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¿Qué pueden aportar los feminismos y los enfoques de género al concepto decimonónico de patrimonio cultural?
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El enfoque de género parte de la pregunta por las mujeres y exige que se visibilice su situación frente al objeto de análisis. Las feministas han invertido mucho al proyecto de visibilizar los aportes de las mujeres a la cultura, haciendo hincapié en la conexión íntima entre la producción de las mujeres y su lugar en lo doméstico y reproductivo. Algunas mujeres han mostrado la “imposibilidad” de la escritura de las mujeres y han subrayado el valor de la escritura que reta lo imposible. Otras mujeres han recogido y apreciado las tradiciones y saberes de las mujeres como cuidadoras y han exigido su valorización.
Ahora bien, el concepto de patrimonio cultural con el que se opera actualmente no es necesariamente ajeno a este proyecto. Según la UNESCO:
“El patrimonio cultural en su más amplio sentido es a la vez un producto y un proceso que suministra a las sociedades un caudal de recursos que se heredan del pasado, se crean en el presente y se transmiten a las generaciones futuras para su beneficio. Es importante reconocer que abarca no sólo el patrimonio material, sino también el patrimonio natural e inmaterial.” (Unesco, Patrimonio disponible en: https://es.unesco.org/creativity/sites/creativity/files/digital-li- brary/cdis/Patrimonio.pdf)
El sesgo que lleva a que solamente las obras ideadas y construidas por hombres sean finalmente declaradas como parte de esta categoría es más el resultado de la operacionalización de los criterios y su aplicación por varones y mujeres sin enfoque de género. También es cierto, sin embargo, que las mujeres, en la medida en la que nos reconocemos como parte legítimamente integrante de los grupos sociales que viven y se proyectan en estas obras como obras colectivas, no nos sentimos extrañas a ellas.
¿Quiénes, cómo, qué y porqué ganan y pierden al naturalizar e institucionalizar el imperativo de conservar y celebrar la herencia del padre?
En el caso colombiano, a diferencia de lo que ocurre con otros países y tradiciones, las mujeres hemos sido propietarias, hemos recibido nuestra parte “igual” de la propiedad en la sucesión de padres y madres y hemos tenido el derecho a entregar a nuestros hijos nuestra propiedad como herencia. No me parece claro en nuestra cultura una distancia con los bienes materiales e inmateriales colectivos como bienes del “padre”, dada esta particularidad jurídica heredada de la posición española en relación con la propiedad de las mujeres. Incluso la exclusión de lo público, materializada en no poder elegir ni ser elegidas, y la exclusión de lo privado, materializada en no poder contratar a nombre propio ni por otros sin la autorización del marido o del padre, difícilmente parece vivirse como rechazo o indiferencia a la política o el mercado. Por el contrario, las luchas por el sufragio y por la autonomía económica expresan una convicción fuerte de que esa exclusión es formal más que material, aún si la formalidad es tan relevante que vale la pena luchar por cambiarla.
Una anécdota puede servir para ilustrar este punto. En 2012 aspiré por primera vez a ser magistrada de la Corte Constitucional. Eso implicó recorrer los despachos de los Consejeros de Estado para que me conocieran y apoyaran mi postulación. En uno de esos despachos conocí a una joven abogada que estaba litigando la declaración de patrimonio histórico de la casa familiar ubicada en la plaza central de Popayán. Le preocupaba lo que estaba ocurriendo con las casas vecinas, que se estaban convirtiendo en centros comerciales y restaurantes y con eso se perdía la “herencia” cultural de la ciudad, aún si el valor de su casa aumentaba. En el momento del litigio ella no era dueña aún de la casa, tenía la mera expectativa de recibir una parte de ella al momento de morir sus padres, y el litigio no le garantizaría un mayor valor del inmueble. Sin embargo, consideraba la plaza central como un espacio público que no debería comercializarse y veía importante gestionar restricciones de uso.
Las mujeres no propietarias, no necesariamente la mayoría si se tiene en cuenta la, también decimonónica, protección de la posesión, incluso la de mala fe, probablemente no sintieron esta exclusión de manera más gravosa que los hombres no propietarios. Para unas y otros la “herencia” no tiene mucho sentido vital más que como aspiración lejana. Su exclusión de lo colectivo como autor de cultura no es necesariamente igual de patente: han entrado a las iglesias, han entrado a las estaciones de tren y hasta han participado en los teatros.
Claro, podríamos renovar el listado para que, acorde con el concepto de la UNESCO, todas y todos nos podamos reconocer mejor en el futuro del que nos hablan esas obras declaradas como patrimonio. No me parece obvio que los colombianos y colombianas conozcamos los bienes del patrimonio, yo misma estoy aterrada contestando estas preguntas por la cantidad de iglesias y estaciones de ferrocarril que hacen parte del inventario (https://www.mincultura.gov.co/areas/patrimonio/patrimonio-cultural-en-Colombia/bienes-de-interes-cultural-BICNAL/Documents/BIENES%20DE%20INTER%c3%89S%20CULTURAL%20DEL%20%c3%81MBITO%20NACIONAL
_febrero2023.pdf), ni que estemos convencidos del valor de imponer restricciones al uso y transformación de esos bienes. De nuevo, parece una cuestión más de procesos y valor, que de naturalización o ideología.
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