El centro de Bogotá guarda en nuestra memoria el vestigio más antiguo del origen de la ciudad. La geografía y el trazado son las huellas que nos traen al presente a manera de rito la circunstancia de una ciudad de conquista española en América. La Sabana de Bogotá, el río y sus cerros tutelares, sobre cuyo piedemonte se funda la ciudad, aún hoy son legibles y determinantes en la estructura urbana de la ciudad. La traza en damero en su origen estaba vinculada a la función de la ciudad como centro de poder. Incluso si la arquitectura era precaria y escasa, el trazado de la cuadrícula sobre el terreno a partir de una plaza mayor, la destinación del lugar de la iglesia, el cabildo y la casa del fundador y el reparto de solares, representaban la toma de posesión del lugar y el control de la población.
El Centro de Bogotá es el escenario en donde eventos históricos trascendentales en la memoria de los colombianos sucedieron. Realidades que han marcado nuestra cultura como la impartición de la doctrina cristiana; la primera universidad; la concentración de las colecciones de objetos y de arte en las casas de élite de las familias que habitaban cerca de la Plaza Mayor; la actividad comercial en la calle Real y en la calle Florián desde donde se distribuía mercancía importada y se concretaba el vínculo con Europa; la fundación del primer hospital de Santafé; más tarde la construcción del primer observatorio astronómico que marcó la fuerza de las ideas científicas en la Nueva Granada; los primeros teatros; las primeras imprentas; y en una historia más reciente hechos como la modernización del transporte, la canalización de los ríos, la construcción de las primeras avenidas, el Bogotazo, el auge de la urbanización, la aparición de edificios cada vez más altos y de la parafernalia de la modernidad materializada en ascensores, concreto, hierro, aires acondicionados. Hitos que hacen parte de la construcción del sector como centro del territorio y que han sustentado la incuestionable capitalidad histórica de Bogotá.
Es así que el valor histórico del Centro no descansa sólo en la permanencia del damero colonial, sino que las variaciones en la morfología urbana y en su arquitectura permiten leer la acción del tiempo en la ciudad, es decir la actuación de una sociedad cambiante en sus ideales, expectativas y posibilidades. Plazas, plazoletas, calles, mercados o pasajes testimonian en su origen y en sus transformaciones la realidad de lo urbano: histórico, móvil, vivo.
Aunque en el centro de Bogotá se puede identificar una serie de conjuntos o paisajes de evidente calidad estética, bien sea por su arquitectura, por su vegetación o por su urbanismo, hay que destacar que su heterogeneidad es uno de sus valores a destacar. Esta cualidad evidencia su papel en la materialización de los diversos ideales estéticos en las diferentes épocas y explica que contenga tantos ejemplos de alta calidad arquitectónica, a causa de su vocación para albergar muchos de los grandes proyectos institucionales, comerciales o residenciales. La mayoría de ellos autoría de maestros, arquitectos o firmas reconocidas en la historia de la arquitectura. Muchos también constituyen ejemplos de vanguardia en cuanto a lenguajes arquitectónicos, tipologías o uso de materiales y sistemas constructivos innovadores. El Centro más que ningún otro sector de la ciudad condensa la genealogía de la idea de progreso del colombiano y evidencia las influencias a las que la ciudad se somete ya sea por moda, por convicción o por avance tecnológico.
El valor estético de la ciudad es legible en el plano horizontal por el diseño de sus andenes, por la duración de objetos y trazas como las líneas del tranvía, las tapas de alcantarillas, los tapetes vegetales, los diseños de pisos de plazas, la presencia del agua que rememora antiguas escorrentías, los colores, los materiales, la diversidad de niveles que se han tenido que solucionar desde su fundación y hasta por las huellas de los recorridos habituales de los transeúntes. Pero ese valor estético es sobretodo legible en su plano vertical, en las fachadas y en las perspectivas que son percibidas por quien recorre el Centro. Es un territorio de superposiciones a través del tiempo, que deja entrever una tensión entre conservación y cambio. Junto a la intención de mostrar una cara “colonial”, entreverada se halla una arquitectura de estilo neoclásico, sobretodo en edificios religiosos e institucionales de la magnificencia del Capitolio Nacional o del Templo del Voto Nacional; o de primera mitad del siglo XX, como los edificios de apartamentos de Las Nieves que llegan a conformar perfiles realmente bellos. A esto habría que sumar las muy reconocidas experiencias de inserción de arquitectura contemporánea en el Centro Histórico que han exaltado su valor, como el Museo de Arte del Banco de la República o el Fondo de Cultura Económica.
Esta variedad fisionómica del plano vertical de la ciudad es importante en términos de su legibilidad y de su carácter. Contribuye a la orientación de las personas, a la distribución de usos y actividades en la ciudad y en la permanencia de las identidades culturales de los también diversos grupos sociales que tienen en el Centro su lugar para la vida. Muy diferente a lo que sucede en otros centros históricos en donde la homogeneidad estilística forzada, con intención museográfica más que urbanística, se convierte en factor expulsor de población residente y usuaria capaz de generar procesos de apropiación y de querencia, más allá de una efímera relación turística.
Cuando un colombiano siente la necesidad de protestar políticamente, es decir de expresar un sentir político que requiere ser oído por el cuerpo nacional, de manera tácita sabe que no es suficiente ondear su bandera en una plaza municipal, parroquial o barrial, sino que esa necesidad de ser “oído” y de sentir que está ejerciendo una ciudadanía plena y nacional, requiere su manifestación en la Plaza de Bolívar de Bogotá, de la Capital. No sólo porque a su alrededor se condensan los poderes religiosos, políticos y jurídicos del país, sino porque persiste en el colombiano esa convicción de la ciudad-signo que era el proyecto colonial del siglo XVI. Es decir que la Plaza Mayor condensa la noción de poder y autoridad, que las siguientes generaciones se han encargado de reforzar a través de la monumentalidad de la arquitectura y de la permanencia de los usos de gobierno en su entorno. Esta idea de ciudad fundacional-signo, ha permanecido incluso después de que la idea de “centro” se ha modificado en Bogotá.
Cuando la ciudad crece con mayor aceleración a principios del siglo XX, la idea de “centro” asociada a la “Plaza Mayor” migra a una idea de “centro” como “sector”. Factores como la incorporación de las estaciones de tren de final y comienzo de rutas regionales y nacionales en el Centro, la ampliación de líneas de transporte urbano, la disponibilidad para la urbanización de grandes extensiones de terrenos en los bordes de la ciudad antigua, la eliminación de los ríos como límites urbanos y la diversificación de usos y actividades, sumado a sucesivos cambios de localización de grupos sociales y su consecuente impacto en los precios del suelo urbano, hicieron que la condición de “centro” fuera más allá de un asunto de localización jerárquica (propia de la Colonia), para incorporar factores como la distancia, las conectividades y la compatibilidad de usos con un sentido de modernización.
Los cambios y las permanencias en el Centro lo que evidencian es que la memoria colectiva es una construcción que termina desvelando qué somos como grupo social, como cultura y como individuos frente a nuestro entorno. Lo que demolemos, lo que preservamos, lo que consideramos monumental y lo que estamos dispuestos a olvidar. El simbolismo del centro de Bogotá como catalizador de estas tensiones tan sensibles incluso en el ámbito nacional, se hace tangible en diferentes niveles. Por supuesto en lo político y en lo gubernamental, por la concentración en el Centro de los diferentes entes decisorios de la Nación, y de muchas de las instituciones administrativas, así como por ser, ya lo dijimos, la meta a alcanzar en las protestas y manifestaciones populares. También en el nivel comercial y financiero, por constituir aún el gran foco de atracción de mercancías y de negocios, como es el caso del sector de San Victorino, ampliamente reconocido en el imaginario nacional. Y en lo cultural claramente se ha consolidado como un dador de experiencias culturales o de educación consolidado por el uso cada vez más frecuente del espacio público para manifestaciones de este tipo y por la concentración de instituciones públicas y privadas como museos, bibliotecas, archivos y por supuesto las universidades. En su valor simbólico también habría que resaltar cómo el centro de Bogotá constituye un signo nacional de innovación, de vanguardia, de progreso. En donde todo pasa porque es como un país condensado, bogotanos, costeños, vallunos, paisas, indígenas, afro descendientes, santandereanos, boyacenses… que reconocen al Centro de Bogotá como su Centro.
Desde esta mirada al Centro de Bogotá que sobrepasa la línea de un Centro Histórico cuya declaratoria en su momento exaltó la antigüedad como criterio, lo que se impondría es un diagnóstico que acoja realidades que caracterizan y al tiempo representan un reto en la Bogotá contemporánea. Para nuestra fortuna, el Centro en el concepto amplio del territorio que funciona como tal, aún no ha sucumbido en la obsesión por la museificación, por la fabricación de la foto para el turista, sino que la persistencia de residentes, de actividades tradicionales, de oficios, de costumbres y de ciertas cotidianidades en diferentes escalas, explica el corazón aún palpitante de la ciudad que se resiste a ser domesticado. En medio de una realidad urbana mundial de gentrificación y de puestas en escena costosas y globalizantes, deberíamos ser capaces de reconocer nuestra heterogeneidad como un valor y como una oportunidad. Heterogeneidad de lugares, habitantes y actividades, al servicio de los cuales debería estar la arquitectura y el urbanismo. ¿Cuántas veces no hemos detectado que los puntos de conflicto urbano se corresponden con un corto circuito entre estas variables?
En la misma línea se podrían establecer ciertos factores de diagnóstico y actuación que históricamente han demostrado ser intrínsecos a la idea de un centro producto de la superposición de capas y con una línea de delimitación diluida en la realidad del crecimiento. Uno de esos factores sería la fluidez. No sólo fluidez vehicular o peatonal, que estaría relacionada en nuestro caso con la comprensión de una valoración funcional de la traza en damero, que llevaría a su vez a una lectura más delicada, más puntual de las continuidades morfológicas que deberían defenderse e incluso restituirse en los casos en los que dicha fluidez fue cortada por la inserción de grandes equipamientos como parques o conjuntos edilicios. O cuando las avenidas modernas o el Transmilenio a manera de cicatrices fragmentan, separan, cortan la respiración.
También cuenta la fluidez entre la ciudad construida y su geografía. Los cerros, las escorrentías y la topografía explican no sólo la ciudad de Jiménez de Quesada, sino que son componentes que han sido decisivos en las actuaciones sobre la ciudad incluso, o diríamos, sobre todo a lo largo del siglo XX, y que hoy constituyen tal vez uno de los más importantes retos a considerar. Parte de esta consideración está relacionada con la fluidez del paisaje, es decir de la relación entre el habitante y lo que su vista alcanza, alimentada con lo que sería capaz de percibir con sus sentidos y lo que no estaría dispuesto a perder. La vista a los cerros tutelares de la ciudad, el verdor en ellos, los cursos altos de los ríos San Francisco y San Agustín, la preservación y disfrute de los miradores desde donde se admiraba la ciudad y la Sabana, como lo hicieron los viajeros del siglo XIX o los fotógrafos de mediados del siglo XX. El cerro de la Cruz, La Peña, la plaza de Egipto, Guadalupe, el Chorro de Padilla o Monserrate. Muy diferente a las perspectivas actuales hacia el norte de las calles del Centro Histórico, por las carreras 4ª, 5ª o 6ª, que exaltan al rascacielos Bacatá, al parecer tan sólo el primero de varios edificios de gran altura que encontrarán su lugar al pie del cerro sin estar dispuestos a ceder un desahogo en espacio público y en fluidez para el Centro de Bogotá.