Editorial

Como ya mencioné en otra ocasión, la crisis económica, política y ética que está atravesando el mundo, me recordó La gran transformación, de Karl Polanyi, publicado en 1944. Sostenía Polanyi que el liberalismo económico se caracteriza por tratar de poner en marcha el utópico proyecto de una economía autorregulada, cuyo resultado ha sido la destrucción de los fundamentos morales, políticos y económicos de la sociedad moderna. Quiero hoy analizar otras dimensiones de la reciente crisis económica mundial, resultantes de la tensión entre la economía, la política y la ética.

Desde esta perspectiva, la crisis financiera de los últimos años no es la causa sino la manifestación y el detonador de una crisis económica de raíces más profundas que, aunque compleja en sus detalles, es fácil de sintetizar: se trata del estallido de una burbuja de deuda bancaria tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido y otros lugares del mundo, provocada por la expansión de los créditos de consumo, irrecuperables porque muchos ellos se otorgaron con garantía de hipotecas subprime a prestatarios con escasas perspectivas de pago. La combinación de un veloz aumento de los precios de las acciones, la especulación individual y la gran disponibilidad de capital de riesgo, crearon un ambiente financiero exuberante. El estallido de esta burbuja en 2008 fue el inicio de una recesión de magnitudes históricas en los países occidentales.

La dimensión financiera de la crisis, a su vez, expresa uno de los elementos de la crisis sistémica: su aspecto cultural y moral. La sociedad capitalista —siguiendo a Daniel Bell y Jürgen Habermas— es un sistema constituido por tres ámbitos que funcionan con lógicas diferentes: el orden tecno-económico, el orden político y la cultura. Son las tensiones y las confrontaciones entre estos tres ámbitos, las causantes de las contradicciones y las crisis de la sociedad contemporánea.

El sistema tecno-económico está constituido por la producción, la generación de empleo y la asignación de bienes y servicios. Este sistema se rige por la a racionalidad instrumental y la acción que se deprende de allí es la estratégica y la orientada al éxito, el cual se mide en términos de utilidad y de satisfacción de necesidades de consumo, cada vez más amplias, porque el desarrollo tecnológico y el mercado desplazan permanentemente el horizonte de necesidades, deseos y expectativas de la sociedad.

Al sistema político corresponden la justicia, el control legitimo del uso de la fuerza y la regulación de los conflicto sociales. Este ámbito opera con la lógica de la legitimidad, la inclusión, la igualdad y la equidad. La política actúa mediante el uso del poder social institucionalizado, a fin de realizar las concepciones del orden que resultan de la correlación de fuerzas sociales y que se expresan en las normas y las constituciones de las sociedades.

En tercer lugar, está el sistema cultural, entendido aquí como la manifestación de la enorme libertad moderna para la realización y expresión del yo, que ha llevado a un individualismo estetizante y, según Bell, “para lograr esta autorealización hay una negación de todo límite o frontera puestos a la experiencia”.

Estos tres ámbitos estaban articulados hasta el siglo XIX, en especial, la economía y la cultura, como lo demuestran los análisis de Weber sobre la relación entre la ética protestante y el desarrollo del capitalismo, pero experimentaron una progresiva separación y fragmentación a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. Siguiendo a Weber, Bell afirma que en las fases iniciales del capitalismo, el consumo suntuario fue controlado por la ética protestante. Pero esta ética fue socavada, no tanto por la secularización, sino por el propio capitalismo; por el crédito inmediato y el pago en cuotas. Si bien antes era menester ahorrar para poder comprar, hoy con la masificación de las tarjetas de crédito se hizo posible lograr gratificaciones inmediatas y el sistema se transformó debido a la producción y el consumo masivos, la creación de necesidades y de medios para satisfacerlas. La sociedad de las necesidades dio paso, entonces, a la sociedad de los deseos. Si algún día el ethos del capitalismo se guió por los valores de la libertad, la autorresponsabilidad, el incremento de la calidad de vida y, por tanto, de la emancipación respecto de la necesidad, hoy el individualismo hedonista se ha convertido en la justificación cultural y moral del capitalismo. La actitud especulativa en el mercado financiero es una manifestación de este hedonismo, que ha afectado la capacidad de la economía en su conjunto, para mantener el crecimiento y redistribuir sus beneficios.

El individualismo hedonista ha producido cierta indiferencia o neutralidad respecto de las implicaciones sociales de los comportamientos individuales, es decir, ha generado un déficit de responsabilidad social en el comportamiento de los individuos y, más específicamente, de los actores económicos. Para el caso específico de la actual crisis, la especulación financiera ha desplazado el trabajo productivo como fuente de generación de riqueza y ha afectado negativamente el comportamiento de los agentes económicos, al minimizar el papel que los criterios éticos y morales juegan en la economía y la sociedad. Ejemplo de ello es el hecho de que se ha llegado a especular, incluso, con los alimentos, produciendo escasez artificial y hambrunas en muchos lugares del planeta. Por ello, analistas económicos de orientaciones teóricas e ideológicas tan diversas como Amartya Sen, Immanuel Wallerstein o Joseph Stiglitz coinciden en señalar que para lograr hoy un sólido sistema capitalista es necesario volver a una ética de responsabilidad social, retomar el papel esencial de la política, a través del Estado, para regular la economía, disciplinar el mercado y garantizar un adecuado comportamiento de los actores económicos.

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