El concepto de indulto, al fin y al cabo, parte de que las sanciones judiciales por delitos con connotaciones políticas pueden ser suspendidas y, en consecuencia, se acepta que acciones catalogadas como rebelión, sedición, asonada y conspiración pueden ser perdonadas. Acciones colectivas que caen jurídicamente bajo algunas de esas categorías, pueden ser descritas, a la vez, en términos políticos, como formas de desobediencia civil. En ese marco se abren, a primera vista, dos posiciones ideológicas: la del legalismo autoritario y la del liberalismo.
El primero no reconoce la posibilidad misma de delitos motivados, en últimas, por alguna noción de justicia y, en ese sentido, dotados de un carácter político. Su fundamento es, digamos, hobbesiano: la ley positiva, cuya interpretación radica exclusivamente en el poder soberano, es el único estándar de la justicia y, en consecuencia, no puede haber reclamos sobre la injusticia de las leyes. Aunque es innegable, en eventos como las protestas, la existencia de zonas grises entre actos puramente delictivos y actos políticos, desde esta perspectiva toda violación de la ley es, sin más, un acto delictivo. Si ningún delito puede reclamarse justo, y la apelación a alguna noción de justicia es aquello que hace un delito merecedor de un indulto, este último se queda sin fundamento. Más que ilustrativa es esta cita de Hobbes en De Cive: “si los jueces, corrompidos por regalos, favores e incluso por misericordia, rebajan los castigos y con ello alimentan en los malvados la esperanza de la impunidad, los buenos ciudadanos, asediados por asesinos, ladrones y bellacos, no podrán relacionarse libremente ni moverse en absoluto con libertad; más aún, el propio Estado se disuelve, y cada uno recupera su derecho de protegerse a su arbitrio” (XIII, 17).
Desde el legalismo autoritario, los miembros de la Primera Línea son delincuentes sin matices. El liberalismo reconoce, en cambio, la rebelión y la desobediencia civil como acciones contra la ley que no son equiparables a los delitos tradicionales, pero establece condiciones para su ejecución que, de no cumplirse, las equipara a estos últimos. Si, en términos rawlsianos, la ‘desobediencia civil’ es un acto político consciente, no violento y público de transgresión de una medida político-legal particular, dirigido contra las autoridades públicas, conforme al sentido de justicia de la mayoría y fiel, en todo caso, al espíritu de la más fundamental normatividad legal, actos como los de la Primera Línea no parecen cumplir, al menos, algunos requisitos de esta definición. Sus actos no fueron ‘públicos’ en el sentido de informar por anticipado a las autoridades públicas sobre su realización, incluyeron actos de violencia contra funcionarios públicos o contra derechos centrales en un Estado liberal – como la propiedad privada –y no resuenan necesariamente con el sentido de justicia compartido por las mayorías.
De manera contundente o matizada, diferenciándose, eso sí, en torno a la noción de delito político, legalistas de derecha y liberales de centro parecen así comulgar en rechazar un indulto a los miembros de la Primera Línea. Su diagnóstico de la situación comparte, además, otros elementos. En primer lugar, omiten las selectividades instaladas en el Estado. Resulta fantasioso pensar que quien acusa aquí es la Ley, en su majestad impersonal, y no la Fiscalía de Barbosa, asociada indudablemente al proyecto ideológico de la derecha. Se omiten, por ejemplo, la persecución legal y los montajes judiciales de los que fueron víctimas muchos jóvenes durante el Paro Nacional de 2021. Se ignora cómo la imputación de delitos puede ser, perfectamente, una estrategia de creación o magnificación de delitos para deshacerse de adversarios políticos. El ingenuo institucionalismo centrista muestra aquí sus efectos. En segundo lugar, se excluyen las dinámicas internas de la movilización. Se parte de un escenario abstracto en el cual se hallan la ley y el delito, pero no actores concretos inmersos en una movilización en la cual intervinieron, por ejemplo, civiles armados o infiltrados de la policía que disparaban contra los manifestantes, y cuyo desarrollo, a modo de una batalla callejera, se desenvolvió en medio de un confuso intercambio de acciones y reacciones. Poner la discusión en ese plano – normas vs. actos transgresores – equivale a neutralizar, muy convenientemente, ese nivel de observación. En tercer lugar, convertir la protesta en un asunto entre el Estado y algunos ciudadanos díscolos resulta sospechoso cuando, como se vio en el Paro del 2021 en las acciones contra entidades bancarias, el propósito era castigar grupos beneficiados por la Reforma Tributaria de Carrasquilla. Se trataba de una lucha contra diversos sectores del ‘establecimiento’.
Desde una tercera perspectiva ideológica, la de la democracia radical, muchas de las acciones de miembros de la Primera Línea constituyen formas radicales de desobediencia civil que merecen, por tanto, un estatus político y ameritan, como tales, un indulto. Aunque las motivaciones de la acción siempre son complejas, y varían a lo largo del desarrollo de un evento, resulta difícil negar que entre los motivos desencadenantes de los actos de protesta se hallan reivindicaciones que implican una cierta noción de (in)justicia.
A este punto de partida para justificar un indulto habría que añadirle, primero, debido a las selectividades institucionales, una duda razonable sobre los hechos y protocolos que justifican una condena; segundo, la diferenciación entre las razones que impulsaron inicialmente una acción y las acciones delictivas cometidas en el calor de una confrontación y unidas, en algunos casos, a agravios procedimentales en el manejo de la protesta; tercero, la desconexión entre el daño a bienes públicos y el carácter no político de una acción, pues, así pueda haber daños o robos sin carácter político – como efectivamente los hubo en el Paro del 2021 –, la política no termina necesariamente donde comienzan los derechos de los propietarios. El involucramiento de facto, por parte de organizaciones del sector privado, en el impulso y amparo de ciertas políticas gubernamentales, terminó deparando en una forma, drástica sin duda, de rendición de cuentas.
La desobediencia civil no deja de ser por ello desobediencia y tener consecuencias penales. El indulto parte de la existencia de una sanción jurídica. No obstante, la civilidad de la desobediencia no remite aquí a concordar con los criterios normativos de mayorías significativamente derechizadas y protestar con buenas maneras, sin tomas del espacio público, vidrios rotos, moretones y altercados. Más bien radica en hacer valer el poder ciudadano, de manera dramática, cuando algunos poderes, visibles e invisibles, vulneran o ignoran la dignidad de ciertos agentes. La democracia también puede presentarse como asonada.