Patada inicial
A continuación, tres breves relatos, viñetas, que en distintos estilos ilustrarán del juego de las banquitas en el suroriente de Bogotá como patrimonio vivo. El primero describe a los protagonistas de la práctica que, recientemente, disputaron una final de un campeonato en el barrio 20 de Julio. El segundo relato se ubica en la ficción antropológica: es un recuento en primera persona de un habitante del sector que da sus impresiones sobre la idiosincrasia local, banquitas incluidas1. El tercer tiempo, el de reposición, presenta algunas condiciones políticas y socioculturales que esta práctica entraña.
Primer tiempo. Los que juegan
Agosto 15 de 2010. 9:20 de la noche. Minuto 15 del segundo tiempo. La cancha está a punto de reventar por la cantidad de aficionados que guarda silencio ante el cobro de penalti sancionado por el implacable juez. Si la bola entra ganarán los “Power Rangers” y perderá el equipo de la familia Jiménez. Al final se impone la lógica y ganan los superhéroes que son aclamados por los seguidores que invaden la cancha con el pitazo final. Suena el himno nacional, aparece alguien con la bandera de Colombia sobre los hombros y el trofeo es entregado por un edil de la Localidad. Se desarrolla una ceremonia que podría parecer kitsch o cursi para un curioso que fuera sorprendido en su paso por allí. Hay amagos de lágrimas de uno de los perdedores y una posterior confesión que revela el paso previo por la iglesia del Divino niño para pedir por el triunfo. No se pudo. Otra vez será.
Diego Armando, el capitán del cuarteto ganador, alza la copa del torneo de banquitas “Barrio 20 de Julio” que ya va por su cuadragésima edición y que en las paredes locales anuncia las fechas y premios de la versión 41. El papel picado que adorna la premiación es impulsado por un ventilador de los usados en los bares del sector y la escena en su conjunto, semeja la que vemos a través de la televisión cada vez que se corona un nuevo campeón de la Libertadores o de la Champions League. Sobra preguntar porqué Diego Armando se llama así; hacerlo equivaldría a desconocer porqué existe una generación de colombianos que, nacidos en la segunda mitad del siglo pasado, fueron bautizados “Jorge Eliécer”.
Una rápida inspección de ambos ‘combos’ (equipos) arrojará el siguiente saldo: los ganadores son hijos de vecinos de cuadra. Viven en el mismo barrio y, para decirlo de manera resumida, han jugado juntos desde que tienen uso de razón. Juegan de memoria “más de lo que se conocían Redin y el Pibe”, como sentencia don Severo Rodríguez, un asiduo espectador que todas las noches de viernes se aposta en las gradas de la cancha de pavimento de la Serafina (detrás del Carrefour del 20 de Julio) para observar los juegos allí programados. “Me divierto más aquí que en el Campín” dice con tono divertido mientras se acomoda su ruana, para luego agregar: “ellos son de la misma generación; el que menos tiene tendrá 16 años y el mayor por ahí unos 19”. Analizando sus datos, todos esos jóvenes vivieron la decadencia de la mejor selección Colombia de todos los tiempos y apenas si habrán visto el sol a las espaldas de Freddy Rincón, el ‘Tino’ Asprilla y el ‘Tren’ Valencia… ellos son más de la era postvalderrama y, claro, más del tiempo de los Power Rangers.
El otro equipo supera la geografía local y se aglutina por los lazos de sangre. Cuestión de filiación por parentesco como arguyen los antropólogos. Todos se apellidan como el fundador de Bogotá y hacen valer su escudo de armas por medio del escudo del equipo que es una jota metida en el blasón de Millonarios. Abolengo de sangre azul, albiazul de Millos, por supuesto. Ningún Jiménez, por bien que juegue, podrá militar en el equipo si es hincha de Chanda Fe (Santa Fe), menos de Narconal (Nacional) ó de cualquier otro club del rentado colombiano. “Esa fue la condición del tío Jimmy quien fue el creador del equipo hace 10 años” afirma Efraín, el mayor de los integrantes del combo perdedor que, sin embargo, ha triunfado en varios de los torneos que frecuentemente se organizan en el cuadrante comprendido –de occidente a oriente- entre la carrera décima y las últimas casas de los cerros orientales (Choachí y Ubaque), entre la calle 1ra y los límites de Usme. Los Jiménez son de una generación mayor que la de sus rivales de ocasión. Todos ellos trabajan y programan sus partidos después de las siete de la noche para alcanzar a llegar. Con contadas excepciones, la parentela Jiménez vive en el sector, principalmente en el plan de San Blas; sólo uno habita a dos cuadras de la cancha, se trata de José Gregorio que labora en construcción o “en la liga rusa” como el mismo cuenta en medio de las carcajadas de sus primos que celebran todas las ocurrencias del arquero del equipo que recibió el trofeo de la valla menos vencida.
Segundo tiempo. Dónde y cómo juegan
Sizas parce. La localidad más bacana de Tabogo es la de San Cristóbal. Es la de la montaña, de donde se puede ver toda la pradera de la city, pero no es tan paila como Ciudad Bolívar que es severa olla. Además, es la más módica, aquí hay muchas tiendas y a veces fían lo que uno necesite: desde el gel pal alisado, hasta el maggi pa’ la sopa. Si uno cumple le siguen dando crédito sin que la abejita Conavi lo esté llamando a cobrarle. Sur es sur, papá. Aquí el 24, el 31 y la Semana Santa son una chimba: siempre hay rumba después de las banquitas. La vaina es ahí misma en la cancha, uno hasta sigue el bailoteo con el uniforme puesto. A las viejas les gusta el olor a sudor bien luchado. Es muy cool bailar con las nenas y con los cuchos de uno después de haber jugado; más si se ha ganado. Eso es vida. Se celebra por lado y lado. Me parece una seba esas dizque fiestas en dónde se la pasan viéndose la cara sin meterle emoción al asunto, emoción de la buena: “rumba sana” como decía el Antanas porque no aguanta dañar ni que lo dañen a uno, más si es la propia gente de uno que vive en el sector.
Desde chiquito le he pegado patadas al cuero. A pata limpia o con zapatos jugué con mis hermanitos y vecinos del barrio. Mi mamá varias veces me cascó por romperle cosas, entonces salíamos a la calle y durábamos hasta las doce de la noche apostando la gasimba. Al principio jugábamos cosas de chinos: mete gol tapa, cuca- calvasera y maricadas de esas, pero después empezamos a jugar duro y no faltaba el rabón que no se aguantaba un tunelito o una patada sin querer queriendo. Varias veces resultábamos tirando puños, pero al otro día como si nada. Sólo una vez un mansito que no era de aquí le sacó cuchillo a Sneider, pero la garbimba tacó burro porque entre todos los corretiamos. El tipo ni volvió.
Jugábamos sin descanso todas las noches, después del colegio y de “hacer tareas” que yo casi nunca hacía. Sólo parábamos cuándo venía un carro, cuando pasaban las mamasitas de la cuadra o cuando pasaba una señora con niño de brazos. Si venía un man ni le parábamos bolas, al contrario, pateábamos más duro pa que se hiciera a un lado… después nos dimos cuenta que podíamos cerrar la calle con palos y canecas, como hacían los cuchos en navidad, pero no faltaba el HP que nos echaba la tomba. Qué tiempos tan rebacanos. Uno no se preocupaba por nada, solo por jugar, jugar y jugar. Así me tiré varios Croydon y varias Converse. Los dueños de esas empresas deberían agradecerles a las banquitas que mi vieja les comprara tantos tenis pa que yo rompiera contra el cemento.
Claro que en esos años uno se creía Platini y a duras penas uno clasificaba pa’ ser la “Cachaza” Hernández ¿se acuerdan de esa boleta de jugador que tenía Santa Fe? Qué man tan ñero ¡y tan malo! Eso ni yo que ya de grandecito me di cuenta que era un troncazo y no el Maradona que me creía cuando bebé. Al principio corría a la cancha a ver los partidos de los grandes, apostaba con los demás pelaitos a ver quién alcanzaba más balones… nunca gané, pero ya los jugadores y los árbitros me conocían y a veces me gastaban Coca-cola. Mis hermanos mayores jugaban, pero no eran buenos. El Luis se calentaba muy rápido y siempre le sacaban roja.
Mi primer equipo fue “la toco y me voy” pero esa recocha era más lo segundo que lo primero: nos goleaban y siempre sacaban en la primera ronda. Así ninguna nena se fijaba en nosotros porque éramos el chiste de la cuadra. Luego fui el defensa de “la madre si nos ganan”: teníamos un buen combo y un arquerazo que no dejaba un solo rotico sin tapar en el arco. Es que en eso las banquitas se parecen al hockey sobre hielo, pero con nuestras reglas. La cancha tiene el mismo largo y ancho de las de micro, pero las arquerías son pequeñitas; igual la bomba de donde no se puede hacer gol. Yo creo que esas medidas salieron de la costumbre de jugar fútbol en canchas de básquet y de hacer los arcos con piedras. Si la NBA tiene sus propias normas, porqué no podemos hacerlo nosotros. Incluso en un torneo de la Victoria daban medalla al que hiciera el gol más artístico.
El otro equipo del que me acuerdo mucho es “rolos hasta la muerte” en el que sólo jugábamos hinchas de los dos equipos de Bogotá. Nada de bogotanos chimbos, apaisados, ni de hinchas de los traquetos del América. Era bacano porque un torneo jugábamos con la roja de Santa Fe y la siguiente con la azul de Millos. Una vez hicimos una mezcla de Boca- Santa Fe en el uniforme y otra de River- Millonarios, por aquello de la historia ¿no? Ganamos varios trofeos, con los que hubo buena plata y al final nos patrocinó don Libardo, el dueño de la licorera que está enfrente de “La bombonerita”, como bautizamos la canchita que queda detrás de la urbanización Horacio Orjuela en donde la Junta de Acción Comunal organizaba campeonatos piratas. La historia con ese equipo no acabó bien: me pelié con todos porque chupaba mucha banca y no aguanta salir corriendo del trabajo y bajarme como Clark Kent de las busetas, quintándome la ropa para llegar a tiempo y cambiado a firmar las planillas del partido, para luego tener que aguantarme todo el partido sentado viendo pa arriba. Esa era mucha humillación delante de mi mujer y de mis hijos. Sin embargo, qué cosas, a ella la conocí jugando para ese combito.
Ahora estoy en “Columnas Banquitas Club”, una chimba de equipo porque no nos interesa ganar sino pasarla bien. Tomar aguilita en el “tercer tiempo” en compañía de nuestras féminas e hijos. Yo le digo siempre a la Tatiana: ¿qué prefiere, que chupe y me meta quien sabe con qué vieja en otro lado o acompañarme a tomar aquí en el barrio, después de los picados, con los amigos?
Tiempo de reposición. Lo que está en juego
Resulta sintomático que, en las mesas locales organizadas por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte (entre octubre y diciembre de 2008) con el objeto de elaborar un diagnostico del deporte, la recreación, la actividad física y el uso de los escenarios recreodeportivos en Bogotá2, uno de los reclamos más repetidos de los participantes en las deliberaciones haya sido la crítica a la concepción monolítica de parques que han tenido las distintas administraciones distritales y el Instituto Distrital para la Recreación y el Deporte –IDRD- expresada en el modelo consistente en un rectángulo pavimentado rematado, en sus dos extremos más angostos, por una portería de microfútbol y un poste que sostiene un tablero y un aro de baloncesto. A esos parques, que en la clasificación técnica del Distrito pueden ser barriales o locales, se les ha denominado con el sofisticado término de “polideportivo”3.
Así, las canchas de microfútbol constituyen el modelo por antonomasia de parque en Bogotá. Modelo reducido en espacio y en posibilidades porque apenas privilegia cierto tipo de actividad física y expresión motriz: la asociada al deporte y –en específico- a juegos de conjuntos con pelotas que dan bote. Pero lo referido a acondicionamiento físico, psicomotricidad, expresión corporal y sociomotricidad, que son algunos de los paradigmas históricos de la educación física colombiana, quedan por fuera del abanico de opciones. Modelo hegemónico, en términos de Pierre Bourdieu, que estimula la competencia, la virilidad (si bien el microfútbol tiene cada día tiene más adeptas y el baloncesto ha demostrado ser más democrático en su práctica según sexo) y la exclusión: el deporte parece destinado a la práctica de unos pocos; los talentosos y de ellos sólo una inmensa minoría son los que ganan.
Es la perspectiva del deporte de alta competencia que se opone a la del “deporte para todos” y de otras acciones humanas como la recreación. Es la corriente dominante que se traduce en los usos que la gente les da a las canchas: siempre hay niños, jóvenes y adultos jugando, en horarios –respectivos- de mañana, tarde y noche; sea de manera aficionada o en campeonatos; mientras niñas, mujeres y población en estado de discapacidad observan o, sencillamente, no están. Se excluyen y/o se invisibilizan.
Escenarios de micro y baloncesto que son adaptables (por economía y por inventiva local) a banquitas, abundan no sólo en los barrios populares de Bogotá, sino –ver censo de parques del IDRD en la bibliografía- en todo el Distrito Capital y no es de extrañar que en todo el país. Canchas que, dadas las condiciones expuestas, eclipsan la posibilidad de practicar otras disciplinas deportivas o de disfrutar expresiones recreo-deportivas distintas al fútbol y derivados como las banquitas. Es la geografía urbana como factor condicionante de geografía humana ¿Qué fue primero: las canchas o la pasión que ellas generan? ¿Esa pasión hizo construir las canchas o fue al revés? La pregunta tiene cariz ontológico e indaga sobre tiempos, pero no discute la pasión del fútbol como deporte rey en Colombia. Para la muestra un botón: en una encuesta a escolares de San Cristóbal (Localidad 4ta, situada al suroriente de la ciudad), ante la pregunta “qué quieres ser cuando grande” los niños entre 1º y 5º primaria marcaran la casilla de “futbolista” (Restrepo, 1999). Otra vez: la arquitectura urbana como condicionante de la vida social y las expectativas sociales como factor de construcción física de la ciudad.
En ese sentido, no deja de ser paradójico que pese a la amplia oferta de canchas de microfútbol que hay en la capital, esta práctica no haya superado el nivel aficionado: en Colombia no existe liga profesional como si ocurre en Brasil, Paraguay, Argentina y Venezuela. Ese panorama de exceso de oferta y poca demanda de microfutbolistas se resuelve en el propio barrio: los campeonatos pululan y el calendario incluye juegos en días feriados. Alrededor de tales torneos se desmadeja una dinámica social que incluye comercio, apuestas y violencia. También se ponen en juego otras dimensiones como el orgullo, el prestigio, la identidad y el folclor local. Aparece el héroe local y se configuran estereotipos que distinguen “a los del barrio”: manes que hablan, se visten, se relacionan y representan a la cuadra, la manzana, el conjunto, el barrio y la propia localidad.
Dinámica social en derredor de las canchas que –justo es decirlo- presentan un esguince tanto a la inequidad del deporte competitivo, como a la rigidez que plantea el pavimento de los parques-canchas de micro: allí –como en la perinola- todos juegan, o casi todos; existen tantos torneos durante los 365 días del año que las posibilidades de participar son altísimas y en esos campeonatos a la postre acaba vinculada la familia de los protagonistas directos. Es la cancha como escenario extendido de la clase de educación física en el colegio; como campo deportivo, como tribuna de integración comunal; como plaza política, como proscenio de comparsas y carnaval local; como espacio de bazar, feria y circo; como verbena y pista de baile.
En localidades como San Cristóbal el partido de banquitas de dos equipos del barrio llega a ser más importante que el juego de la Selección Colombia de fútbol en las eliminatorias. Lo local por encima de lo global en dónde la expresión “glocal” acuñada por Roland Roberson se realiza a medias: se admira más al goleador del barrio que a Messi. Se aprecia más al que nos gana a nosotros que al que gana a nombre de nosotros. Se quiere más al que vence en franca lid con nuestras propias leyes: las que expresan los códigos de barrio y las que refieren al genoma de lo local. Es la cancha pavimentada como epicentro social. Es la cancha como patrimonio arquitectónico del barrio: patrimonio tangible porque vive habitada por los jugadores y sus familias, espectadores, directivos, caza-talentos, políticos, vendedores, etc., pero también como capital inmaterial porque su espectro de acción supera los propios partidos y alienta el ritmo de vida que hay entre un juego y otro; entre un torneo y otro; entre un título y otro. Entre un festejo y otro.
Son las banquitas una suerte de patrimonio unas veces ambivalente y otras veces ambiguo: ora representa los nobles ideales del deporte; ora encarna exclusión de género y de lugar de habitación; unas veces es funcional al estereotipo que reduce todo a nivel de “mero folclor” y otras veces exalta la inventiva local produciendo redenciones como la de los héroes locales y como la de los integrantes de la Selección Colombia de fútbol-sala que son de esos lares. Es el juego de las banquitas: una pasión de letras minúsculas de la otra gran pasión, el fútbol, que es considerada por muchos, patrimonio de los colombianos.
Notas
1. Vale decir que el autor vivió dos años (1996- 1997) en el sector y que participó en varios torneos en los que apenas contabilizó un gol ¿Dará ese dato legitimidad al texto? Los lectores juzgarán.
2. Los resultados de ese diagnóstico participativo se encuentran en el documento “Recomendaciones para la política 2009- 2019” de Pardo, Franco, Canal et al. 2009, reseñado en la bibliografía de este artículo.
3. Ver “Censo de parques por Localidades”. Documento digital. 2006. Bogotá, IDRD. Alcaldía Mayor de Bogotá.