Introducción
Escribo este texto un día después de que se anunciara la muerte del joven estudiante Dilan Cruz, quien fue asesinado por el ESMAD mientras participaba de las protestas del 23 de noviembre, en Bogotá. Empiezo desde aquí porque este hecho inaceptable y profundamente doloroso, lo digo desde un estremecimiento ético-político, sin sentimentalismo, tiene que ver estrechamente con parte de las consideraciones que quiero plantear aquí. Este eje de reflexión tiene que ver con la manera en que, por mucho tiempo en Colombia, se ha estigmatizado, perseguido, criminalizado y reprimido la protesta social e incluso cualquier práctica manifiesta de abierto disenso. Y esto ha sido evidente, de nuevo, y quizá de manera más patente, por la enorme convocatoria de las protestas que se han dado ahora, a fines de noviembre. Quisiera sugerir, primero, que esta neutralización violenta y anti-democrática de la protesta social, tiene que ver con una devaluación general de ésta que se deriva de algunas formas de despolitización del mundo que habitamos, y que puede dar lugar también a cierres autoritarios del espacio público, como los que hoy en día estamos padeciendo. Y en segundo lugar, quisiera argumentar brevemente, retomando algunos planteamientos de Hannah Arendt, la importancia de garantizar el derecho a la protesta en un orden político que pretenda llamarse republicano y democrático.
Empecemos, primero, por algunas formas de devaluación de la protesta que se han expresado en diferentes espacios, en los que se forma y circula opinión pública en el país, y que se hacen patentes en enunciados como estos: “en lugar de protestar, a trabajar”, “la protesta tiene que regularse para que no afecte las actividades diarias”, “a quien protesta se le deberían descontar los días de trabajo”. Estos enunciados emergen de una racionalidad gubernamental que, al economizar todas las esferas de la vida y reducir todas las prácticas y los agentes a empresas y emprendimientos, desde una lógica de inversión centrada únicamente en alcanzar la eficiencia y la productividad, ha traído como efecto una creciente despolitización del campo social. En efecto, esta despolitización se ha venido produciendo toda vez que se han desmantelado formas de solidaridad que podían establecerse a partir de derechos sociales, a través de formas precarización, que han acentuado la creciente insignificancia de quienes son marginalizados; al vaciar las instituciones representativas en la medida en que éstas se han fusionado con intereses corporativos y terminan “representando” sobre todo a estos; al reducir cada vez más los espacios y mecanismos para la intervención ciudadana; al privilegiar saberes expertos sobre el criterio de las personas directamente afectadas; al dar lugar a formas de subjetivación centradas en el deseo del éxito, el consumo, la auto-realización personal, es decir, orientaciones vitales que pierden de vista el mundo que se comparte con los demás, entre otros factores.
Pero este economicismo despolitizante no sólo conduce a la desvalorización de la protesta social, sino que, de la mano con esto, tiende a estigmatizarla, dado que ésta se identifica con una disrupción que amenaza la estabilidad y seguridad de los ambientes de inversión que, a la luz de esta lógica, interesa, ante todo, asegurar. Por eso, se anticipa el riesgo de la protesta y los eventuales efectos de desorden, violencia, disturbios que ésta puede producir. Sabemos que esta anticipación del riesgo se radicalizó con visos autoritarios en Colombia en las últimas semanas, y por falta de espacio no puedo detenerme a analizar distintos aspectos que pueden estar asociados a esto, entre los cuales sin duda puede estar la creciente pérdida de legitimidad del actual gobierno y su necesidad de defenderse inmunitariamente contra las manifestaciones que acentúan esta creciente ilegitimidad. Me interesa destacar sólo cómo en nuestro contexto la anticipación del riesgo, que podría traer la protesta, se transformó en un proyectado anuncio de que ésta sería violenta, y cómo esta conjetura sobre la supuesta violencia inminente de la manifestación disensual “justificó” la militarización de las ciudades, y ha traído consigo un comportamiento represivo contra la movilización en general, que ha adquirido incluso rasgos autoritarios. Pues en un régimen democrático una fuerza antidisturbios no se puede convertir en una fuerza anti-protesta, como ha venido sucediendo con el ESMAD; ni mucho menos los representantes de un gobierno democrático pueden “justificar” crímenes de Estado, que sistemáticamente se vienen produciendo contra personas que disienten, haciéndolos ver como “accidentes” o “efectos colaterales indeseados”. No tengo espacio para analizar esta deriva autoritaria del gobierno actual de Colombia y cómo se ha venido instaurando de la mano con una política del miedo. Con respecto a esta última sólo quiero destacar lo siguiente: por una parte, cómo el miedo apunta a deshacer una creciente repolitización que, con la protesta, se ha venido dando en Colombia, para desactivar con ello la organización del descontento social; y, por otro lado, cómo este miedo puede hacer de la protesta su objeto, al nutriste de prejuicios que muchas personas del común han venido albergando contra la movilización social igualitaria, al considerarla destructiva, inconveniente e improductiva, y una amenaza para su seguridad, y la de sus propiedades (grandes o pequeñas). Prejuicios que a veces se oyen en las calles, cuando la gente exclama:
“muchachos ya paren el paro, que la cosa se les salió de las manos”
o de manera más radical:
“esos que protestan sólo unos vándalos que crean desorden y merecen ser controlados”.
Evidentemente estos prejuicios contra la protesta social se han incorporado, y dependen de muchas otras incorporaciones. Y por eso no pueden deshacerse o contra-restarse simplemente a través de argumentos plausible o convincentes. Sin embargo, en lo que resta de este texto quisiera presentar algunos argumentos, que apuntan a confrontar esta desconfianza frente a la protesta social, aunque no puedan desmontarla.
(i)En primer lugar, es clave explicitar que la protesta que es más perseguida, y de la que he venido hablando, es la protesta igualitaria, esto es, aquella que cuestiona un estado de cosas por las formas de desigualdad que éste reproduce y, que se torna entonces disruptiva de un cierto statu quo. La protesta regresiva, contra la expansión de derechos o ciertas formas de subjetividad transgresiva, tiende a ser respetada y protegida por las fuerzas del orden, ya que además obedece a normativas sociales muy establecidas. Es obediente, frente a la desobediencia que escenifica toda manifestación política disruptiva.
(ii) De hecho, si la protesta social igualitaria tiende a ser desvirtuada y muchas veces perseguida, desde formas de compresión muy codificadas, es porque necesariamente despliega formas de desobediencia: frente a ciertas normas, formas de gobernar, marcos, legales, decretos o prejuicios sociales con los que se muestra en desacuerdo o inconforme. Y para manifestar este descontento desobedece normativas de tránsito, horarios laborales establecidos, códigos normalizados de conducta. Además, como bien lo destacó Arendt, en su texto “Sobre la desobediencia civil” (1971), a pesar de que los regímenes democráticos tienen que garantizar el derecho a la protesta en sus marcos legales, ésta siempre los excede de uno u otro modo si apunta a transformaciones genuinas de un estado de cosas sancionado jurídicamente, bien sea para crear nuevos derechos, cuestionar unos existentes, ampliarlos; o bien sea para confrontar política públicas legalizadas o instituciones establecidas, que pueden contradecir derechos constitucionales o normativas previamente establecidas. Este, por ejemplo, es el caso de la movilización actual, y sus reclamos de acabar con el ESMAD (en tanto que está atentando contra el derecho constitucional a la protesta) y de hacer cumplir la implementación del acuerdo de paz (legalmente sancionado). Por lo tanto, son las movilizaciones igualitarias las que permiten que cambios verdaderos se puedan dar; son ellas las que obligan a que un orden de cosas establecido tenga que cambiar, ya que éste por sí mismo sólo reproduce sus dinámicas, incluso en las transformaciones desde adentro que contempla.
(iii) Asimismo, las formas de protesta hacen valer que el conflicto social es irreductible. Disuadirlas y neutralizarlas sólo trae consigo más violencia, ya sea por la violencia estatal que se tiene que desplegar al reprimirlas y perseguirlas, ya sea por las formas de reactividad y paranoia que esta represión puede desencadenar en quienes protestan. Más aún, un régimen que impide el disenso, este es punto central de Arendt, no puede esperar el asentimiento de sus ciudadanos, ni que éstos lo respalden afirmativamente, sino que tendrá que apelar cada vez más al miedo y a formas de violencia, para contra-restar su impotencia. Pero por esta vía este régimen, como ya lo advertía Maquiavelo, no hace sin sembrar, poco a poco, su auto-destrucción.
(iv) Por lo anterior es problemático pensar que las protestas igualitarias traigan una nociva inestabilidad. Al contrario, como lo planteó de nuevo Maquiavelo, un régimen se hace más estable, y más aceptado entre sus ciudadanos si puede encontrar la manera en que el conflicto social, en todo caso irreductible, se exprese. Esto supone que las instituciones no pueden defenderse inmunitariamente contra manifestaciones que eventualmente puedan mostrar la pérdida de legitimidad de aquellas y la necesidad de que sean transformadas o cambiadas.
(v) Otro punto que resulta fundamental en el mundo que habitamos, dadas sus ten – dencias homogeneizantes, es la manera en que la protesta social permite contra-restar prácticas culturales e identidades sociales que se han vuelto incuestionadamente hegemónicas y que tienden a cerrarse contra aquellos que exceden sus fronteras de pertenencia. En este sentido, como bien lo entrevió Arendt, tales manifestaciones permiten resistir a los “peligros irrefrenados del dominio de una mayoría”.
(vi) Además, y por varias de las razones que he mencionado, el derecho a la protesta acoge como una actitud importante el poder desobedecer. Esto es fundamental porque cuando una sociedad se acostumbra a la obediencia incondicional, y se normaliza de acuerdo con un código de conducta que no admite la actitud crítica, puede llegar a ser capaz de las peores cosas. Así lo demostraron muchos ciudadanos de la Alemania nazi, como bien lo ponen de manifiesto las reflexiones de Arendt sobre la banalidad del mal. Lo que esta formulación sugiere es que el acostumbramiento al cliché, y al seguimiento de normas por mera obediencia hace perder la capacidad de confrontar estas normas, cuando estas se vuelven injustas y abren un abismo entre la legalidad y la justicia.
(vii) Más aún, dadas estas razones y otras que por razones de espacio no puedo considerar aquí, desde los planteamientos de Arendt el derecho a la protesta expresa un meta-derecho fundamental. Esto quiere decir que se trata de un derecho que le da sentido a todos los demás derechos: el derecho a tener derechos, el derecho a poder exigir que se puedan reclamar derechos cuando estos se niegan. Sin este meta-derecho no tienen ningún sentido, según esta autora, los derechos humanos. De modo que, a la luz de estos planteamientos, un régimen que impide el derecho a la protesta atenta fundamentalmente contra los derechos humanos.
Seguramente este texto no interpelará a quien no esté ya previamente convencido de la importancia de las protestas que se vienen dando en el país, de la importancia de que se puedan manifestar, y de que sus exigencias puedas ser atendidas. Sin embargo, siempre puede resultar útil revisar las razones de lo que acogemos y reflexionar sobre sus implicaciones, y hacia dónde nos pueden llevar. Este texto Foto: apunta solamente a propiciar una breve revisión de este tipo.
Notas
1. Una versión previa de este texto salió publicada en el Portal de Arcadia, el 27 de noviembre de 2019.