En las últimas tres décadas del siglo XX, y de modo inexorable ya en el siglo XXI, los museos fueron ganando cada vez más protagonismo. A su misión original de conservar, estudiar y difundir una colección, fueron sumándose gradualmente nuevos objetivos. Las funciones y usos de los museos se han ido resignificando y su relevancia social creció tanto como su poder simbólico.
En poco tiempo, los museos se han transformado en extraordinarios focos de interés de la vida en sociedad. Las modernas estructuras arquitectónicas que albergan sus colecciones debieron renovarse para hacer frente a los nuevos modos de exhibición de la contemporaneidad. Erguidos como espacios de encuentro e intercambio, los museos han sido motor del despliegue de múltiples actividades culturales, educativas, lúdicas, turísticas, comerciales y de esparcimiento. Los museos ocuparon un lugar central en las grandes urbes, constituyéndose en sitios de referencia y representación del interés por la cultura en las diferentes sociedades y en insoslayables íconos arquitectónicos que, en ocasiones, llegaron a definir la identidad de una ciudad.
La proliferación del turismo internacional, consecuencia de la mayor accesibilidad para viajar, ha hecho de los museos citas obligadas para cualquier viajante, tenga este un particular interés por estas instituciones o no. Prácticamente ya no es posible visitar París sin pasar por el Louvre o el Pompidou; Madrid, sin pasar por el Prado o el Reina Sofía; Nueva York, sin visitar el MET o el MoMA. Antes de que se declarara la pandemia, los grandes museos recibían cientos de miles de visitantes, y Buenos Aires no era ajena a ese fenómeno: al Museo Nacional de Bellas Artes acudían más de seiscientas cincuenta mil personas al año, de las cuales un 30% eran turistas de todo el mundo. Aquí y en el exterior, era un paisaje común observar largas filas para ingresar a una exposición, e incluso era necesario reservar entradas con antelación para poder acceder a resonantes exhibiciones o a las colecciones de muchas instituciones.
La irrupción de una problemática tan compleja y acuciante como el Covid-19, que obligó a un aislamiento a escala planetaria, ha impactado también en los museos. Cerradas al público en una primera etapa, al no poder brindar la experiencia de la visita física, las instituciones de todo el mundo han coincidido en la necesidad de buscar nuevas formas para cumplir con su misión.
Ante esta situación inédita, han asumido el desafío multiplicando su presencia en las redes sociales y en los medios de comunicación, proponiendo visitas virtuales, proporcionando acceso e información digital sobre sus colecciones, además de cursos y actividades pedagógicas a distancia. Esta labor ha permitido mantener activa cada institución y su conexión con el público, facilitando un acercamiento a las obras de arte centrado en la percepción individual a través de dispositivos digitales. Como es del todo evidente, estos median y formatean la experiencia estética, son herramientas de interpretación y diálogo crítico con las obras, pero son incapaces de sustituir la experiencia en los términos en que venimos describiéndola, cuya condición mínima es la visita física al museo. Entrar a un edificio, caminar y perdernos en sus salas y corredores, detenernos en las obras y objetos que llaman nuestra atención, demorarnos en ellos, recorrerlos con la mirada, percibirlos en profundidad, bien expuestos e iluminados, en un ámbito amplio y silencioso que colabora para que tengamos una experiencia sensible significativa.
La mediación tecnológica ofrece una perspectiva posible, pero debilita nuestro rol de espectadores: cancela la espacialidad, borra las texturas, abstrae de nuestra memoria sensorial la acción de la mirada sobre la superficie de las obras. La pantalla nos brinda una idea, invita al concepto, pero no reemplaza la experiencia perceptiva directa, que es singular e intransferible.
La aparición de nuevos dispositivos y lenguajes, como la fotografía, el cine, la televisión y el internet, agitó en cada época el fantasma de la pérdida del aura de las obras de arte. Sometida a la posibilidad de la multiplicación infinita, la obra de arte visual (pero también el teatro, la música y cualquier manifestación que requiriera la participación activa del espectador) se veía amenazada en su singularidad y, con ello, en su estatuto artístico. Sin embargo, nada de eso ha sucedido. Más bien, cada una de las nuevas tecnologías permitió abrir un campo alternativo, en diálogo con las disciplinas a las que se suponía que sustituirían. Así como el cine no terminó con la novela ni con el teatro, los dispositivos tecnológicos de la presente época y las posibilidades de circulación que plantea internet han alentado nuevos lenguajes artísticos de gran vitalidad. Pero todos ellos tienen su cifra en la experiencia del espectador, que, como decía Borges y ya es un lugar común, completa la obra. La vida virtual, entonces, no sustituye la experiencia, aunque es en sí misma un nuevo tipo de experiencia, diferente.
La tecnología nos permite visitar cualquier rincón del planeta a través de un clic. Podemos visualizarlo, informarnos, estudiarlo, sumergirnos virtualmente, pero estas acciones no tomarán el lugar de todo aquello que podemos ver, hacer y sentir con nuestra presencia real en un espacio real. Del mismo modo sucede con los vínculos afectivos y sociales. Aunque virtuales, son reales, pero su desarrollo en el terreno de la virtualidad no es equiparable a la experiencia fáctica del encuentro humano.
De a poco, los museos van adaptándose a la nueva normalidad, a través de la implementación de protocolos, de distancia social y de cambios en el uso de los espacios que, sin dudas, modificarán la dinámica que venían teniendo. Los problemas y desafíos que deben afrontarse de cara al futuro son múltiples, pero quizás uno de los pocos beneficios que se avizoran sea el cese de la búsqueda indiscriminada de la masividad, que impedía o por lo menos dificultaba la posibilidad de disponer de un ámbito y un clima favorables a la experiencia sensible frente a la obra de arte.
Por último, y para reflexionar sobre la situación que plantea al mundo del arte esta pandemia, podemos apelar a la historia, aunque sin desconocer la novedad y anomalía que estamos atravesando. Tras cada catástrofe –pestes, guerras, tragedias naturales, caídas de civilizaciones, crisis económicas–, el arte siempre ha podido reconfigurarse, tanto en sus formas, modos de circulación y consumo como en sus estéticas y funciones. La Venus de Milo o la Victoria de Samotracia nos llegan milenios después del fin de la civilización que las sustentaba y, sin embargo, logran comunicarnos el espíritu de la cultura helénica, aún en lo que queda de ellas, o precisamente merced a la devastación que padecieron. Para el mundo del arte, el mayor desafío será reinventarse en las nuevas condiciones. No sabemos cómo quedará configurada la realidad luego de esta crisis, aunque intuimos que la pandemia dejará secuelas importantes. Y si bien esta encrucijada es nueva, no lo es la necesidad de reinvención en el campo del arte, que es finalmente un universo dinámico y en eterna expansión. La revisión de sus parámetros es una constante en la historia. O, podemos decir, es su historia. La historia del arte es la historia de sus múltiples mutaciones.