Forma parte del Consejo Consultivo de Mujeres, una institución de participación distrital, encargada de proponer y hacer rendir cuentas al gobierno local de Bogotá sobre todas las cuestiones de género. También forma parte de diferentes grupos locales. Aunque está muy ocupada con sus responsabilidades de militancia y de cuidado, también encuentra tiempo para soñar, con algunas de sus amigas activistas, con un proyecto comunitario para cuando sean mayores. Tienen una utopía tipo «herland»[1] para su futuro, en la que encuentren la manera de cuidarse de forma sostenible. Juntas sueñan con irse a un pueblo más cálido de la Colombia rural y hacer allí pedagogía, exportando su principal objetivo cumplido en su activismo: el sistema de cuidados de Bogotá. El dinero siempre escasea. A diferencia de los activistas de otras partes del mundo, estas activistas cotidianas no tienen ayudas, ni salarios, ni un salón de reuniones propio. Pagan sus transportes y sus paquetes de datos, corren de reunión a reunión y organizan ollas populares, huertas, recorridos, eventos, etc. muchas veces de su propio bolsillo. Trabajan, como dicen en Colombia, “con las uñas”. Tienen una red de activistas. Hacen milagros con sus celulares. Conocen de temas como gentrificación, derechos ambientales, violencia, y un larguísimo etcétera. Muchas no han terminado el bachillerato y hablan como profesionales universitarias sobre estos temas y otros. Siempre están ocupadas. Siempre están tejiendo ciudad.
La realidad de Bogotá no es distinta a otros lugares del tercer mundo donde muchas activistas urbanas son mujeres, que cuidan dentro y fuera de casa, que tejen ciudad y no son reconocidas por ello. A diferencia de muchas otras activistas en el mundo, a pesar de esta enorme precariedad en su activismo, han tenido éxito. Estas activistas feministas populares en Bogotá están en la base del Sistema Distrital de cuidado inaugurado en 2020. Ellas propusieron esto a la alcaldesa Claudia López, entonces candidata. La idea venía de una necesidad sentida y del accionar de otros grupos feministas que venían trabajando en la idea de reconocer y redistribuir el trabajo no remunerado de cuidado. Cuando estas historias viajan, como ya lo está haciendo el SIDICU, que se ha vuelto rápidamente famoso y está queriendo ser adaptado por movimientos sociales y gobiernos locales y nacionales en el mundo, suelen viajar sin estas protagonistas. En el proyecto Change Stories y en el Laboratorio Urbano, estamos recuperando estas historias, aprendiendo de ellas con admiración y curiosidad. Como dijo Lorenzo, uno de nuestros estudiantes, “A. está haciendo activismo desde antes de que yo naciera”.
[1] Herland es una novela de la socióloga y escritora Charlotte Perkins Gilman. Si no la han leído, adelante. Si aún piensan que Marx, Weber y Durkheim son los únicos padres de la sociología, conozcan a una de las madres, que de hecho desnaturaliza el rol materno y pone el énfasis en la
¿Qué lleva a estas activistas a movilizarse, sin recursos y con poco reconocimiento? ¿Qué las lleva a movilizarse usando a veces medios institucionales y a veces más autónomos?
Esta es una pregunta profunda de la literatura sobre movimientos sociales. Seguiremos investigando sobre ella, pero ya vemos que las redes de reclutamiento y las redes de pertenencia son claves, además de por supuesto encarnar en sus vidas las injusticias de género y clase que las segregan en el mercado laboral, que las someten a violencias, que las recargan de cuidado. Además, hay una búsqueda por trascender, una búsqueda por encontrar la dignidad, el sentido, en una sociedad profundamente desigual donde para muchos, y sobre todo para muchas, estas búsquedas tienen techos y paredes no de cristal sino de cemento.
Escrito por:
María José Álvarez Rivadulla