Editorial

El ambiente de descontento refleja un franco rechazo al jefe del Estado, con su objetivo de volver a hacer de “América” una nación grande y con las medidas que, para ello, acompañan su mandato desde enero del 2017: entre otras, seleccionar y controlar drásticamente la inmigración; poner fin al sistema de salud promovido por su predecesor, el presidente Obama; negar el cambio climático y hacer la apología de las energías fósiles; acabar con los territorios sagrados de los nativos americanos; u oponerse a cualquier revisión de la segunda enmienda constitucional, la cual autoriza el porte de armas de fuego.  Queda claro que la llegada de un quinto juez nombrado desde la orilla del Partido Republicano al máximo órgano de la justicia federal permitirá seguir afianzando jurídicamente este tipo de políticas.

Pero la protesta va incluso más lejos. Encarna la denuncia del sexismo que –al lado del racismo– marca paralelamente el paisaje político y un sinnúmero de víctimas cotidianas. Entre los manifestantes, no solo están quienes se identifican como “sobrevivientes” de agresiones sexuales, sino también quienes quieren demostrar su solidaridad contra esta adversidad, durante mucho tiempo silenciada, pero poco a poco dada a conocer al mundo a raíz de la expansión del movimiento #MeToo.

Y es que en contra del candidato designado para entrar en el exclusivo grupo de jueces supremos, se ha formulado una acusación de tentativa de violación, lanzada por Christine Blasey Ford, una destacada académica que se presentó como su victima directa, años atrás, cuando ambos eran adolescentes.  Desde mediados del mes de septiembre ella puso los hechos al descubierto, contribuyendo con ello al aplazamiento parcial de la nominación del juez.

Durante semanas el tema se convirtió en la principal noticia nacional. Paralelo a una “investigación exprés” a cargo del FBI, cada parte rindió testimonio ante el Senado –y el país quedó paralizado frente a la transmisión televisiva de las audiencias. Al lado de las estrategias y peleas partidarias por el control del cargo decisivo dentro de la Corte, vinieron otros debates alrededor de un dilema: presunción de inocencia garantizada por la Constitución, por un lado, versus la palabra de las víctimas de delitos sexuales y los derechos de las mujeres, por el otro –con la cuestión de la conveniencia, o no, de la llegada del mencionado juez a la Corte, como telón de fondo. Por su parte, el presidente Trump habrá agregado, para la reflexión: “Son tiempos de miedo para los hombres” (sic).

Nueva York, Union Square, sábado 6 de octubre, seis de la tarde. Amargura pero ninguna sorpresa. Aunque sea por la diferencia ínfima de dos votos, el sufragio del dividido Senado ha sido favorable al juez Kavanaugh. Al día siguiente, el presidente Trump ofrecerá una recepción en la Casa Blanca en honor al juez Kavanaugh, durante la cual le pedirá perdón “en nombre de la nación, por el dolor y el sufrimiento terribles” a los que él y su familia habrán sido confrontados (sic).

Pasar por alto la posibilidad de recurrir a una investigación a profundidad antes de validar la llegada de Brett Kavanaugh a la Corte Suprema sin duda dejó un mal sabor para la democracia estadounidense; más allá de la solidez institucional, parece revelar imperfectos en el funcionamiento práctico de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.  Queda la pregunta sobre cómo irá ejerciéndose la justicia desde la Corte Suprema y cuál será el posible “efecto Kavanaugh” en las elecciones del próximo 6 de noviembre.  Mientras tanto, en Nueva York como en Washington, desde Alaska hasta Florida, continúa expresándose la resistencia.