En su artículo Time and Heritage, el historiador François Hartog afirma: “El patrimonio es un recurso usado en tiempos de crisis y si en estos momentos nos referimos a ello es una ilusión intentar establecer un significado único de la palabra” (2005:15). Esta afirmación tan provocadora nos permite reflexionar sobre las diferentes polémicas que ha suscitado lo que entendemos por patrimonio, sobre todo, desde que la pandemia del Covid-19 empezó, en marzo de 2020, y todavía no termina. Hemos sido testigos, a lo largo y ancho del mundo, de un sinnúmero de movilizaciones sociales que han desafiado la actual crisis sanitaria. La calle, como siempre, se ha convertido una vez más en escenario de la búsqueda de la dignidad frente a los distintos gobiernos que se han mostrado ajenos a las demandas de los ciudadanos y sus derechos. La distancia social creada bajo el manto del Covid ha dejado ver las caras más complejas y funestas de nuestras realidades latinoamericanas. Si la crisis de Hartog logra empujar a la creación de nuevos sentidos patrimoniales, valdría la pena saber qué es lo que estamos a punto de presenciar frente a un futuro que aún nos parece incierto y perturbador.
En este momento, 2021, ya no es posible hablar de definiciones si no es para rebatirlas y entender que los procesos sociales, como el patrimonio cultural, son dinámicos y cambian constantemente. Desde la Convención de 1972 de la UNESCO para la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural y con la Convención para la Salvaguarda y Protección del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003 han sido muchas y muy variadas las formas en que las diversas comunidades han adoptado el concepto. La UNESCO ha puesto su acento en la comprensión del patrimonio en un sentido más amplio del término, a entenderlo como un proceso que “suministra” a las distintas sociedades un “caudal de recursos que se heredan del pasado” 1 creando un nexo con el presente y el futuro. Dicha concepción intenta abarcar la multiplicidad de pasados que pueden ser abiertos en cada situación del presente, pero a la vez es parte de una compleja paradoja: el pasado aparece como un recurso, y desde esa condición, lo vincula a utilidades específicas. Si nos ubicamos dentro de esta reflexión, su “uso” puede devenir en un vaivén, no solo de intereses e ideologías políticas alineadas a credos neoliberales, sino en la fantasía de articular una “historia total”, o si esto fuera posible. Además, esto supone una mirada sobre la misma producción del conocimiento histórico: ¿cuál es el lugar o lugares “legítimos” o sus propias formas de circulación y consumo?
Desde estas perspectivas abiertas, podríamos preguntarnos: ¿qué es digno de proteger y preservar, por qué y cómo? Estas son preguntas universales, con distintas respuestas; sin embargo intentan referirse a una preocupación de hace tiempo relacionada con lo que el académico Andreas Huyssen anota: “La obsesión del público contemporáneo con la memoria se estrella contra un intenso pánico público del olvido” (2003:16). Así, pareciera que la gran mayoría de los esfuerzos y ejercicios de memoria son luchas contra el olvido, quizás porque los eventos que recuerdan y representan son demasiado horribles para que la gente pretenda que nunca sucedieron. Pareciera a primera vista entonces que la memoria y el patrimonio tienen en común la intención de recordar y salvaguardar, pero esta relación es más compleja porque las respuestas culturales a las preguntas mencionadas con mucha frecuencia se convierten en campos de batalla. Podríamos decir, por lo tanto, que el patrimonio y la memoria al intentar solo recordar y preservar jerarquizan los procesos sociales y promueven competencias innecesarias. Además, la pandemia del Covid nos ha demostrado cómo el patrimonio, así como la memoria, debe pensarse no solo con relación al pasado sino al presente y futuro. Aunque esta idea de preservación está basada sobre buenas intenciones, es problemática porque no considera cómo funcionan los diversos procesos sociales y culturales. En algunos casos, los grupos deciden qué se convierte en parte de su patrimonio y qué quieren recordar; así que si una tradición se olvida en ausencia de represión cultural es porque probablemente ciertos actores culturales querían que así fuera. Muchas veces son los propios gobiernos locales, alineados a ciertas agendas políticas, que buscan posicionar o “inventar” tradiciones, adheridas a las lógicas del mercado turístico e incluso a la idea de conmemoración cívica “relevante”. En este sentido, algunas prácticas culturales entran en estas dinámicas abiertas y terminan transformando sus experiencias hacia un consumo diferenciado, o más bien, en recreaciones históricas que miran a la historia como una especie de exterioridad, ajena a la propia experiencia de vida.
Protestas 5M- 2021, Bogotá. Fotografía por Alejandra Enciso
En el contexto de la Convención para la Salvaguarda y Protección del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003, muchas comunidades locales parecía que encontraron un espacio para reconocer sus tradiciones. Sin embargo, no todas las expresiones culturales se vuelven patrimonio y como dice la historiadora Jesica Moody; “…[este] no es [solo] una cosa física que quedó del pasado sino un entendimiento construido activamente, un discurso sobre el pasado que siempre está fluctuando” (2015:113). Moody y su aproximación al concepto de patrimonio está de acuerdo con usos contemporáneos de la memoria, como el de Huyssen (2003), que dice que no es suficiente recordar o representar el pasado sino concebir alternativas para el futuro. Podríamos pensar, incluso, cómo el patrimonio muchas veces se nos presenta como “evidencia”, o desde la idea de que deberíamos aprender a “mostrar algo” o que deberíamos hacerlo “visible” (Rufer, 2016). Esto llega a conflictuarnos sobre el sentido otorgado a la idea de inmaterialidad en una supuesta visibilidad pública que las comunidades deberían estar dispuestas a salvaguardar, más allá que como práctica cultural haya estado presente en ausencia del propio Estado. En cierta manera, el patrimonio hace uso de una suerte de ventriloquía que responde a una de las formaciones discursivas dominantes necesarias para el sostenimiento de las representaciones del pasado que nacen en el seno de una nación ideal y su administración (Guerrero, 2010).
Es importante, entender el patrimonio y la memoria no solo como procesos relacionados con el pasado que ofrecen una mejor comprensión de casos particulares, sino también como espacios aprovechados por algunas comunidades, como los aproximadamente 30 lugares de memoria en Colombia, en los cuales se representan historias violentas dedicando atención al presente y futuro de sus pueblos (Red Colombiana de Lugares de Memoria, 2021). Además, la mayoría de movilizaciones sociales ocurridas en los distintos países desde México, Ecuador, Chile, y ahora Colombia, nos han mostrado la necesidad de repensar el pasado desde su particularidad presente. Varios monumentos y estatuas han sido intervenidos, colocándolos en medio de la discusión sobre lo que hemos olvidado, o quizá cómo ese pasado representado ha sellado un olvido. La pregunta que nos queda pendiente es saber si queremos volver a pensar un pasado monumentalizado, o si necesitamos formas distintas de acercamiento a él.
Más aún, son las mismas comunidades quienes eligen qué preservar y deciden cuáles saberes proteger. En este sentido, y de acuerdo con La memoria, la historia, el olvido de Paul Ricoeur (2004), y la posición de Moody, no todo se recuerda. Ricoeur destaca el significado cultural del olvido que se convierte en parte significativa de los procesos históricos de memoria, por tanto, relevante cuando pensamos en el patrimonio. El filósofo francés también abre la discusión sobre cuándo y cómo las diversas culturas eligen no olvidar, omitir recuerdos específicos y seleccionar libremente cómo quieren que las nuevas generaciones perciban su pasado. En este sentido, no podemos esperar que los símbolos o representaciones patrimoniales permanezcan inalteradas, porque eso equivaldría a su muerte cultural.
Si estamos de acuerdo en que patrimonio son las expresiones culturales materiales e inmateriales que los miembros de un determinado grupo social elijen recordar y transmitir a futuras generaciones, es necesario detenerse a pensar sobre lo que esto significa. Pareciera que durante la pandemia del Covid-19 la necesidad de jerarquizar el pasado ha cobrado más importancia de la necesaria llevando a posiciones rígidas sobre quién tiene derecho a salvaguardar su pasado por ser el “verdadero”. Estamos viendo cómo la competencia por determinar qué se debe preservar, recordar, y cómo, está adquiriendo matices de violencia que algunos pensamos había amainado (Rothberg, 2009). Es más, en esta disputa por definir cuál es el patrimonio que tiene que seguir vigente, hemos vuelto a prácticas colonialistas, como la de asumir la voz de las minorías étnicas, las cuales han vuelto a caer víctimas de caracterizaciones binarias como lo nota la antropóloga Sally Price (1989, 2001) cuando irónicamente señalaba cómo un conocedor o persona, generalmente un hombre blanco, es percibido como alguien “impecable, bien criado, bien educado y bien vestido, discreto en su forma de actuar, seguro de sí mismo, mesurado en sus juicios y sobre todo un hombre de extremo buen gusto”; mientras que un “salvaje” o “primitivo” en ocasiones ni siquiera está vestido, no tiene educación alguna, es ruidoso y jamás podría tener algún conocimiento en asuntos de gusto y arte.
La cita anterior demuestra cómo el concepto de patrimonio se ha visto permeado por prejuicios y estereotipos que al intentar ser refutados se convierten en posturas inflexibles que desembocan en conflictos, muchas veces, violentos. No es posible pensar en consensos alrededor del patrimonio mientras no entendamos que este no puede encasillarse en ideas estáticas y anacrónicas. ¿Cómo empezamos? Pensaríamos que revisando una historia contada por los vencedores de batallas y “grandes hombres” para incluir voces que claman porque sus patrimonios también sean salvaguardados y recordados. Hablamos, además, de derecho a la libre determinación, el cual implica que cada pueblo puede decidir cómo contar su propia historia (Constitución Política de Colombia, 1991, Articulo 9).
En suma, el momento histórico en el cual vivimos ha puesto de relieve complejas discusiones que teníamos pendientes, o podríamos decir, que siempre han estado allí. El virus se ha vuelto hacia nosotros como una gran tormenta que revela las ruinas que se han dejado al paso, tal como Walter Benjamin alguna vez anotó al referirse a su famoso Angelus Novus. Valdría la pena preguntarnos qué necesitamos, o, mejor dicho, qué de esas experiencias nos dan nuevos sentidos de vida, o por último, qué utopías son posibles en un mundo que parece cada vez menos presto a escuchar a la experiencia de lo vivido como posibilidad y que se vuelca a regalarnos imágenes e imaginarios de globalidades digitales.
Notas
1 UNESCO, “Patrimonio”, disponible en: https://es.unesco.org/creativity/sites/creativity/files/digital-library/ cdis/Patrimonio.pdf.