Cartografía del agua en Bogotá
Durante dos meses, ocho sábados consecutivos, se realizaron los talleres en seis sedes de la Red Capital de Bibliotecas Públicas, a los que asistieron los 129 seleccionados y 60 de ellos concluyeron el proceso de escritura. Sin distingos de edad ni profesión, ese público heterogéneo estaba igualado por un mismo interés: la defensa del agua. Dado que el objetivo del proyecto era fomentar la lectura y la escritura al tiempo que se avivaba una conciencia ambiental entre los habitantes de Bogotá, se partió de fuentes bibliográficas imprescindibles, entre historias institucionales y literatura periodística (ver listado anexo).
Desde que se plantearon las historias, los talleristas —jóvenes periodistas javerianos— constataron que en el nuevo milenio, en barrios periféricos de la capital del país no se han superado los problemas de abastecimiento de agua potable y todavía hay miles de personas que libran una batalla diaria para acceder al recurso. Los habitantes del barrio Puerta al Llano, en la localidad de Usme, recogen agua lluvia para bañarse con totuma porque no tienen con qué pagar las facturas del Acueducto.
Nunca fue mejor usado el término “fuentes” en la reportería de estas historias, ya que la mayoría de los autores hicieron inmersión en el tema hasta emerger con historias insospechadas de Bogotá. Así, el “tubo madre” que conduce estos relatos es el testimonio, la autobiografía, la memoria individual que multiplicada se vuelve colectiva. De igual forma, se aprovecha el potencial del género periodístico más ligado a la mirada personal, a la vivencia, a la observación, al detalle revelador y al estilo literario: la crónica.
En esas crónicas se reconstruyen sucesos y se recomponen pequeños mundos del agua descubiertos gracias a estos talleres. Incluso hubo revelaciones como la de los 19 monolitos que estaban enclavados en el humedal Jaboque, a manera de observatorio astronómico de los muiscas, pero que quedaron sepultados por un tubo del Acueducto de Bogotá. O la noticia sorprendente de que en el Parque Bavaria del Centro Internacional se encuentra una fuente de aguas termales desconocida hasta por el vecindario.
Así mismo, resurge la identidad barrial porque la memoria está enmarcada en la vivencia del barrio, como lo demuestra la historia del agua en Las Ferias, originalmente una hacienda con dos lagunas que la gente fue contaminando. Otra habla de cómo los timicianos intentaron descontaminar su lago y del barrio J.J. Rendón de la localidad de Usme donde se celebra el festival anual del agua. Aparecen también viejos usos del agua en la memoria de los abuelos, quienes la iban a buscar en los nacimientos de los ríos y la transportaban en múcuras sobre mulas por caminos destapados; los que también la cargaban por lomas embarradas para cocer ladrillos en los chircales o para surtir las chicherías. Y no faltan los lavaderos, que subsisten en la Bogotá cosmopolita del siglo XXI, como los del barrio Lourdes y Diana Turbay, donde las mujeres van a restregar la ropa al aire libre aprovechando los nacimientos de agua pura.
Relatos paradojales en un país de contrastes
La misma dinámica de Bogotá se desarrolló entre 2011 y 2012, en 20 sedes culturales del Banco de la República con el fin de publicar una memoria digital, acompañada del testimonio fotográfico. Estos talleres propiciaron un estimulante diálogo entre culturas regionales, generaciones, oficios, saberes, disciplinas y miradas al agua en medio de la diversidad territorial.
La división de la crónica en tres modalidades —personajes, lugares y acontecimientos también funcionó para narrar las regiones. Vemos personajes en sus oficios relacionados con el agua, como los vendedores de agua (en chazas, carros de rodillos, zorras, mototaxis), los pescadores, las lavanderas, los guardapáramos, los areneros, los constructores de aljibes, los “cogedores” de goteras, los fontaneros, los profesores de natación, los piscineros, los líderes ambientales, los pastores que en La Guajira tienen que recorrer kilómetros para dar de beber a sus animales. Y en Riohacha fue campeona la crónica sobre el Clásico Guanebucán, competencia extrema de natación, que se realizó por primera vez en mayo de 1991 y reunió a 23 “lobos marinos”.
Están los lugares del agua, en las ciudades y en el campo (ríos, quebradas, piscinas, baños públicos, pozos, aljibes, fuentes, acueductos, lavaderos, páramos, humedales), y los acontecimientos que determinan la vida de esas ciudades, pueblos y veredas rituales, celebraciones, conflictos e inundaciones— porque así como el agua puede ser el recurso natural más preciado también puede resultar el más temido. Entre las inundaciones narradas están la del municipio de Bello (Antioquia), en el 2005, causada por la quebrada El Barro; la de 1999 en Florencia; el terremoto de Tumaco, ocurrido el 12 de diciembre de 1979, narrado por dos sobrevivientes; los estragos del tsunami en Buenaventura; la avalancha del río Frío en Floridablanca (Santander), ocurrida en 1997. También se registran las tragedias anunciadas, como la del barrio Villa Lucía, en el centro de Pasto, cuyas casas se está tragando una caverna, que 60 años atrás fue una mina de arena; o la escuela de una vereda del municipio de Lebrija, en el Cauca, que se está desplazando debido a una falla geológica. Y no podían faltar los arroyos, que en Barranquilla son regulares y arrolladores.
Además de las tragedias naturales, lugares comunes de estas crónicas son las luchas épicas por acceder al servicio del agua cuando se habitan barrios ilegales o se vive en zonas desérticas; los movimientos sociales en contra de la explotación minera de ríos y páramos; la nostalgia por los paseos al río con amigos y familiares; las rogativas para que caiga agua o para que cese el invierno; las fiestas del agua que en Nariño se celebran echándose baldados de agua el 28 de diciembre y las fiestas del aguacero, en Caldas, municipio antioqueño mejor conocido como “Cielo roto”.
La mitología es otra fuente de muchas de las crónicas sobre el agua; relatos fundacionales de los ancestros indígenas con sus poéticas cosmogonías, que retoman los descendientes wayúus y pastos. En Tunja, un joven habitante de la urbanización Los Muiscas partió rumbo a la laguna de Iguaque para recibir el bautizo ceremonial ante la madre Bachué. En Pasto, un indígena relata el conflicto que han vivido dos veredas vecinas del volcán Galeras —Gualmatán y Jongovito—, durante los últimos 50 años por la propiedad de un nacedero. Y en general, los asistentes oriundos de pueblos y veredas aluden a las mingas que hicieron padres y vecinos para construir los acueductos vecinales. En Cali se narraron los rituales de sanación y brujería realizados en el río Pance. En el Chocó, la procesión nocturna a la Virgen de las Mercedes en el río Atrato, realzada por los cánticos y el flamear de las velas. Y en Buenaventura, la tradición ancestral de las parteras que reciben los bebés en el río.
En un país de contrastes y de absurdos, la paradoja cifra el esquema narrativo de numerosas crónicas. Hay historias de municipios asentados en ricas cuencas hidrográficas que durante años no contaron con acueducto, como la vereda Piedras Blancas (del municipio de Medellín), donde se ubica la represa que por más de 50 años ha surtido a la capital antioqueña. O condominios de estratos altos, como la Mesa de los Santos en Santander, que carecen de agua tratada. En el río Zulia, Risaralda, hay una Isla de la Fantasía que desaparece con cada crecida; y en Leticia hay otra Isla de la Fantasía, castigada por el río Amazonas en temporada invernal. En la Alta Guajira, los asaltantes de los caminos no buscan bolsos con dinero sino bolsas de agua, o reclutar gente para desvarar un carro enterrado en el barro.
Así como en Bogotá el río Tunjuelo protagonizó varias de las crónicas, en la mayoría de las ciudades los ríos tutelares, como Magdalena, Atrato, Cauca y Amazonas sirven de eje a las historias. De igual modo, en esta cartografía del agua figuran los nevados, los páramos, los humedales, las quebradas, las cascadas y, cómo no, las piscinas y lagos artificiales donde se da una relación lúdica con el recurso. Aunque en las ciudades pequeñas y medianas, la infraestructura moderna ha ido acabando con santuarios naturales, usos y tradiciones en torno al agua, subsisten lavaderos públicos, baños termales, pilas y pozos, que todavía prestan servicio. En Armenia, 54 quebradas (“una mano de quebradas”) han sobrevivido a canalizaciones, desecaciones y desviaciones porque hace 15 años fueron declaradas zonas de conservación.
Entre las crónicas de reconstrucción histórica están las de ciudades que todavía conservan el linaje colonial, como Pasto, Popayán y Honda, con sus puentes y pilas de piedra. En varias crónicas se recuerdan los primeros medios de suministro del agua: pilas, chorros, pozos y el típico acueducto de las “Tres B”: Bobo, Botija y Burro, como se conocía en la tradición popular el suministro del agua por medios manuales. En Bucaramanga, la historia del acueducto de la ciudad comenzó en 1916 en las famosas Chorreras de Don Juan, y concluyó cuando un sacerdote promovió la creación de la empresa de acueducto y a los fieles les puso como penitencia comprar acciones. Una cronista recuerda su infancia en Barrancabermeja, llamada “Ciudad entre aguas”, por estar rodeada de ciénagas, quebradas y del Río Magdalena, pero sobre todo de caños negros debido a los vertimientos de petróleo.
Tomándose literalmente lo de la crónica como género de inmersión, en Armenia, un autor se adentró en los intestinos del acueducto siguiendo a quien limpia alcantarillas desde hace 15 años. Al igual que a este buzo de mares de podredumbre, se le rinde homenaje a otros personajes, como al médico propietario de un barco-hospital que desde hace más de 20 años presta atención sanitaria a los habitantes de pueblos ribereños del Pacífico; y a Roberto Chavarro, un hacedor de bosques, que en 30 años transformó un terreno árido en una reserva ambiental: Rogitama (Boyacá).
Sobre los ríos, camposantos en movimiento, hay numerosas historiasen nuestra tradición periodística. El río Sinú, cuenta una cronista monteriana, ha servido de tumba natural a personas asesinadas y ahogadas, como lo testimonian los areneros que allí trabajan. Una cronista de Bucaramanga rememora cómo en al río Chicamocha tiraron a los muertos de la llamada batalla Gallinera en la Guerra de los Mil Días; tantos que liberales y conservadores aumentaron su caudal.
También las crónicas arriban a los puertos más y menos conocidos del país para reconocer la cultura porteña: Puerto Boyacá, Puerto Barrigón, Puerto Lleras, Puerto Alvira, Puerto Bogotá, Leticia, Buenaventura, Puerto Nariño, Puerto Colombia, Puerto de Cabuyaro, etc. Y ofrecen inventarios insospechados de peces de agua dulce y salada, como el pirarucú, del río Amazonas, y otros poco conocidos como el nicuro, el getudo, el barbudo; o los típicos de cada región: cachama, amarillo, cupis, curito, cuchas, lisetas (que tienen fama de comerse los muertos del río Sinú); guabinos, nicuos y roños, entre una lista interminable.
Asimismo, quedó inventariada la flora y fauna de cada región. En el Cauca hay un arbusto llamado “nacedero”, pues casi siempre brota agua en donde está plantado y en Santander siembran el rescador, una planta que es pura agua. Una cronista de Armenia le siguió el rastro a la “chelybra serpentina” en el río Los Ángeles, tortuga en extinción popularmente conocida como “pímpano”, cuya carne es muy apetecida. Un líder ambiental santandereano avista las iguanas del río Sogamoso, en el cañón del Chicamocha; en la Guajira encontramos los patos migratorios “yawaas”; y en el Amazonas el bugeo colorado, o sea, el delfín rosado, todos en peligro de extinción.
Como cada región tiene sus propios usos del lenguaje, varias crónicas cuentan con glosario. Lo que en unas partes se llama cántaro, tinaja, vasija, múcura, en otras se conoce como timbo, tímbulo, pondo, pangua, calabazo, etc. En Nariño, los lagos son “ojos de agua” y el arco iris es el “cueche”; cuando el río Amazonas sube su caudal, los pueblos se “alagan”, o sea, se inundan. Los pozos son conocidos como “casimbas” en el Amazonas y en La Guajira, donde también disponen de los jayüeyes.
Las bebidas tradicionales con base en agua son otro tema de crónicas con marca regional: en Nariño, los hervidos suben el termostato con sus mezclas de frutas y aguardiente; la chicha está presente en los pueblos cundiboyacenses y se clasifica según el nivel de fermentación. Y una cronista visita la vieja fábrica de cerveza Clausen, fundada en 1887 por un danés, Christian Peter Clausen, quien aprovechó las aguas puras de la quebrada La Carbonara, en Floridablanca (Santander).
Así podríamos seguir clasificando los mundos emergentes en el desarrollo de este proyecto, en Bogotá y en todas las regiones del país, para dejar constancia de la riqueza de este patrimonio natural y de la urgencia de protegerlo. Porque si bien la Carta Constitucional de1991 declaró el derecho de todos los colombianos al agua, las organizaciones ciudadanas no pudieron sacar a flote un referendo por el agua en el nuevo milenio.
Mediante la fuerza de las historias, esta experiencia sirvió para testimoniar que además de las obras de infraestructura y de la tecnología apropiada por el hombre para proveer el servicio de agua potable, hay valores culturales representados en prácticas, creencias y rituales que contribuyen a afianzar la identidad. Legado que se ha transmitido de generación en generación desde nuestros antepasados indígenas, adoradores y guardianes del recurso. Lo mejor es que para muchos jóvenes que participaron en los talleres, la relación con el agua dejó de ser la acción automática de abrir el grifo.
Para contrarrestar la indiferencia y la desidia ciudadana frente a la preservación del patrimonio hídrico, más que campañas institucionales que muchas veces le resbalan a las audiencias, conviene propiciar estos talleres y espacios de reflexión con comunidades sensibles, que terminan construyendo su propia agenda del agua, tan fascinante como inédita. Sin llover sobre mojado, toda vez que las historias tienen su “nacimiento” en la memoria individual, familiar y colectiva.