Las dos últimas décadas del siglo XX en Colombia fueron escenario de un repunte en las eternas luchas de los indígenas por su reconocimiento como ciudadanos en igualdad de condiciones pero diferentes al resto de la población, pues conservan en sus comunidades una cultura, organización y cosmovisión propias y, en muchos casos, una lengua propia. Su exterminio físico, así como el de sus culturas y lenguas, no ha cesado desde la Conquista, sin embargo, los pocos que quedan –alrededor de un millón en todo el territorio nacional– con contadas excepciones sobreviven gracias a ingentes esfuerzos de ellos mismos y de simpatizantes no indígenas que los han apoyado en el avance de sus reivindicaciones como partícipes fundamentales en la configuración social de la nación o, al menos, como autores importantes en las regiones en que se asientan sus poblaciones. Los estudios y acciones de salvaguardia de las lenguas indígenas, por ejemplo, que se llevaron a cabo a finales del siglo pasado, cubrieron todo el territorio nacional y fueron liderados por un grupo de universidades y otras instituciones académicas privadas y estatales, entre las cuales la Universidad de los Andes fue un actor central en la formación de etnolingüistas, que ayudaron al reconocimiento de este sector de la población en textos tan importantes como la Nueva Carta Magna de 1991 y la Ley 1381 de 2010 o Ley de Lenguas.
En 1984, cuando fue creada la Maestría en Etnolingüística, con el fin de estudiar las lenguas colombianas, en un agitado ambiente académico de organizaciones indígenas, privadas, religiosas y oficiales se promovía la ampliación de la cobertura educativa del país a las comunidades indígenas y afro, a través del estudio de sus características particulares y de su manejo propio; no de manera impositiva para «integrarlos» a la nación, como se hacía hasta el momento con la «Educación contratada», en manos de una Iglesia que insistía en «civilizarlos» con el Evangelio para salvar sus «almas pecadoras» y de un Estado que les prodigaba migajas para suplir las necesidades de sus escuelas normales. Luego del esfuerzo por convencer a muchos de los pueblos indígenas sobre la importancia de adaptar sus lenguas orales a nuestro sistema de escritura, tanto con el fin de detener su acelerado cambio –que apunta a su extinción ante la continua presión del castellano– como para posibilitar una educación propia –pues consideraban que la única educación que requerían sus nuevas generaciones era la del blanco– los mismos indígenas pidieron aplicar el conocimiento de sus lenguas en las escuelas.
De esta forma, de un día a otro, varios etnolingüistas terminaron siendo «etnoeducadores», contribuyendo a una educación endógena desde elementos culturales e ideológicos propios, que para entonces ya contaba con intentos de maestros rurales indígenas y no indígenas, monjas, misioneros, antropólogos y hasta funcionarios públicos por hacerla realidad. La labor de las Prefecturas Apostólicas de Vichada y Vaupés; el Centro pastoral indigenista de Florencia, Caquetá y los huitoto con su colegio Mama búe; los padres claretianos con los waunana y los embera en la Diócesis de Quibdó, Chocó; las hermanas de la Madre Laura y la Secretaría de Educación de Antioquia con los embera; y de organizaciones indígenas como la de los arhuacos, en la Sierra Nevada de Santa Marta; el CRIC en el Cauca; el CRIT en el Tolima; la OREWA en el Chocó o la organización sikuani ÚNUMA en el Meta, son, para los ochenta, pioneros en este ya largo camino de la Etnoeducación en Colombia.
Hoy por hoy, la Etnoeducación en Colombia es una realidad y se concibe como el derecho a formar nuevas generaciones a partir de una cultura y un pensamiento autóctono forjado milenariamente por sus antepasados, y del pensamiento y cultura de la sociedad mayoritaria que los circunda. De una primera alianza en la década de los ochenta del siglo XX, entre la academia, la organización indígena y el Estado, cuando entonces se creó una oficina de Etnoeducación en el Ministerio de Educación Nacional, surgieron diversos caminos para aplicar sus lineamientos en las diferentes comunidades. Su ejercicio en la actualidad testimonia la más amplia gama de técnicas y procederes, acordes con la cosmovisión, organización y prácticas culturales de cada una. Entre las etnias indígenas se privilegia el silencio «para escuchar a la naturaleza y a uno mismo de vez en cuando», mientras que para nosotros es señal de ignorancia, apocamiento o timidez; los indígenas no enseñan dictando cátedra a nuestra manera sino que incitan a aprender al niño con el ejemplo, dejándolo ver; la percepción propia y los sentidos se anteponen al testimonio ajeno, es decir, se privilegia el auto descubrimiento por una enseñanza basada en la intuición –a la manera pestalozziana, más centrada en el aprendiz.
En algunas comunidades la etnoeducación ha representado el despertar de la conciencia del valor de la cultura y la lengua propia, formando estudiantes indígenas que rápidamente se apropian del mundo hispanohablante sin perder el suyo.
En algunas comunidades la etnoeducación ha representado el despertar de la conciencia del valor de la cultura y la lengua propia, formando estudiantes indígenas que rápidamente se apropian del mundo hispanohablante sin perder el suyo. En otras solo refuerzan la cultura, pues perdieron la lengua, pero en muchas comunidades la etnoeducación se ha quedado solo en nombre, pues bajo su amparo se ha continuado la «occidentalización», ya que los medios y motivos para mantener su cultura y lengua alternas se desdibujan más y más en un ambiente que privilegia la cultura nacional, la cual en su mayoría aún relega a los indígenas a ser folclor y a mostrar sus artesanías como lo mejor o único que tienen para presentar al resto de la sociedad; pero en el que su pensamiento y sabiduría se consideran de poca valía y los connacionales no escudriñan su conocimiento, bien sea desde la lengua o desde otras manifestaciones culturales, como lo hacen extranjeros.
También sus organizaciones y pueblos se han fortalecido en lo político con estos avances. Un Congreso Indígena Nacional se celebra cada cuatro años y otros regionales como el Congreso bianual del pueblo Embera. No obstante, tal vez por nuestra idiosincrasia, forjada a golpes de opresión y resistencia, con un sistema político de prebendas por favores o venganzas por traiciones, y al fuerte nepotismo desde la Colonia, entre los indígenas también proliferan individuos, organizaciones o familias cooptados por gobiernos y empresas, alejados de los intereses de sus poblaciones, gran problema que disuelve cada vez más a las comunidades. Ahora, con la apertura de las universidades a sectores de población marginados, donde los estudiantes indígenas pueden ser favorecidos, se espera estudien en igualdad de condiciones, con administrativos, profesores y estudiantes preparados a recibirlos. El país avanza, así sea paquidérmicamente, en el reconocimiento de sus sectores de población: blancos, afros, indígenas, mulatos, mestizos están empezando a mirarse el rostro verdadero y el de sus connacionales, no el que quieren encontrar «de mexicano o brasilero, norteamericano o europeo» sino el de ese colombiano triétnico del cual deberían sentirse orgullosos por todo su batallar.