Con seguridad por su carácter triétnico en Colombia se dan cita cantidades de ritmos y estilos musicales del mundo. De Europa, África y América fluyeron las corrientes rítmicas y melódicas que entrelazaron los cantos, sones y bailes autóctonos colombianos tejiendo el folclor nacional con cánticos ceremoniales indígenas, rituales fúnebres africanos y danzas de carnaval europeas cuyos frutos actuales hoy nos muestran la cara musical del país como los que aparecen en este 5° volumen del Boletín OPCA: “La música como patrimonio: identidad y mestizaje”. Desde el calypso al pasillo, las danzas inglesas, la quadrille europea, fundamentos de nuestros ritmos isleños con los que aun hoy se solazan los raízales en San Andrés y Providencia, hasta el reguetón chocoano o la champeta nacida en Palenque de San Basilio y tildada de sensual e irreverente, pasando por los cantos y bailes indígenas de las danzas del Guarumo en el Vaupés para celebrar el intercambio de cosechas, todo el país es un canto de la especie y para la especie, repito, por su triétnica factura.
Más de 3.000 fiestas anuales se han contado en el territorio nacional. Todos sus rincones y peñas se enorgullecen del folclor local atendido y perfeccionado a cuál más por sus detentores durante el año con los astros pasando por el calendario sobre el territorio lleno de manifestaciones locales, emociones, música y baile en todo momento. La historia del país se ve reflejada allí anual o bianualmente: criollos y esclavos se siguen encontrando en Pasto al iniciar el año para romper sus tensiones; los pueblos del Caribe aledaños al río Magdalena aun desfilan sus costumbres en Barranquilla, comercializadas en el carnaval oficial pero todavía vivas en las comparsas y fiestas alternas; el diablo desde finales del siglo XIX congrega a dos sectores de la población de Riosucio, Caldas, antaño en guerra pero hoy hermanados en el jolgorio infernalmente gozoso de su carnaval; a mediados del año el centro del país se alborota con las Fiestas de San Juan y San Pedro, manifestaciones sacropaganas que congregan la ciudad y el campo; en noviembre se dan las fiestas populares de la Independencia en Cartagena, plenas de expresiones autóctonas nacidas de ansias de libertad ante el yugo español; y al final, con la Feria de Cali, capital mundial de la salsa, el año en el país se despide a paso de caballos finos entre sones y danzones.
En el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, ritmos afrocaribeños como el mento, el calypso, la mazurca y el reggae, mezclas de mezclas de estilos siguen nutriendo la música de los jóvenes raízales para dar lugar a los nuevos ritmos house, lounge, trance; el pasillo, las danzas inglesas, los bailes de salón, la quadrille europea se hicieron propios desde la Colonia y sus instrumentos fueron reciclados: mandolina, guitarra, quijada de burro, tinajón1.
En la región del Caribe sobresale el Carnaval de Barranquilla2, momento de desenfreno, permisividad e irreverencia3, cuando se ponen en escena todos los valores culturales y simbólicos de los pueblos caribeños de los alrededores marchando entre cantos, danzas y disfraces. Allí se ven danzas como la del Congo, de más de 120 años, donde parejas disfrazadas desfilan al son de la música, con cantores, coros, tambores y guacharacas4 o la danza del Garabato, en la que entre intrépidos movimientos al son de los tambores la vida baila con la muerte.
En el bajo Magdalena se da la música de Tambora que acompaña las danzas y cantos tradicionales junto con voces y palmas. Y cerca de Cartagena, en el Palenque de San Basilio, último reducto de negros emancipados por voluntad propia en la época de la Colonia, la presencia de la cultura de sus ancestros africanos pervive en los ritos sagrados de Lumbalú, en los que se vela a los muertos con cantos fúnebres, cánticos fijos o recitativos a distintas voces y danzas agitadas al ritmo del golpe de tambores llamados ‘pechiches’. En Palenque tuvo origen el baile de la champeta, o ‘del serrucho’ que en su momento escandalizó a la pacata sociedad nacional, en especial la del interior.
La creatividad del costeño caribeño es tal que en Córdoba se presentan Bandas de Hojas, en las cuales los intérpretes hacen sonidos como los del clarinete, la trompeta o el trombón, poniendo entre los labios hojitas de distintas plantas para hacerlas vibrar. En la Música de gaitas5 de San Jacinto, Sucre, de los bien conocidos Gaiteros de San Jacinto, ya en su cuarta generación, se puede ver la fusión de influencias musicales indígenas y africanas, pues se acompañan de maracas y tambores. A su vez, el Festival del Porro Pelayero recoge la tradición musical de Córdoba y Sucre.
Pero el Festival Vallenato en Valledupar, Cesar, no se queda atrás. Allí se enfrentan los más diestros acordeoneros del país, con canciones inéditas en jornadas de piquería, donde los versadores se ingenian sus versos al calor del encuentro. La música vallenata se hizo originalmente con acordeón de botones, caja (membranófono de parche) y guacharaca. Este festivo pueblo tiene como emblema la Leyenda Vallenata, en la cual se cuenta que su personaje más querido, Francisco el hombre, derrotó en franca lid de acordeones al demonio a principios del siglo XX pues estaba celoso porque Francisco alegraba al pueblo con sus cantos y acordeón. Muchos otros ritmos y cantares alimentan el folclor de nuestra costa caribeña, como la cumbia, que se interpreta con tambores, gaitas y maracas y se danza con el hombre cortejando a la mujer de manera picaresca, se supone que nació en el siglo XVII y que su nombre viene de la voz africana ‘cumbé’, que significa jolgorio o fiesta; el mapalé, con el que se celebra la pesca del mapalé, la cual se originó entre los pescadores en sus descansos nocturnos y se danza con movimientos agitados y maniobras corporales por parte del hombre alrededor de la mujer y al ritmo de los tambores; el bullerengue, que se ejecuta con tambores y donde las mujeres llevan el compás con las palmas de las manos; el chandé, que también se ejecuta con tambores y palmas y con coplas provenientes de rituales sagrados y fúnebres de los africanos.
Otro tanto sucede con la región del Pacífico, asiento por excelencia en el país de la Salsa, mezcla de ritmos latinos con el jazz básicamente. A Cali, capital del Valle del Cauca, se le conoce como la ‘Capital mundial de la Salsa’, por la Feria de Cali, la mayor muestra de orquestas y expresiones de este baile. Allí se exponen en contienda las escuelas de salsa caleñas y de otros lugares, allí se reúnen a afinar el cuerpo y pulir el paso todos los salseros del Caribe y las Antillas y gran parte del continente americano y del mundo.
Las comunidades negras del Chocó entonan cánticos en los velorios que llaman ‘arrullos’ y ‘alabaos’. Los primeros, cuando el muerto ha sido un niño son motivo de alegría porque es el paso de un ángel a una nueva vida; los segundos, cuando el muerto ha sido un adulto son motivo de dolor. En el rito fúnebre del Chigualo se dan cantos y danzas de carácter lúdico en los velorios de los niños, algunos son juegos con carácter erótico que se llaman ‘gualí’. La Fiesta patronal de San Francisco de Asís, comúnmente conocida como las Fiestas de San Pacho, es tal vez la más representativa del Chocó y la de más larga duración pues por dos semanas en Quibdó se paraliza la población en materia laboral y los barrios cada uno con su bandera y su disfraz particular marchan a la zaga de la estatua de San Francisco que encabeza la procesión balanceándose por la inestabilidad de sus cargadores como si ella misma estuviera ebria. Esta original fiesta, sincretismo de deidades europeas y africanas fue recientemente incluida dentro de la lista de patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO.
El Currulao es el ritmo más conocido en el Pacífico, como danza y como canto. Se interpreta con cununo (un tipo de tambor), guasá6 y marimba7. Son también muy comunes los bailes con Chirimía, la cual se compone de una tambora, una caja o redoblante y platillos para la percusión; y de clarinete, tenor o barítono y flauta de carrizo para la melodía. Frecuentemente se hacen bailes con Chirimía en las casas y ésta se paga entre todos los asistentes al baile por intermedio de una persona que va recogiendo monedas con la mano estirada a los danzantes.
En las llanuras de los ríos Arauca, Casanare y Meta, territorio conocido en el país como las Llanos Orientales con prolongaciones hasta Venezuela, los pobladores se enorgullecen por su música llanera, la cual por su ritmo y cadencia permite canciones que son auténticas narraciones de historias de la región acompañadas por el arpa, otro de esos instrumentos apropiados por los habitantes locales y que se constituyen en parte de su patrimonio. En la población de San Martín, Meta, desde 1735 cada 11 de noviembre pareciera darse una cita entre España y América, cuando ataviados guerreros con trajes como del Medioevo, lanza en ristre giran en cuadrillas alrededor de la plaza, en un elegante ballet ecuestre que se conoce como ‘Las cuadrillas de San Martín’, rememorando las guerras entre moros y cristianos y entre negros e indígenas.
El Joropo es el baile más tradicional del Meta. Se hace sin movimiento de caderas ni de hombros. Se baila zapateando fuertemente, con las manos juntas atrás y mirando con picardía a la pareja. En julio se lleva a cabo el torneo internacional del joropo, en la ciudad capital de Villavicencio. También se da el Contrapunteo en toda la región de la Orinoquía, donde copleros improvisando, en lo que se han llamado ‘cantos repentistas’ hacen preguntas y dan respuestas ingeniosas creadas en la marcha.
En la cordillera de los Andes ha habido también un pulular de cantos y danzas de muy diferentes ritmos y estilos. El Bambuco ha sido el ritmo y baile por excelencia en la región y tuvo la mayor dispersión en todo el país, se supone originario del Cauca a mediados del Siglo XVIII, por parte de los esclavos. Del altiplano cundiboyacense hasta los santanderes, la música carranguera, de la carranga o campesina es la más popular; la carranga se interpreta con voces, guitarra, tiple, requinto y guacharaca; su origen es la mezcla del merengue campesino cundiboyacense con paseos, rumbas, bambucos y torbellinos.
Otro ritmo de la región es la Guabina, cantado por varias voces femeninas con musicalización, en los intervalos en que los instrumentos se callan y con danzas de torbellinos; se cree que nació en Antioquia en el siglo XIX, y hoy por hoy se extiende a los departamentos de Boyacá, Cundinamarca, Tolima, Huila y Santander. Los campesinos de Antioquia y de todo el cordón cafetero acompañan sus vidas con la música guasca, de carrilera o despecho, viva expresión del pueblo que recoge aires de corrido y de ranchera. En Antioquia también se tiene la trova o copla paisa, donde los trovadores contrapuntean y el ingenio y la chispa paisa se ponen a toda prueba. En el Huila, a mediados del año se reúnen las fiestas de San Juan y de San Pedro, la primera rural la segunda urbana, en honor a los santos, pero hoy penetradas por manifestaciones locales. En el Tolima el bunde tolimense inunda estas fiestas. El bunde es un género y danza musical de Panamá y Colombia al parecer propio de cantos fúnebres indoamericanos, presente en todo el occidente colombiano hasta el Ecuador, con muchas variaciones.
El Carnaval de Riosucio o Carnaval del Diablo, llevado a cabo todos los comienzos de años impares desde hace más de 150 años, precedido de las consabidas alboradas, comunes en las fiestas de la región, reúne músicas indígenas y africanas y es el resultado de un pacto de convivencia entre dos sectores, el alto y el bajo, de la población de Riosucio, Caldas. En la región andina también tenemos el Festival del mono Núñez, que se celebra en Ginebra, Valle, con muestras de música andina; y el Carnaval de negros y blancos, en Pasto8, que desde 1808 exalta los ánimos de emancipación de los negros esclavos para reivindicar su día de descanso y donde se entonan cantos y toques andinos interpretados con diferentes tipos de flautas de caña como la quena9; la Guaneña, alegre y a la vez triste tonada de guerra, es el himno de la región. El Carnaval tiene su origen en las fiestas a la luna que celebraban los indios pastos y quillacingas en tiempos de cultivo.
La región de la Amazonía, poblada principalmente por pueblos aborígenes también tiene su acervo inmenso de repertorios musicales y de danzas desde tiempos inmemoriales. Estas manifestaciones, al igual que las de los otros grupos indígenas del país, no tienen mucha difusión y son poco conocidas por el resto de los colombianos. Tal vez, los más conocidos son los cantos amazónicos de los pueblos uitoto, miraña y muinane, en los que a través de cánticos repetidos sus miembros narran pasajes de su historia, dan consejos y hacen reflexiones, al tiempo que van bailando en filas cogidos por los hombros.
En el Vaupés, se da la Danza del Guarumo, llamada así porque los instrumentos musicales se hacen con palos de este árbol. Con ella se simboliza el intercambio de los productos de las cosechas, y los hombres y las mujeres van intercalados dando pasos adelante y atrás en zigzag. En el Putumayo, prior a la Semana Santa, se da la Danza de los Sanjuanes, que son danzas satíricas de los kamentsá, en contra del yugo español desde la Conquista, en el marco de su Festival del Perdón, al final del trabajo colectivo. Se disfrazan con máscaras que tienen largas lenguas, pelucas de pieles de animales y terminan con sacos de pita como costales.
Es un poco más conocida la Danza de la Yonna de los pueblos de la Guajira. En ella, la mujer, que simboliza el viento, pone a prueba la fuerza del hombre persiguiéndolo e intentando tumbarlo, él se resiste dando pasos hacia atrás con las manos juntas en la parte posterior del cuerpo, al ritmo del tambor; esta danza se hace para celebraciones, en agradecimiento a los espíritus o para hacer curaciones. Entre los tules (conocidos como ‘cunas’) en el Golfo de Urabá se dan los Cantos sagrados cunas, que se hacen en lenguaje ceremonial y con unas flautas de caña que llaman ‘kammu’, tocadas por los hombres; simbolizan el significado cósmico que tiene la música en la curación, en los congresos y en las fiestas de pubertad. Los chamanes tule, conocidos como ‘innatuledi’ presiden prolongadas ceremonias de curación con cantos que tienen un gran poder chamánico.
Este rápido y somero recorrido por las manifestaciones culturales nacionales, muchas no recodadas aquí, es solo una débil muestra de nuestro inmenso repertorio sonoro y dancístico, exuberante como la fauna, la flora, las riquezas minerales y la diversidad étnica del país. Esta hermosa polifonía musical, hervidero de innovaciones de ritmos y estilos, repertorio cambiante por la fuerza natural de renovación de la especie y sus manifestaciones culturales seguirá transformándose y mostrándonos curiosidades a menos de que sea homogenizada por influjo de corrientes hegemónicas auspiciadas por la mercantilización de las culturas, que nos exige bailar un solo ritmo, a entonar una misma canción, bajo una imposición que atraviesa todo minimizando las diferencias, opacando las particularidades. La globalización es riqueza cuando se extiende respetando las esencias —un querido cantante colombiano mezcló el rock con la música de carrilera— pero pérdida cuando borra las diferencias. La multiculturalidad es una fortaleza cuando deja que todas sus manifestaciones se expresen por igual, cuando permite expresiones que recogen tradición y modernidad como las del grupo chocoano ChocQuibTown que mezcla el folclor del Pacífico con ritmos como el hiphop, el reggae o el funk, entre otros.
Todas estas manifestaciones, en especial las de los indígenas que obedecen en principio a rituales y ceremonias sagradas con las cuales rememoran su historia y gratifican la naturaleza, se ven hoy amenazadas no tanto por la globalización ya en las puertas de sus territorios como por el afán de la sociedad no indígena influyente de incrustarlas en un mercado turístico que las teatraliza como mercancías exóticas para vender la imagen del país desacralizando sus ritos, verdaderos tesoros de nuestro patrimonio inmaterial, fuerza y raíz de nuestra identidad; todo este acervo cultural arrancado de sus regiones con sus ejecutores será pronto solo un recuerdo en esta gesta repobladora de la población en que ha devenido el conflicto eterno por la tierra y está cambiando rápidamente la faz poblacional del país por no querer entender que la exagerada inequidad social y económica es la causa principal de la violencia nacional. Desde hace varias décadas se empezó a ver en las grandes ciudades como la capital del país, Bogotá, población rural desplazada, cargando en hombros su folclor para obtener centavos en aras de sobrevivir. Músicos llaneros en los buses urbanos, con arpa y maracas haciendo equilibrios, cantando el sentir de sus cálidas tierras a ensimismados enajenados fríos ciudadanos.
Es tan rico y profundo este folclor nativo como desconocido por el grueso de la población, admirado solo en sus propias regiones, expuesto al olvido nacional. Por fortuna, he tenido la suerte de conocerlo. En 1988 fui invitado a participar en un proyecto etnoeducativo de la Universidad de Antioquia, para investigar diferentes aspectos de la cultura embera-chamí en el suroeste del Departamento. Uno de los elementos culturales a investigar fue la música y los cantos abordados desde la etnomusicología. De los cantos se transcribieron, tradujeron y ambientaron 15 y se hizo un análisis etnomusicológico a sus estructuras melódica y rítmica. Fue tan novedoso este trabajo que, María Eugenia Londoño, quien fue docente del Departamento de Música de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia por más de 30 años, obtuvo el premio Casa de las Américas en musicología en el año 1993.
Allí se vio que la tambora había sido su principal instrumento, que acompañaba sus cantos míticos y las prácticas de los jaibanas (los chamanes embera); se supo de otros instrumentos antiguos como las flautas, trompetas y fotutos (flautas gigantes), así como del llamado ‘caracol marino’, con los cuales los indígenas anunciaban sus fiestas a los vecinos pasando su sonido en cadena debido a su extendido alcance. También se redescubrieron instrumentos musicales tan curiosos como la tumba o trompa, conocida mundialmente como ‘Trompa de quijada’ (Jaw’s- harp), un idiófono en el que ‘el cuerpo mismo del instrumento se pone en vibración’, y que fue descrito así: “…una lámina elástica de metal, uno de cuyos extremos está adherido a un marco metálico o de madera en forma de herradura. Este marco se sostiene entre los dientes… La lámina elástica se tañe con los dedos produciendo su vibración en la boca del ejecutante. Aunque el instrumento como tal produce solo un sonido, se pueden obtener diferentes armónicos, cambiando la posición de los labios, mejillas y lengua.” (Londoño, 2000. p. 36). La tumba no es exclusiva de los embera: en la Guajira se llama ‘rompa’ o ’trompa’ y en la Amazonia ‘turumba’, birimbao’ o ’arpa de carraca’.
Otros instrumentos encontrados fueron: la tonoa, un pequeño tambor que solo era tocado por las mujeres durante la fiesta de la pubertad de las jóvenes, se diferencia de la tambora (de cilindro grande y dos parches de cuero, piel o vejiga) por su tamaño. Estos tambores (membranófonos) son legados de las comunidades afros en el Chocó; también dos tipos de flautas de pan10, llamados en embera ‘kapadodo’ y ’pímpano’ (posibles deformaciones de las palabras ‘capador’ y ’pífano’); y, por último, los más curiosos y tal vez más autóctonos instrumentos musicales de los embera, los pursirus o fotutos de yarumo, trompetas simples gigantes de diferentes tamaños hechas de caña o bambú que se tocaban de manera individual pero simultáneamente como si fueran un inmenso capador o rondador, en los ritos de pasaje, bebezones, curaciones y en las fiestas de la chicha de maíz. Es triste decirlo, pero estos instrumentos ya no están vigentes en las comunidades embera.
La creatividad y profundo sentido musical para expresar el gozo y agradecimiento por la vida también se encuentra entre los afros quienes de formas muy particulares han logrado reciclar corrientes musicales venidas del exterior. Como en el Atlántico los negros del Pacífico también asimilaron y transformaron las influencias musicales foráneas. Esto pasó con el Romancero de la Península Ibérica en pleno auge en la Conquista de América. Las estrofas de diez versos (décimas) se dan tanto en el Atlántico como en el Pacífico, pero en este no se cantan, en su lugar se cantan romances (sucesión de cuartetas octosílabas). En palabras de Alejandro Tobón11: “… un romance es un discurso poético, compuesto por una sucesión indefinida de versos octosílabos con rima asonante en los versos pares, y con los impares sueltos. … Pero el romance no es solo palabras y versos; en él se da cita también la voz cantada y, algunas veces, el lenguaje gestual, lo corporal, es decir, el romance es una expresión compleja que condensa, desde diversos ambientes —trabajos, fiestas, relaciones afectivas—, todo un sistema sociológico y estético en el que se puede leer la cultura.” (Tobón, 2007, p. 230).
Tal vez debido a estas razones fue tan bien acogido por los afros del Chocó, pues, como dice Tobón: “Así, los antiguos romances llegados a América … usados en los relatos bíblicos por los monjes y curas de las órdenes religiosas para evangelizar a la población indígena y a la esclava, son asumidos, apropiados y transformados por la nueva cultura chocoana para hacerlos tan atrateños como el agua del río.” (ídem, p. 231). En América, al ser el romance transmitido oralmente se convierte “… en esencia una poesía de carácter y de uso colectivo, … dependiendo del lugar, de la época y del tipo de sociedad, el mismo poema puede variar infinidad de veces.” (ídem, p. 233). Por ello, cuando el Romancero en España decayó, porque sus temas medievales ya no eran pertinentes surgieron “… los romances burlescos, destinados, según Menéndez Pidal, “a las masas incultas y populares y rechazados por las élites intelectuales.” (ídem, p. 234). Y, también por ello, nos recuerda Tobón: “… hoy en día, el romance como expresión viva de cultura pertenece casi de manera exclusiva a sectores rurales de algunos países latinoamericanos que aún no han sido totalmente desgarrados por los procesos de globalización que borran la memoria local.” (ídem, 235).
Esperemos que esas memorias locales de los tan ingeniosos como entusiastas músicos colombianos nos sigan acompañando por muchos años más.
Notas
1. Tinajas de metal con un hueco en el centro y un palo incrustado y amarrado a una cuerda tensa que al hacerla vibrar produce sonidos bajos como los del contrabajo.
2. En 2003 declarada Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.
3. En los carnavales (fiestas carnales) todo se vale, por eso las máscaras.
4. Instrumento de rascado o de fricción de origen tairona, hecho con tallos a los que se les hacen muescas en serie y se raspan con alambres incrustados en un palo.
5. Aerófonos indígenas hechos con cañas de 1m o más de largo, con un canutillo con orificios (el cual hace las veces de canal con boquilla) incrustado en uno de sus extremos.
Recuperado el 19 de abril de 2016.
6. El guasá es un palo hueco de caña o bambú relleno de piedritas. Se inclina a lado y lado.
7. Las marimbas del Pacífico se hacen con cañas de guadua de diferentes tamaños amarradas verticalmente a un marco y tapadas con tablas hechas de chontaduro en su extremo superior. Se percuten con un palo que termina en una bola de caucho. Esta marimba se ha vuelto emblema del Pacífico.
8. También declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2009.
9. De origen preincaico y común en los Andes centrales. Tiene seis orificios adelante y uno atrás como la flauta dulce pero se sopla diferente, de arriba abajo con el labio superior adelante y apretando el inferior. En Funes, Nariño, se celebra el Festival de la Quena.
10. Aerófonos, conjunto de tubos de caña de diferentes centímetros de largo, cerrados en sus extremos inferiores y alineados en forma de balsa para ser soplados con el labio superior adelante.
11. También profesor de la Universidad de Antioquia, Medellín. Facultad de Artes, Departamento de Música.