Una transitada intersección del centro de Bogotá se había vuelto más densa que lo habitual. Dos carriles de la famosa avenida 19, a la altura de la carrera 4.a , estuvieron acordonados por casi siete días con cinta de seguridad negroamarilla. Allí, de entre la rabia y los sollozos, había surgido el primer altar a Dilan. “Este es un lugar de trauma, no de duelo”, me dijo atinado un transeúnte argentino. Y así era. A la media tarde del 23N, justo en la mitad de la calle, había caído desplomado aquel joven de 18 años tras el disparo mortal de una escopeta calibre 12, accionada por un miembro del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). El proyectil, de tipo bean bag (bolsa de fríjoles), calificado eufemísticamente como de “menor letalidad”1 , le dio con precisión en la zona occipital y le arrebató el movimiento, el ímpetu, la conciencia. Pero no fue allí donde ocurrió el deceso.
El segundo altar, por tanto, brotó a unas treinta cuadras del hecho, a las afueras del Hospital San Ignacio de la Universidad Javeriana, adonde habían transportado el herido hacia las cinco de la tarde. La ambulancia se abrió paso entre los marchantes que varias veces habían sido disueltos por la policía en las inmediaciones, acusados de concurrir a un “cacerolazo bailable” en el Parque Nacional para despercudirse gozosamente del toque de queda y de las campañas de pánico de la noche anterior. Allí también se uniría la peregrinación de otros que, como Dilan, insistían en llegar a la Plaza de Bolívar (la plaza central), pero que a diferencia de él se habían desviado hacia el norte ante la fuerte represión en distintos puntos del centro. Además de la 19 con 4.ª, los manifestantes que cruzaban la avenida Jiménez con 7.ª (la esquina de los cuatro poderes) recibieron la primera granada de aturdimiento del Esmad mientras culminaban la primera estrofa del Himno Nacional:
¡Cesó la horrible noche! La libertad sublime derrama las auroras de su invencible luz. La humanidad entera, que entre cadenas gime, comprende las palabras del que murió en la cruz.
Ya en días anteriores habían reinado la confusión y el terror en las movilizaciones hacia la plaza central, cuyos edificios icónicos (la Catedral Primada, el Palacio Liévano, el Capitolio Nacional y el Palacio de Justicia) lucían cubiertos por metros y metros de polisombra negra para contener las acciones vandálicas sobre la arquitectura, principalmente grafitis o destrucción de losas, pero que habían terminado por producir una imagen sórdida y oscura en el lugar, incluso bélica. Al final, habían fungido como ideales telones de fondo para las fotografías de primera plana y los titulares del día siguiente: “Fotos y videos mostraron cómo Plaza de Bolívar pasó de la paz al caos” o “En lamentable estado de destrucción quedó la Plaza de Bolívar” (El Tiempo, 2019a y 2019b). No pasó mucho tiempo para que toda versión oficial, con el devoto socorro de los medios, remarcara incesantemente la figura de un difuso personaje, el del vándalo, hábil enemigo ubicuo que, además de atacar el patrimonio arquitectónico, parecería no dudar en atacar la propiedad privada de los ciudadanos, quizá en la desolada noche de un toque de queda, como los decretados por el gobierno entre el 21N y el 23N en Cali y Bogotá. Parte de ese pánico instalado se hizo inasible, aunque generalizada, y conquistó las angustias de cientos de habitantes; otros terrores, en cambio, venían haciéndose manifiestos desde antes de iniciar el paro, a modo de detenciones, golpizas, redadas y allanamientos sorpresivos, algunos particularmente encarnizados.
Emergencias Segundo altar en el Hospital Universitario San Ignacio
(Pontificia Universidad Javeriana). Bogotá, Colombia, noviembre 24 de 2019.
El sábado 23N era entonces el sexto día de una semana convulsa. Una vez la ambulancia arribó con Dilan al hospital universitario y después de un excesivo despliegue verdinegro, del desfile de una tanqueta vieja y chorreada por las bombas de pintura, de una lluvia de gases pimienta y granadas aturdidoras, de las despavoridas carreras de la gente, los agentes motorizados se esfumaron de la zona de la Javeriana. El chico yacía en coma inducido, mientras afuera sus allegados se alternaban la guardia y su hermana —en reemplazo de su madre— se hacía cargo de todo, incluyendo el control de la inquisición mediática. Para el 24N, domingo de ciclovía, toda multitud que marchaba por el paro y transeúntes de toda clase detenían allí su marcha para echar arengas o pronunciar plegarias. Poco a poco, en la acera de la importante vía pública, se fue abriendo lugar un círculo custodiado en principio por madres, tías y chicas de barrio, así como por grupos de colegiales y universitarios.
La visita asidua de propios y extraños mantuvo vivo el emergente altar, como solo un altar puede sostenerse en vida: decenas de carteles, notas a mano, coronas, flores frescas, agua, frutas, imágenes religiosas y objetos significativos fueron vivificados en torno al fuego de las velas; fuego que los peregrinos se esmeraron en mantener encendido por los siguientes cinco días con sus noches.
Propios y extraños Marcha por la ciclovía de la carrera 7.a en el marco del paro nacional. Bogotá, Colombia, noviembre 24 de 2019.
Maternidad I Segundo altar en el Hospital Universitario San Ignacio (Pontificia Universidad Javeriana). Bogotá, Colombia, noviembre 24 de 2019.
A la espera Vigilia en el segundo altar por la salud de Dilan. Bogotá,
Colombia, noviembre 24 de 2019.
En la esquina del trauma, el primer altar había brotado de la misma sangre de Dilan. Gentes diversas aprovecharon el cerramiento de la escena del crimen para sembrar su nombre en el asfalto y acordonar la vía vehicular bajo una estructura parecida a la del segundo altar. La calle fue pintada, resguardada, apropiada. En los alrededores, como en toda la ciudad, su nombre también se tomó los muros y alimentó otras causas. La multitudinaria marcha del 25N, cuyo objetivo protagónico era la no violencia contra las mujeres, se entrelazó con otros motivos, como la agresión al muchacho, quien ese día debía recibir su diploma de bachiller en un colegio público. Luego de la ceremonia de graduación, sus compañeros retornaron al hospital, a seguir custodiándolo, a nutrir su altar. Al filo de la medianoche, el gélido silencio mutó en alarido, en chillido, en horror. La tropa del muchacho se lanzó a las vías, mientras se retorcía dolorosa y aullaba enardecida: ¡Dilan no murió! ¡A Dilan lo mataron! Un enjambre de dolientes, armados de llanto, grito y cacerolas, acudió a rodear el nuevo fuego crecido.
La familia solicitó enterrarlo en privado. El público no participó del cortejo fúnebre ni tuvo tumba para honrar. Esa gran cuota de dolor e indignación que nubló repentinamente a muchos, a los extraños que ya eran propios, debía de algún modo tramitarse. Así, en los días subsiguientes, cada altar creció en círculos concéntricos y yuxtapuestos de objetos, símbolos, clamores. Tanto extraños como propios se adueñaron de la calle para ejercer el derecho inalienable de llorar a su muerto. En la 19 con 4.ª se agregaron los nombres de otros jóvenes asesinados a manos de la policía, junto a la máxima ¡Sin olvido! Allí, como en el segundo altar, se convocaron vigilias, hubo oraciones y serenatas, obituarios y coronas, trago, sal y marihuana. Una vieja consigna —extraída de la canción uruguaya Milonga del fusilado— se actualizó en la voz de este duelo:
[Mi tumba no anden buscando, porque no la encontrarán. Mis manos son las que van en otras manos tirando.]
¡Mi voz, la que está gritando! ¡Mi sueño, el que sigue entero! ¡Y sepan que solo muero si ustedes van aflojando! ¡Porque el que murió peleando vive en cada compañero!2
Tres días después, la afluencia de visitantes había mermado. Todo aquel que pasaba por enfrente, en todo caso, seguía deteniéndose y orando, arengando o llanamente fisgoneando. En la mañana del viernes 29N, el primer altar —el del duelo, el del hospital— había prácticamente desaparecido; de él solo quedaron una ofrenda floral y un pequeño cartel. Silenciosamente, en horas de la madrugada, una escuadra de aseadores y vigilantes, armados de hidrolavadoras y bolsas de basura, levantaron todo material ritual del lugar. A su turno, en el segundo altar —el del trauma, en la 19 con 4.ª—, los carteles y las flores lucían pisoteados, a excepción de un ramo de rosas frescas y otras pocas adheridas con cinta a los árboles cercanos. Ya no había fuego ni agua. No había don, alimento para el muerto3 . Solo un custodio que se hacía llamar su padre: un nadie descalzo, errante, que había usurpado esta tragedia para dar sentido a la suya, pero que también —y quizás sin proponérselo— se había ofrecido a apadrinar a Dilan, quien en vida era huérfano de padre desde los 12 años y se había separado de su madre, privada de la libertad por un delito excarcelable. Esa misma tarde arribó al lugar la guardia indígena en compañía de decenas de estudiantes y, con ellos, llegó también la lluvia. El señor Aguacero, ausente durante toda la semana de protestas, finalmente se desgajó para lavar el efímero altar, para llevarse algo de sangre del asfalto. El resto lo arrasó la policía horas más tarde.
Bogotá, Colombia noviembre 26 de 2019
Que las grandes tradiciones fundacionales —como la judeocristiana y la grecolatina— se ufanen de un acto de desobediencia como hito original no es un asunto menor. Así lo advertía Erich Fromm al hablar del pecado original de Adán y Eva:
“Eran humanos, y al mismo tiempo aún no lo eran. Todo esto cambió cuando desobedecieron una orden” (1984: 9).
Allí comienza la historia, dice el discípulo de Sigmund Freud, quien a su vez otorgaba a la violencia un papel central en el nacimiento de la cultura. Más allá, la desobediencia civil se ha hecho un lugar sustancial, aunque no menos paradójico, en los regímenes democráticos, en cuanto
“activa los principios legitimadores de este orden, a saber: la soberanía popular y el reconocimiento mutuo del derecho a tener derechos” (Marcone, 2009: 43-44).
Su desconocimiento alerta, pues, sobre el tipo de régimen que nos cobija; aquel mismo que osa embargar nuestro inexpropiable derecho de llorar a los muertos.
Parece infame una narrativa nacional en la que resulta mal visto desobedecer. Temerosos, muchos rehúyen el reclamo, aunque en efecto no por un miedo infundado. Como infantes aterrados, se suscriben al imperativo “Quédese quieto, sentado y callado”, a la espera de seguridad y certidumbre. Pero así también, temen a la empresa del castigo, a la cruel réplica de “En verdad, ¿quiere llorar por algo?”.
Todo consumado I Segundo altar a Dilan un día despúes de su muerte. Bogotá, Colombia, Noviembre de 2019
Una flor en el concreto Segundo altar a Dilan Un día después de su muerte. Bogotá, Colombia, noviembre 26 de 2019
Fuego crecido Hoguera en la vía pública tras la muerte de Dilan. Bogotá, Colombia, noviembre 25-26 de 2019
Augurio Árbol contiguo al primer altar a Dilan en la esquina y vía pública de la avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Llanto en la vía Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Peligro, no pase Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Maternidad II Árbol contiguo al primer altar a Dilan. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019.
Alimento Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Todo consumado II Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Foot label Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Bean bags Primer altar a Dilan, avenida 19 con 4.ª, centro de la capital. Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Memorial Esquina sur del primer altar a Dilan.
Bogotá, Colombia, noviembre 28 de 2019
Notas
1. Aunque las denominadas armas menos letales —entre ellas, las de energía cinética— son corrientemente utilizadas en el mundo, según Naciones Unidas-UNLIREC, “[p]ueden penetrar o lacerar la piel, requerir extracción, lesionar los ojos, producir fracturas, conmoción cerebral, lesiones en órganos internos, hemorragias. Si el disparo fue efectuado a corta distancia y sobre el pecho, el abdomen o la cabeza, estas lesiones pueden ser fatales” (2016: 12). Según el metaanálisis de Haar et al. (2017), publicado en el British Medical Journal y reseñado por la Unidad de Salud del diario El Tiempo (2019c) a propósito del caso de Dilan Cruz, entre 1990 y 2017, la literatura médica ha reportado 1.984 personas lesionadas por este tipo de armas, “de las cuales 53 murieron como consecuencia de las lesiones y 300 quedaron con discapacidades permanentes”
2. La Milonga del fusilado, compuesta e interpretada por el dueto uruguayo Los Olimareños en la década de 1970, se convirtió en un himno en diversos países latinoamericanos que sufrieron las consecuencias de las dictaduras militares y otros regímenes autoritarios. La arenga que hoy se escucha en las protestas colombianas corresponde con la sección resaltada en itálicas.
3. A propósito de las flores como don de los vivos a los muertos, ver el importante trabajo de Suárez (2009).