La minería en Colombia atiza la caldera de la locomotora del progreso. Desde su posesión como Ministro de Minas y Energías, Mauricio Cárdenas ha asegurado que los rieles de esta máquina serán una vía hacia el progreso económico del país (Caracol Radio 2011). Ciertamente, la promesa de carbón y oro en los suelos colombianos —aún sin explorar— atraerán como nunca antes la inversión extranjera. No obstante, esta posibilidad de lucro y progreso nacional encuentra, a su paso, un dilema histórico: buena parte de las áreas de las que se piensa extraer la riqueza son protegidas, es decir, lugares que han sido definidos geográficamente para ser regulados y administrados a fin de alcanzar objetivos específicos de conservación ambiental y cultural. La Política Nacional de Biodiversidad, que rige esta labor de administración, se fundamenta en un principio de diversidad biológica que tiene tanto componentes tangibles —a nivel de: moléculas; genes y poblaciones; especies y comunidades; y ecosistemas y paisajes— como intangibles —los conocimientos, innovaciones y prácticas culturales asociadas— (MMA y DNP 1997).
Consideremos por ahora los componentes intangibles antes mencionados. En ellos se invoca a los distintos grupos humanos que forman parte de eso que llamamos “país multicultural”, noción sobre la cual hemos construido —como Nación— un sentido de lo patrimonial. En relación con este tema se abre un escenario de paradojas entre la agenda que propende por la prosperidad y la que propende por la conservación de la diversidad. En efecto, la coyuntura minero-energética significa para una parte del país su cuarto de hora para el crecimiento económico, el cumplimiento de las metas de generación de empleo y la inversión en infraestructura —mayor limitante de la competitividad—, entre otros indicadores fundamentales para el desarrollo; sin embargo, para otra parte del país esta coyuntura representa un riesgo para las comunidades y las especies, que presentan preocupantes síntomas de exposición y vulnerabilidad. Lo protegido ya no parece serlo tanto y muchos sostienen que el patrimonio, generalmente evocado con orgullo nacional, cede frente a la presión del país enfocado en la productividad y el crecimiento económico.
¿Para quién el progreso?, ¿qué privilegiar?, ¿quién decide qué se protege, cómo y hasta dónde? Estas son solo algunas de las preguntas que forman parte del dilema que hoy enfrentamos como sociedad. En lo que sigue propongo una aproximación a las cuestiones que suscita uno de los conflictos más visibles de la coyuntura, a saber, las contradicciones desencadenadas por la actividad minera en el contexto de los Parques Nacionales Naturales (PNN) y su expresión en el marco legal.
El riel que se bifurca
Los PNN prestan un servicio ambiental al país. Por un lado, conservan recursos hídricos como lagunas, ciénagas y páramos, fuentes que proporcionan el agua necesaria para la vida diaria, el riego de cultivos y los procesos industriales (PNN s. f.). Por otro lado, la importancia de los Parques Naturales radica en la preservación de la biodiversidad in situ, garantizando seguridad alimentaria y diversidad genética (PNN s. f.). Ahora bien, la problemática gira en torno al hecho de que un gran porcentaje de la tierra inexplorada y con potencial minero de nuestro país, se encuentra enmarcada en las zonas protegidas.
Permitir la minería en los PNN y demás zonas protegidas tienen implicaciones ambientales y socioeconómicas. En muchas de las zonas donde1 se están haciendo licitaciones para explotar la minería hay pueblos y comunidades indígenas, campesinas y/o afrocolombianas. Una gran porción de esta población denuncia los desplazamientos forzosos que deben realizar para protegerse y salvar a sus familias, como sucede en los municipios del Cauca. Argumentan que, con la llegada de las empresas mineras, llegan también los paramilitares, quienes usan el terror y la presión para sacar provecho lucrativo (Gorman 2011). Esta población ve afectada sus medios de producción, pues no pueden realizar la minería artesanal ni cultivar las tierras, vulneradas por los químicos empleados para la explotación minera. De igual modo, la promesa de oferta laboral de las empresas mineras es mínima: por hectárea generan alrededor de 0,6 empleos, mientras que una empresa arrocera produce seis (Martínez 2011).
Lo anterior, representado en el “riel de la locomotora” significa una bifurcación. Por un lado, dirige la vía con potencial económico enfocado en ciertos capitales de inversión; hacia el otro, la conservación de estos lugares y el bienestar de estas comunidades. En el contexto legal, el Artículo 34 de la ley 685 de 2001 que expide el Código de Minas hace referencia a las zonas excluibles de minería que están integradas por parques naturales, parques nacionales y reservas forestales. Sin embargo, el mismo artículo admite ciertas excepciones para la autoridad ambiental de la región. De igual forma, el Decreto 2820 con el que se modificó la Ley 99 de 1993 sobre Licencias Ambientales deja una puerta abierta a la minería en áreas protegidas: “se otorgará o negará de forma privativa la entrega de licencias ambientales para diversos proyectos”, sin excluir explícitamente las reservas naturales (Patiño 2010).
Del mismo modo en que las leyes protegen y desamparan los PNN, vemos el surgimiento paralelo de iniciativas para su preservación y de otras que los comprometen. Por ejemplo, en agosto de 2011, la Dirección de PNN del Ministerio de Ambiente revisó 37 títulos mineros dentro de parques naturales otorgados por INGEOMINAS. En esta revisión se buscó respetar los parámetros de las áreas protegidas y replantear las condiciones para la aprobación de los proyectos mineros. Algunos de los factores que se reconsideraron fueron el bienestar e impacto económico para la población adyacente, así como el grado de contaminación de los demás recursos naturales. La funcionaria encargada de esta revisión afirmó que los títulos que no estuvieran dentro de los parámetros se cancelarían (Robayo 2011).
Por otra parte, en julio de 2010, el Ministerio Medio Ambiente y Vivienda pronunció el Decreto 2372 para organizar el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SINAP). Con este decreto se simplificaron los 200 tipos de áreas naturales protegidas por el Ministerio y pasaron ser solo siete. Después de emitido el decreto, las CAR tuvieron hasta el 1 de julio de 2011 para reclasificar las áreas a su cargo. No obstante, 13 de las 33 existentes no mandaron su informe. Además, las entidades que sí organizaron sus categorías se vieron en la obligación de “bajar” de rango a muchas zonas protegidas. Estos sucesos les dan mayor oportunidad a las empresas mineras de explotar dichos lugares (Revista Semana 2011).
Por lo pronto, los efectos de la inversión minera ya son reconocibles en algunos sitios; por ejemplo, en Marmato, en el departamento de Caldas. Este lugar, ubicado en el corazón del Eje Cafetero, es una de las fuentes mineras más grandes de Colombia. A pesar de esto, el pueblo está cubierto por una nube de cianuro, perjudicial para los habitantes y para los recursos naturales de la región (Original Caracol 2011). A esto se suma la posibilidad de desplazamiento de todo el pueblo para permitir la explotación minera de empresas internacionales. Así pues, resulta preocupante pensar que este es el camino que le espera a nuestros PNN.
El proyecto de minería a cielo abierto en el Páramo de Santurbán vulneraba 60% del área protegida. Este terreno tiene un promedio de 0,8 gramos de oro por tonelada de tierra, y para extraer esa cantidad de metal se necesitan 10.000 litros de agua y un kilo de cianuro (Martínez 2011). Sin embargo, antes de ceder este terreno, se logró generar conciencia sobre el potencial de contaminación, los riesgos de los gases liberados y el bienestar de la población, lo que desencadenó que la compañía canadiense Eco Oro, antes GreyStar, retirara la licencia técnica y ambiental para desarrollar el mencionado proyecto. Otros páramos que se encuentran en riesgo son Don Simón, Los Alpes, Los Gómez, Cumbaco, Santa Lucía y Barragán, localizados en Tolima. Este potencial minero compromete no solo los registros ambientales de este departamento, sino también los de los departamentos de Risaralda, Quindío y Valle del Cauca (Martínez 2011).
Para concluir, el balance entre las leyes, las necesidades y los intereses alrededor de la minería en Colombia seguirán generando debate sobre qué sectores deben primar. Así como se pidieron en concesión los páramos de Santurbán y los del Tolima arriba mencionados, están en negociación miles de hectáreas protegidas del país. Por su parte, el Gobierno Nacional ha sido reiterativo en afirmar que uno de sus objetivos es la búsqueda de un equilibrio entre la explotación de los recursos mineros y la preservación del medio ambiente, al considerar que es importante hacer compatibles la minería y la biodiversidad. Los defensores de la explotación minera argumentan que es posible adelantar una actividad minera de bajo o menor impacto ambiental, que conserve la parte renovable de los recursos naturales y donde el flujo de riquezas generadas por la explotación de los recursos naturales no renovables se invierta en otros sectores y actividades que puedan, a largo plazo, soportar un desarrollo sostenible e integral. En ese sentido, el presidente Juan Manuel Santos tiene entre sus prioridades encontrar un término medio que permita aprovechar esas riquezas en materia de minería y energía y al mismo tiempo preservar ese activo importantísimo. De hecho, Sandra Bessudo, Alta Consejera Presidencial para la Gestión Ambiental y la Biodiversidad, ha señalado que la “inversión minera es bienvenida, pero no a cualquier precio”, y que debe acompañarse de un trabajo intenso de la Fiscalía con el fin de vigilar que se cumpla la actividad minera respetando los recursos naturales (PNUD 2011). Sin embargo, y como se ha visto, viene creciendo en el país un sector de opinión que considera que seguir impulsando los megaproyectos de minería significa de cualquier manera poner en riesgo recursos no renovables y que, en consecuencia, la biodiversidad colombiana está bajo amenaza.
Por lo pronto, una instantánea de la coyuntura actual mostraría a un país que, enfrentado a la posibilidad de crecimiento en el modelo del desarrollo y a la promesa de progreso a través de la locomotora minero-energética, presenta signos de división en lo fundamental: ¿qué tipo de bienestar buscamos como sociedad y cuál es el precio histórico que estamos dispuestos a asumir para conseguirlo? Aunque son muchos los escenarios donde la pregunta resulta pertinente, el presente boletín explora solo uno de ellos, por considerar que, así contrastada, la pregunta cobra una vigencia y elocuencia notables. Dicho escenario tomó el nombre de “conflictos en áreas protegidas”, un síntoma del momento histórico que, abordado en el marco de esas dos fuerzas en tensión, algo nos dice sobre sus formas, contenidos y efectos.
Notas
1. Estas zonas se pueden consultar en línea en Geographiando 2.0.