Cómo han cambiado a lo largo del tiempo? ¿Por qué la respuesta sobre “lo que hay que hacer” es siempre disputada por distintos actores que ven unas opciones como más legítimas que otras? ¿Cómo las respuestas promovidas por estas instituciones han sido deseadas, adaptadas, reconfiguradas y resistidas por organizaciones y movimientos sociales? Desde las famosas manillas compradas que servían como donaciones para los habitantes de El Salado, Bolívar, hasta la llegada de los jeeps blancos a las áreas de conflicto armado en el país; desde la llegada de las promesas de la agroindustria a territorios que una vez fueron testigos de masacres y desplazamientos, hasta la elaboración de informes de memoria histórica; desde la psicologización de la víctima, hasta su conversión en un emprendedor bajo esquemas de autorresponsabilidad y productividad. La lista podría ser interminable, y debería también aparecer “la llegada del Estado” con sus diversas instituciones y planes de consolidación, así como la reconquista militar de territorios en manos de “para-Estados”, grupos armados, bandas criminales, entre otros.
Me interesa comprender qué otro tipo de prácticas de habitar el territorio se ponen en movimiento frente a los procesos que los convierten en enclaves económicos, y a sus pobladores en la indispensable fuerza de trabajo.
En la primera mitad de mi libro publicado en el 2012, Rumores, residuos y estado en la mejor esquina de Sudamérica: una cartografía de lo humanitario en Colombia, me propuse realizar una genealogía del desplazado a través de eventos,actores y discursos. Pero la segunda parte es quizás la que actualmente más me inquieta,pues busca entender las disputas antagónicas entre los programas ideados por grupos de actores e instituciones y los proyectos promovidos por organizaciones y movimientos sociales.Estoy hablando de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, que fue objeto de mi libro, ymás adelante, de las Zonas de Reserva Campesina de Cabrera y de algunos colectivos de campesinos de los Montes de María, a partir de otrasinvestigaciones realizadas en años recientes.
Muchas de estas organizaciones surgieron justamente por los vocabularios, demandas y derechos introducidos por instituciones estatales y no estatales, nacionales e internacionales; pero articuladas por demandas populares, deseos y proyectos morales locales. Así, me interesa comprender qué otro tipo de prácticas (económicas, políticas y sociales) de habitar el territorio y proyectos éticos se ponen en movimiento para hacer frente a los procesos que buscan convertir estos territorios en enclaves económicos, y a sus pobladores en la necesaria e indispensable fuerza de trabajo. Quiero entender la movilización de estas prácticas de diferenciación frente a las decididas por las anteriores instituciones, que antes que encontrar salidas claras y contundentes, quizás se caracterizan simplemente por su incapacidad de cambiar. En definitiva, es evidente que la fabricación de futuros dentro de los momentos transicionales y de construcción de paz por los cuales aparentemente transitamos en la actualidad, es una disputada por distintas instituciones, colectivos y grupos sociales. Nuevas preguntas aparecen: ¿Podrán estar todas juntas dentro del nuevo discurso mecanizado del consenso? ¿Serán ecológicamente sostenibles, y por esto entiendo también la sobrevivencia de proyectos de vida ligados a nociones de territorialidad y buen vivir? O por el contrario, ¿terminará imponiéndose lo que la ambientalista Vandana Shiva denominó como “una monocultura de la mente”? Espero que mis investigaciones, que incluyen el diálogo permanente con organizaciones sociales y con las mencionadas instituciones puedan llamar la atención sobre los peligros y las posibilidades que hay en los desafíos expuestos.