Corresponde, en primer lugar, a la celebración de los 50 años del Consejo Regional Indígena del Cauca – CRIC, primera organización regional destinada a plantear sus reivindicaciones ante el Estado y la sociedad. Veinte años después, en julio de 1991, se aprobó una nueva constitución. Desde entonces, esta ha transformado la definición de la nación, en nombre de su diversidad étnica y cultural. Al cabo de tres décadas, tal giro hacia el multiculturalismo ha pasado por la prueba de la experiencia.
Si bien ha favorecido un reconocimiento oficial para los pueblos indígenas, las prácticas igualmente han demostrado limitaciones, retrocesos y fallas frente a dicho principio. Finalmente, han transcurrido cinco años desde la firma del Acuerdo para “la terminación del conflicto armado y la construcción de una paz estable y duradera”, que propuso –también– involucrar a los pueblos indígenas en semejante desafío. Al respecto, incluye un “Capítulo étnico” y una serie de cláusulas basadas en la necesidad de su “trato diferencial”.
Con un grupo de estudiantes, abordamos –entre otros– estos temas, en el marco de un curso enfocado en “pueblos indígenas y política”. Allí, compartimos reflexiones sobre su inserción en las coyunturas (sub)nacionales. Nos referimos, por ejemplo, al proyecto de unidad que dimana del movimiento indígena, pero también a sus divisiones internas; a cómo quienes toman parte en el juego electoral, en nombre de sus organizaciones, enfrentan retos de representación; a las dificultades ligadas al funcionamiento de la consulta previa y la jurisdicción especial indígena; de manera más general, a la forma cómo no deja de estar puesta en entredicho la autonomía constitucionalmente plasmada y cómo, frente a ello, se mantienen la resistencia y la solidaridad, a través de las mingas. Pero, sobre todo, se destaca un asunto tan preocupante como recurrente. Semana tras semana, se amplía el número de líderes y activistas, hombres y mujeres indígenas, asesinados, masacrados, amenazados, desplazados, abusados, asustados –entre ellxs, también, menores de edad. Semana tras semana, y hasta día tras día, van así en aumento los registros de crímenes. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), hasta el martes 20 de abril se rastreó 52 defensores de derechos humanos asesinados en el 2021, de los cuales 18 indígenas. Y, por cierto, la cuestión no es de cifras, sino de vidas. Este día, fue arrebatada la de Sandra Liliana Peña autoridad del pueblo nasa, gobernadora del Cabildo de La Laguna – Siberia, en el Cauca.
Dentro de este panorama, los pueblos indígenas han repetido desde hace años su oposición a la guerra y su voluntad de aportar para la paz . Insisten en rechazar la incursión de actores armados –ilegales y legales– en sus territorios y reclaman el respeto de los Acuerdos de paz; llaman a una veeduría nacional e internacional. Paralelamente, apelan hoy al apoyo de “todas las estructuras locales, zonales y regionales, a los gremios, organizaciones sociales, sindicales, comunitarias, estudiantiles, juveniles, afros, campesinos, defensores de derechos y comunidad en general, para que juntos, participe[n] activa y decididamente en [una] gran Minga Hacia Adentro ”. Con esta, proponen, “en cada uno de [sus] territorios, implent[ar] y fortalec[er] el control territorial para que las actividades que generan desarmonías y son contrarias a [su] cultura, sean erradicas”. Además de aspirar a proteger “el territorio, la unidad, la cultura y la autonomía”, la acción se orienta hacia la “defensa de la vida y la paz”. Esta es, sin duda, una prioridad para los pueblos indígenas. Seguramente, también concierne y debería motivar a toda Colombia. Porque, definitivamente, ¡BASTA YA!