Fotografía por Justin Kerr, K4825
Visitar la mayoría de los sitios arqueológicos hoy en día es diferente de lo que hubiera sido hacerlo en el pasado lejano. La Acrópolis ateniense albergaba dioses y estelas de mármol que no deslumbraban por su blanco reluciente, sino por su tecnicolor (Abbe, 2015; Brinkmann y Scholl, 2010); las paredes aparentemente no ornamentales de Angkor Wat, Camboya, solían exhibir elefantes que retozaban y elegantes palacios (Tan, 2014); la antigua ciudad de Petra no estaba rodeada de desiertos áridos, sino de jardines florecidos con hojas de vid y árboles de granada (Berenfeld et al., 2016); y en el Templo Mayor de Tenochtitlán, una edificación que se elevaba sobre los canales entrecruzados del Lago de Texcoco en lo que hoy corresponde a las calles de Ciudad de México, se podía observar pintura y colores alusivos a diferentes dioses (López Luján y Chiari, 2012).
Las antiguas ciudades mayas también están completamente cambiadas. Las selvas exuberantes que existen hoy en día estaban deforestadas en gran medida en el pasado; las calles y plazas que ahora están cubiertas de lodo o pasto alguna vez estuvieron compactadas y revestidas con yeso de cal blanca; los templos de piedra caliza estaban estucados y pintados de rojo, y a veces tenían inclusiones minerales que brillaban cuando les daba el sol. Pero en el transcurso de unos cortos siglos, la mayoría se deterioraron, la mampostería se cayó y el yeso se afectó con las lluvias monzónicas, solo quedaron en pie algunos muros o edificaciones con bóvedas intactas que han perdurado hasta el presente (Houston, en prensa).
Las diferencias visuales son evidentes, pero lo son todavía más algunos aspectos sensoriales de la vida maya. A lo largo y ancho de Mesoamérica, y partes de suroeste de América, muchos pueblos indígenas concibieron un antiguo complejo cultural que la antropóloga lingüista Jane Hill (1992) llamó “Mundo Florido”: un lugar celestial de origen y retorno asociado con la luz del sol, el calor, la música, los colores brillantes y los fragantes aromas de las flores. Los mayas del Clásico asociaban este concepto específicamente con la Montaña de las Flores, hogar de dioses y ancestros que también servía para ascender al reino paradisíaco del sol (Taube 2004:69). Los mayas del período Clásico, que hicieron todo lo posible para que su mundo fuera como ellos querían que fuera, (re)crearon la Montaña de las Flores no solo mediante las imágenes y los simbolismos empleados en el arte y la arquitectura, sino también mediante la experiencia corporal de la vida cortesana. Si bien las ruinas de los antiguos palacios mayas siguen siendo espacios con olores intensos –a menudo el aroma de las lluvias tropicales y de la tierra húmeda– en el pasado eran espacios aromatizados con flores y ramos, perfumes dulces e incienso fragante.
Figura 1. Dos nobles, sentados a cada lado del soberano, se acercan a la nariz pequeños ramos de flores amarillas. Fotografía por Justin Kerr, K4825
Varias escenas de las cortes mayas del período Clásico pintadas en cerámica muestran a reyes y cortesanos que sostienen pequeños ramos de flores, usualmente de delicadas flores blancas o amarillas (por ejemplo, Figura 1). Las flores se han identificado tentativamente como Cymbopetalum pendiflorum (comúnmente llamada “flor de la oreja”), que crece como un pequeño árbol o arbusto (Houston et al., 2009:50). Las flores de la oreja tienen un aroma bastante intenso cuando están frescas; los pétalos secos también se usan como especia y se adicionan a los chocolates de beber y a los atoles, y a veces también a los pinoles y al café (Murray,1993:43). Estas flores que se llevaban en las manos se han interpretado en ocasiones como las versiones mayas de los ramilletes europeos: pequeños buqués de flores que se volvieron populares en Europa cuando esta fue azotada por la Peste Negra (por ejemplo, Houston et al., 2006: 3; Houston y Newman, 2020:35). En Londres del siglo XVII, estos arreglos florales se llevaban en la mano cuando las personas se aventuraban fuera de casa, con el fin de repeler (de acuerdo con los conocimientos médicos de la época) el hediondo olor a muerte de las calles que inducía la enfermedad.
Figura 2. Una escena de palacio muestra a un individuo (a la izquierda) sosteniendo un ramo de flores blancas, mientras que otros sostienen pequeños abanicos y los músicos tocan trompetas. Bajo el trono del soberano, rebosan tres jarras de líquido en fermentación. Fotografía por Justin Kerr, K1453.
Sin embargo, muchas escenas solo muestran a unos pocos individuos con ramos de flores en las manos, mientras que otros cortesanos y asistentes tocan instrumentos musicales o se abanican (por ejemplo, Figura 2). En lugar de cumplir la función de repeler o cubrir olores desagradables, las flores particularmente fragantes eran uno de muchos elementos diseñados para evocar el paraíso floral del reino de la realeza. El viento, la música y las fragancias impregnaban los tronos de los palacios mayas, y recreaban la Montaña de las Flores para el rey y todos los que se relacionaban con él.
Esta inmersión se entremezclaba con la ingesta. Las escenas de la vida cortesana que contienen pequeños arreglos florales también suelen incluir otras ofrendas destinadas para el consumo, desde jarras burbujeantes de pulque de agave (una bebida alcohólica que puede haber incluido miel, en una jarra que se ve justo debajo del soberano en la Figura 2, ver también Figura 3) hasta jarrones con chocolate espumoso, pasando por el vapor que brota de los platos de tamales (Figura 3) y los remolinos formados por el humo de cigarros (Figura 4). Es posible que las flores fragantes sean un “plato” inicial en un banquete elaborado, como lo registraron observadores españoles con respecto a los palacios aztecas de Centroamérica en el siglo XVI (Sahagún, 1959, Book 9: 335-336). El tabaco, en particular, combinaba las experiencias sensoriales del olfato y el gusto.
Figura 3. Dos cortesanos sostienen pequeños ramos de flores amarillas ante la presencia el rey, cuyo trono está rodeado por ofrendas de alimentos y bebidas. Fotografía por Justin Kerr, K1599.
Figura 4. Un asistente (a la derecha) enciende un cigarrillo delgado usando una antorcha, probablemente para el rey. Fotografía por Justin Kerr, K5453.
La planta era popular en todo el mundo maya (Robicsek, 1978): se podía fumar, moler e inhalar, mezclar con lima como un buyo masticable, o incluso aplicar como ungüento frotado en el cuerpo o un bálsamo aplicado en los labios (Bye 2001:235; Houston y Newman 2020: 59). Los mayas yucatecos coloniales tempranos, y la etnia maya de los lacandones, quienes consumían tabaco en pipas o en la forma de cigarrillos delgados, vinculaban explícitamente esta deliciosa indulgencia con oler flores dulces (Tozzer1907:142-143,1941:106 n.484). Ingerir ciertas flores fragantes también podía tener efectos sensoriales más allá del olfato y el gusto. Las orejeras mayas de jade, por ejemplo, se asemejan a la forma de las glorias de la mañana (Ipomoea violacea), un conocido y poderoso alucinógeno (Zidar n.d.). Algunas vasijas pintadas muestran bailarines y músicos rodeados de flores enjoyadas flotantes (Figura 5), que son representaciones explícitas del hermoso y sensual mundo de la Montaña de las Flores, recreado por aromas y canciones, y quizás también por sustancias que alteran la mente (Houston et al., 2006: 269; Looper, 2009:59-60). Los cuerpos mismos de los bailarines eran igualmente fragantes. A menudo se incorporaban flores en sus atuendos, en particular en los tocados, mientras que raíces, cortezas, hojas y flores prensadas o maceradas se mezclaban con grasa animal, excipientes vegetales o resinas aromáticas para crear ungüentos perfumados y pinturas corporales aromatizadas (Vázquez de Ágredos Pascual y Vidal Lorenzo, 2017: 158-159). Una escena cortesana (Figura 6) muestra a un grupo de bailarines y músicos preparándose para una presentación. Un asistente aplica pintura corporal roja a las piernas de un bailarín que lleva un atuendo especial, mientras que otro lleva en su mano una ninfeácea grande; se puede ver la misma flor en los tocados de los bailarines.
Las animadas escenas cortesanas ilustran cómo los mayas convertían sus palacios en paraísos, pero el Mundo de las Flores no era experimentado exclusivamente por los vivos. La muerte, en especial la muerte de los miembros de la realeza, estaba acompañada de fragancias y banquetes.
Figura 5. Bailarines en trajes elaborados, que tocan sonajas y raspadores, están rodeados por imágenes de flores enjoyadas. Fotografía por Justin Kerr, K4824.
Figura 6. Un grupo de bailarines, adornados con tocados de ninfeáceas, se preparan para una presentación. A la derecha, un asistente aplica pintura corporal roja (posiblemente aromatizada) a las piernas de uno de los bailarines. Fotografía por Justin Kerr, K3009.
En los textos jeroglíficos del período maya Clásico, a veces se describe la muerte usando una expresión que se refiere a la expiración de una fragante flor blanca, sak nikte’ –posiblemente plumería (Plumeriaalba)– como metáfora para el aliento de los difuntos (Houston et al., 2006: 147). Al igual que en las escenas de bailarines que se aprecian en elementos cerámicos pintados, dibujos de flores flotantes y joyas adornan las paredes de las tumbas mayas del Clásico en Tikal y Río Azul, y la famosa tapa del sarcófago del Rey Pakal de Palenque (Houston et al., 2006: 147), estos sumergen a los difuntos en las imágenes, sonidos y aromas de la Montaña de las Flores. Los cadáveres de miembros de la realeza se envolvían en textiles que se endurecían con arcilla o se impregnaban con resinas para solidificarlos y preservarlos (Scherer 2015: 84–89). También se incorporaban a estos hierbas y flores aromáticas, como hojas de pimienta de Jamaica. El cuerpo también se podía recubrir tanto con hematita de color rojo oscuro como con cinabrio brillante, y se aplicaban los mismos pigmentos basados en mercurio al exterior de los textiles. A estas pinturas se les mezclaban savias de pino y copal de aroma dulce, lo que creaba revestimientos coloridos y fragantes para aplicar a los cuerpos y sus envolturas
(Vázquez de Ágredos Pascual y Tiesler, 2020:34). Este tipo de tratamientos no solo servían para absorber los líquidos y enmascarar el hedor de la descomposición, sino también para negar la realidad de la muerte, y reforzar la presencia continua del rey como aromáticamente intensa y placentera. Al igual que en vida, ofrendas de alimentos y bebidas se preparaban y ubicaban alrededor de los muertos: los mismos tamales humeantes, el chocolate espumoso y el licor de pulque o una bebida a base de corteza llamada balché. Algunos elementos también se quemaban como ofrendas, y se servían para el consumo en la forma de humo, incienso y cenizas.
Visitar las ruinas curadas de una antigua ciudad maya, u observar un jarrón delicadamente pintado en una vitrina de un museo, nos permite vislumbrar la vida en el pasado, pero la experiencia es principalmente sólida, seca y visual. El mundo maya del período Clásico, en especial dentro de sus cortes de la realeza, era un torbellino sinestésico de ensamblajes sensoriales complejos con influjos olfatorios, gustativos y quinestésicos orquestados. El paraíso no solo era imaginado y representado: era experimentado, tanto por los vivos como por los muertos.