Editorial

Hace unas semanas cayó en mis manos el hermoso y lúcido ensayo de Hannah Arendt sobre el juicio realizado entre 1961 y 1962 en Jerusalén al ex oficial de las SS Adolf Eichmann (Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, 1963). Este encuentro literario, surgido a su vez de la lectura de la dura y polémica novela Les Bienveillantes (2006) de Jonathan Littel, me hizo pensar en la digestión que está haciendo el país, y aún debe hacer, de las terribles violaciones a los derechos humanos ocurridas durante las últimas décadas.

Su aproximación a tan delicado episodio le acarreó a Arendt durísimas críticas, particularmente por dos de sus tesis principales. Por un lado, perpleja como muchos ante el hecho de que millones de judíos hubieran sido sistemáticamente asesinados casi sin oposición, sugiere que aquello no podría haber sucedido sin la complicidad no sólo de grandes capas de la población gentil de Europa sino de los mismos líderes de la comunidad judía en quienes confiaban las víctimas. Por otro lado, Arendt lamenta el énfasis que el joven Estado de Israel puso en la dimensión “pedagógica” del juicio, con lo que esto implicó no sólo en términos de deformación del victimario, presentado como psicópata sanguinario, sino también de la transformación del reo en símbolo abarcante, en la encarnación misma de la Alemania nazi y, como tal, en orquestador principal de todos los aspectos y detalles del Holocausto. Ante esto, Arendt rescata la importancia de recrear con evidencias los hechos tal cual ocurrieron, de remitirse a las responsabilidades concretas del procesado en tales hechos; en fin, de hacer justicia en el sentido estricto del término.

La autora también desarrolla su tesis más conocida y sugerente sobre la banalidad del mal. A riesgo de invadir los territorios de quienes en el país y concretamente en el Departamento de Ciencia Política dedican su saber y su pasión a las complejidades de la memoria y de la justicia transicional, temas en los que no soy, ni mucho menos, especialista, no puedo reprimir el acto reflejo de intentar intuir qué luces pueden proyectar los postulados de Arendt sobre el caso colombiano. Entrevistas a jefes de las autodefensas hoy presos (como la de Freddy Rendón el pasado domingo en El Espectador), donde éstos se retratan como ciudadanos del común forzados por las circunstancias al crimen atroz, evocan sin duda esta idea de la banalidad del mal; y no es por el alias del entrevistado. Surge también de ahí, y sé que no digo nada nuevo, la enorme importancia y la gran dificultad de acercarnos a la verdad y a la justicia, de reconstruir cada crimen con el mayor detalle posible, de desvelar y castigar las responsabilidades y complicidades individuales concretas, sin hipocresías pero quizás también sin grandilocuencias, para que tal vez algún día las masacres, las motosierras, las cadenas en la selva y los “fosos de los leones” resulten para todos los colombianos tan inconcebibles y aberrantes como lo son hoy para la humanidad los campos de exterminio del Tercer Reich.