Para unificar una serie amplia y compleja de cuestiones distintas, propongo una sola pregunta general: ¿cuál es hoy el lugar de las imágenes? La respuesta la formulo desde dos instancias. La primera tiene que ver con el lugar epistemológico que ocupa la imagen cinematográfica. En efecto, no se puede pensar en el cine únicamente como construcción de un mundo ficticio, separado y distante de nuestro contexto de vida y de referencia. Al hablar de imagen cinematográfica se hace inevitablemente alusión a una materia híbrida que marca el encuentro de estéticas y políticas, de fabulación y representación de lo real. En su historia, el cine ha pasado de los grandes relatos de Hollywood (£1 nacimiento de una nación [1915] de D. W. Griffith, o Lo que el viento se llevó) a la narraciones realistas y marxistas de la segunda postguerra (de Roma ciudad abierta [Rossellini, 1945] a Tierra en trance [Glauber Rocha, 1967], a todas las cinematografías comprometidas con la realidad), hasta el juego postmoderno del pastiche, entendido como contaminación de géneros tradi-cionalmente distintos y como superposición de realidad y ficción (no solamente Tarantino, sino por ejemplo, todo el cine de David Lynch). En otras palabras, en más de un siglo de historia, el dispositivo cinematográfico (la máquina del cine) ha constantemente mirado hacia el mundo y le ha constantemente dado forma. Por un lado, ha usado su poder para moralizar el pasado, darle una interpretación y juzgarlo, y por el otro, ha filmado las acciones y quehaceres cotidianos, aparentemente sinsentido, para rescatar lo anti-heroico de la existencia.
Al tomar una decisión u otra, el cine nos muestra nuestra voluntad de lectura del mundo. Frente a eso, cabe preguntarse ¿dónde está el cine ahora? Según Quintana, el 11 de septiembre, al acabar con la postmodernidad, ha vuelto a darle al cine la posibilidad de reescribir la historia. La última película de Kathryn Bigelow, Zero Dark Thirty (La noche más oscura), podría ser emblemática en este sentido: el relato fílmico se acaba con la muerte de Bin Laden, como sucedería con cualquier villano de una película de acción. Sin embargo, la película termina insinuando la duda sobre la identidad del cadáver, y con eso nos pide una actitud crítica frente a la versión oficial de los hechos. Por otro lado, si el cine se está volviendo a preguntar sobre lo real, no hay que olvidar que este último se transcribe cada vez más en el registro audiovisual. En efecto, desde el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, cuando un espectador de nombre Abraham Zapruder filma en 26,6 segundos la muerte de Kennedy, el video-amateur se transforma no solamente en pieza clave de la reconstrucción policiaca y judicial de los hechos, sino fuente inagotable para el imaginario fílmico. Podríamos no haber visto nunca el video original de Dallas y sin embargo, conoceríamos esa secuencia por las decenas de veces que el cine la ha usado, reutilizado e reinventado. Pero, si lo anterior nos ayuda a entender algo más de lo que el cine es en términos de lenguaje, vale la pena pensar en otra acepción de la expresión «lugar de las imágenes».
El 22 de noviembre de 1963, Abraham Zapruder filmó en 26,6 segundos la muerte de John F. Kennedy. Este video no es solamente pieza clave de la reconstrucción policiaca y judicial de los hechos, es fuente inagotable para el imaginario fílmico.
La segunda respuesta que podemos dar a nuestra pregunta tiene que ver con el sentido literal del término «lugar». En nuestra cotidianidad, nos dice Quintana, estamos constantemente frente a una multiplicidad de visiones y de visores. Sucede, por lo tanto, que en el mismo espacio doméstico, mientras alguien ve un documental musical en Youtube, otro ve un noticiero en televisión, un tercero una película en su computador y un cuarto está cargando y compartiendo con los amigos un video desde su página de Facebook. Lo que sucede es que la multiplicación de las pantallas significa no solamente una multiplicación de visiones, sino su individualización. A finales del siglo XIX, los hermanos Lumiére impusieron una versión del cine que implicaba la proyección de la película en pantalla grande, a un público reunido. Esa «invención sin futuro», como ellos mismos la llamaron, le ganó al invento de T. A. Edison, cuyo kinetoscopio (una caja con visor) permitía al espectador individual ver «imágenes en movimiento». Más de un siglo después, parecería que el kinetoscopio (es decir, nuestras pantallas) le está ganado al cine, si seguimos entendiendo éste como lugar público de proyección. Por supuesto las salas de cine siguen existiendo, pero se han transformado en una extensión de los centros comerciales que las contienen. Allí, la visión de películas está relacionada con la venta de dulces, crispetas y gaseosas para toda la familia y es para ésta que esas películas están pensadas. En otras palabras, las salas proponen un producto comestible, hecho para todos, que uniforma hacia una simplificación de contenidos y de lenguaje, una infantilización, por así llamarla, de las películas mismas y del público en las salas.
Sin embargo, como ya hemos dicho, este no es el único cine que se hace y que se ve, puesto que las posibilidades de visión se han multiplicado y con ellas las exigencias de los espectadores. Es acá que Ángel Quintana nos ayuda a entender de qué manera»el cine ha salido de las salas». A parte el uso doméstico individual, que ya mencionamos, el cine está cada vez más en otros lugares, en los museos, en las bibliotecas, en las universidades, los festivales, los centros culturales. Es acá donde lo vemos, lo hacemos circular de nuevo, lo discutimos, lo analizamos, lo cruzamos y lo sobreponemos a nuestro entorno visual complejo y multiforme. En la era virtual, el espectador es también constructor de imágenes, las produce y las circula, las archiva, las selecciona y las multiplica. Transforma el archivo tradicional en memoria informática. Ahora, todos lo sabemos, el término que nos acosa es el de exceso. En su Después del cine. Imagen y realidad en la era digital, Quintana piensa en Borges y escribe: «la gran pesadilla del historiador del siglo XXI no residirá en la posibilidad de escribir la historia desde los escasos documentos que se conservan de un período determinado, sino en la dificultad para escribir debido al exceso de materiales».
Ángel Quintana es profesor titular de Historia y teoría del cine en la Universidad de Gerona, España. Escribe en la sección de cine del diario £l Punt y colabora en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia. Es coordinador en Cataluña de la edición española de Cahiers du cinéma, hoy Caimán, cuadernos de cine. Miembro del consejo de redacción de la revista Cinémas (Universidad de Montréal) y director del Seminari sobre Antecedents i Orígens del cinema. Es autor de numerosos libros sobre realismo(s), modernidad y cine contemporáneo, entre los cuales señalamos: Fábulas de lo visible. £l cine como creador de realidades (2003), y Después del cine. Imagen y realidad en la era digital (2011), ambos publicados por la editorial Acantilado.
Para mayor información, puede consultarla en el siguiente vínculo http://www.imdb.com/title/tt1790885/