Tomaré el concepto de patrimonio en su sentido etimológico: “latín patrimonium: bienes dejados por los padres, de pater, patris: padre. S. XIII – herencia, heredad (Corripio, 1984:349).
Sé bien que estoy en un terreno políticamente incorrecto, porque reduzco: tomo la parte, el padre, por el todo, los padres, o, mejor, por el padre y por la madre, subsumida ésta en el concepto del “Hombre”, eclipsada, subyugada a la sombra del cónyuge.
Patriarcalismo puro. La herencia griega y latina: esclavista; medieval: patrística y eclesiástica; moderna: imperial y machista. Todo el legado andrógino del llamado “occidente” resuena en este concepto que designa nuestra relación con la cultura como heredad, una tradición asociada a la guerra y con ella al poderío del varón. Es como si la cultura sufriera una castración, como si la mujer, en los términos de Hegel, aún perteneciera a lo privado (Hegel, 1988) o, en el mejor de los casos, con Simmel, apenas transitara de modo mimético por la cultura creada por los hombres (Simmel, 1961). Como si la mujer se limitara a concebir, parir, amamantar, soltar y enterrar.
Pero en el caso de este ensayo, la herencia del fútbol, y por lo menos por ahora y quizás por dos generaciones más, no es posible hallar una palabra alternativa (matrimonio por patrimonio se descarta por razones obvias), así como se ha inventado el neologismo de matria para referirse a algo así como el equivalente lunar del solar patrio. Porque me ocuparé de la relación con mi padre a través del fútbol. Y en mi generación no se conocía mujer que jugara de veras. Tal vez algún día un hijo evoque sus días o años de juego de fútbol con su madre, al modo como Musil se burla del psicoanálisis y del pilar del Complejo de Edipo al constatar los cambios en los papeles sociales de la mujer. Por la maravillosa ironía, vale la pena transcribir este pasaje de su breve ensayo “Edipo amenazado”:
…me produce inquietud una hipótesis que posiblemente sólo se deba a mi condición de profano, pero que a lo mejor resulta verdadera. Pues si no me equivoco el complejo de Edipo, hoy más que nunca, es el punto neurálgico de esta teoría, casi todos los fenómenos psicológicos se atribuyen a él, y lo que yo me temo es que después de dos generaciones ya no quedará ningún Edipo. Nos las arreglamos para ver en él el origen de la condición humana; de pequeño el hombre se lo pasa muy bien en el regazo de la madre y está celoso del padre que intenta quitarle el sitio. ¿Y qué pasará cuando la madre ya no tenga regazo? Seguro que me ven las intenciones: el regazo no es sólo una parte del cuerpo, la que da a la palabra su sentido estricto; psicológicamente regazo también significa la maternidad absoluta de la mujer, sus senos, su grasa cálida, su ternura tranquilizante y acogedora; y, claro, también significa falda, esa prenda de vestir que se repliega formando un nido lleno de secretos. Es en este sentido y de una forma resuelta como los conocimientos fundamentales del psicoanálisis arrancan de los vestidos de los años setenta y ochenta y, de ninguna manera, el traje de esquí. Vamos a coger el ejemplo del traje de baño: ¿dónde tiene el regazo? Si intento imaginarme la nostalgia psicoanalítica en el cuerpo de estas mujeres y de estas chicas que corren o nadan estilo crawl, nada más que para reencontrar el regazo de una forma embrionaria, aun concediéndoles una belleza innegable, no veo por qué las futuras generaciones no van a anhelar encontrarse en el regazo de sus padres. ¿Pero qué pasará entonces? ¿Es que tendremos un Orestes en lugar de nuestro Edipo? (Musil, 1979: 111-112).
Bromas o verdades aparte, el objetivo de este ensayo es recuperar, si es posible, el patrimonio en su acepción más íntima y propia como relación con mi padre a través del juego y en particular a través del fútbol. Llevo a cabo mi trabajo de campo al evocar distintos potreros y canchas de fútbol en los estratos de la edad. Realizo una etnografía de la memoria. O quizás una arqueología. Soy mi propio informante. Contrapunteo la etnografía de los recuerdos con mi auto-etnografía, a casi ya medio siglo de llevar un propio diario. O con mi auto análisis psicoanalítico.
¿Diario? ¿Diario de campo? No sé si llamarlo más bien nocturno por las horas de escritura. Y no de campo, sino de ciudad, de esta ciudad capital. Y quizás ni siquiera diario o nocturno de ciudad, sino diario de un alma, si es que “esa cosa” existe todavía, como cuando escribía en Caracas, esta reflexión que doy como ejemplo, tomada del día 29 de octubre de 1981:
¿Somos accidentes de una ley? ¿Podemos ser acaso creadores de otra ley? En esta posibilidad radica nuestro destino, o mejor, nuestra voluntad…Sólo la muerte nos eleva a la contemplación del universo, pero entonces ya no somos nada. ¿Hemos pues de morir antes de morir? Viajar cuanto se pueda, en tiempo y espacio, interiormente, hasta ser capaz de sostener los mundos en la palma de la mano. Entonces podrías soplar, levemente, y todo habría pasado (Restrepo, 1981)
¿Interesa a la antropología y a la sociología una narración autobiográfica? En apariencia no, si juzgamos con los cánones tradicionales. Sí, un sí rotundo, si atendemos a dos razones. La primera, hoy en día no es tan decisivo como en la modernidad pensar en los modos de producción y reproducción de los bienes en la sociedad, sino atender a los modos de producción y reproducción de las subjetividades, al modo como se transcriben las significaciones culturales en los cuerpos, a las maneras como el sema se inscribe en el soma o, según la expresión de San Juan, al modo como el verbo se hace carne. Posición radical, porque va a la raíz de los sujetos. Que no es otra que la formación de los deseos. Nuestra inteligencia es perfectible, nuestros modales son maleables. En cambio, nuestros deseos más profundos son tenaces, pertinaces, tercos. A menudo se necesita la labor de toda una vida para educar los deseos y el maestro inigualable es en este caso el dolor. Los deseos anidan en la infancia. Además, “nuestros deseos” suelen no ser “nuestros”, sino los deseos de otros y otras.
La segunda razón estriba en el deber de las ciencias sociales por anclar en el mundo de la vida. Han prestado hasta el momento mucha atención al mundo de los sistemas (poderes económicos, políticos, mediáticos y educativos), de preferencia en clave estadística impersonal, o al mundo de la cultura (significaciones científicas, tecnológicas y técnicas: significaciones expresivas y estéticas; significaciones integradoras como la ética, la moral, el derecho y los códigos de comportamiento cotidianos; significaciones profundas como la mitología, la religión, la ideología, los imaginarios, la filosofía o la sapiencia o sentido común), de preferencia con método hermenéutico, pero escasa medida se concede al mundo de la vida (individuos en familias y comunidades en contextos locales). Y al exagerar la dimensión racional del mundo de los sistemas, las ciencias sociales han perdido el anclaje profundo de sentimientos, emociones y pasiones, sin el cual no se comprende el mundo social. Y se olvida que en últimas la prueba de toque de cualquier sistema social no es la producción de dinero, o de poder, o de imagen, o de saber, sino de afecto o desafecto. La pobreza es, por ejemplo, una muestra de desafecto social.
Esta exigencia es más decisiva para lo que llamo América Ladina (Restrepo, 2010a), porque la condición vicaria de nuestras ciencias sociales empobrece la interpretación. En otros términos, hay nudos fundamentales: mitos, simulacros, modos de ser que derivan de nuestra existencia singular e irrepetible y que no pueden ser captados por teorías elaboradas en otras coordenadas, por más que estas contribuyan como radares. Esto atañe de modo más directo al sujeto o a los sujetos que, con una exageración, no existen en América Latina en el plano académico. La exageración merece explicarse: ni el género de la biografía, ni el de la autobiografía son populares, ni frecuentes. Pero, además, los sujetos se esconden en medio de las instituciones, desaparecen, se tornan máscaras, actores, funciones. Tampoco son frecuentes las reflexiones en torno a los modos de subjetivación diferentes a los propios de la educación formal. Y mucho menos los dedicados a aquellas actividades, como el juego, la recreación y el deporte, donde se engarzan la cultura y el cuerpo.
Mi auto-etnografía evitará hasta donde pueda el narcisismo o el solipsismo. Esto se logrará ascendiendo por la antropología cultural y la sociología de la cultura a los arquetipos de los cuales somos deudores. Es propio de la auto-etnografía el reflexionar en torno al reflexionar o, en otros términos, esa exigencia de pensar el pensar que es propia del pensamiento contemporáneo y que se designa con el nombre de reflexividad. Partiré o llegaré a lo anecdótico y personal, pero me elevaré, por así decirlo, a la interpretación de lo social y de lo cultural. Desde la meta-psicología de Freud o desde la psicología profunda de Karl Jung no poco se ha aprendido en torno a los nexos y cuidados que es preciso urdir entre el análisis personal, el análisis de la subjetividad de otro u otra, y la cultura en sus cortas, medianas y aún largas duraciones.
Para comenzar, el juego forma parte de la continuidad de la naturaleza viva y la especie humana. Los animales juegan. Es parte crucial de su aprestamiento. Del juego depende en buena medida su capacidad de subsistencia: la caza, la defensa y la procreación. El ser humano lleva el juego a un nivel cultural profundo, porque lo multiplica, lo potencia, lo reglamenta y lo estudia como teoría, por ejemplo, en la visión de la modernidad realizada por el ya clásico Norbert Elias (Elías, 1987) y por supuesto en la llamada teoría de los juegos. Tanto más en la época posmoderna calificada por Guy Debord como sociedad del espectáculo (Debord, 1967): una sociedad que es por eminencia re-creativa.
Ante tanta evidencia es curioso que las ciencias sociales en nuestro medio no se hayan ocupado todavía en forma seria de algo tan serio como es el juego y, dentro del juego, los deportes y, en ellos, del fútbol. Parece que aquí opera la lógica de los “parientes pobres” o del género menor, según la descripción de Humberto Eco (Eco): hay ciertas prácticas sociales que son masivas, pero que reciben muy escasa atención académica, como los juegos, los cómics, la moda, la cocina y otros. De ellos se ocupan los periodistas, los chefs o las modistas, pero no así los científicos sociales. La inclusión del deporte en las mesas del último Congreso de Sociología, en diciembre de 2006, fue toda una proeza realizada frente a la desidia, la indiferencia y a veces a la hostilidad de los sociólogos. De allí, no obstante, surgió ASCIENDE, la Asociación Colombiana para las investigaciones y estudios del Deporte y la Recreación, de la cual formo parte.
Que el juego sea fundamental como subjetivación de cualquier ser humano, puede comprobarse con algunos ejemplos, seleccionados entre miles. El primero proviene de un arquetipo tan antiguo como la religión católica cuando halla su plena forma teologal: dos pasajes de las Confesiones de San Agustín, siglo cuarto de nuestra era. Para continuar con el hilo conductor del patrimonio como heredad de los padres, San Agustín fue decisivo en la configuración de la patrística, un género, el teológico, exclusivamente masculino durante siglos.
“También hacía algunos hurtos de la despensa de mis padres y de la mesa, ya provocado por la gula, ya también por tener que dar a los niños que me vendían el gusto de jugar conmigo, aunque ellos se divirtiesen igualmente que yo. En el juego andaba frecuentemente a caza de victorias fraudulentas, vencido del vano deseo de sobresalir. Sin embargo, ¿qué cosa había que yo quisiera menos sufrir y que yo reprendiese más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello mismo que yo les hacía a los demás? Más aún: si por casualidad yo era cogido en la trampa y me lo echaban en cara, me ponía furioso antes que ceder. ¿Y es ésta la inocencia infantil? No, Señor, no lo es, te lo confieso, Dios mío. Porque estas mismas cosas que se hacen con los ayos y maestros por causa de las nueces, pelotas y pajarillos, se hacen cuando se llega a la mayor edad con los prefectos y reyes por causa del dinero, de las fincas y siervos del mismo modo que a las férulas se suceden suplicios mayores” (San Agustín, 101).
Observemos al paso que esta será una clave del análisis de Norbert Elías: las reglas de juego del juego como un medio de afianzar las reglas del juego de la economía y de la política (Elías, 1987). Un ejemplo, no expuesto por Elías, es muy ilustrativo: antes de que Newton iniciara su labor técnica y judicial en la Casa de la Moneda, las trampas y la falsificación eran moneda corriente. Dentro de las funciones de Newton como inspector y luego director de la Casa de la Moneda figuraba no sólo la precisión técnica en la producción en serie de las monedas necesarias para asegurar el trust o confianza en el dinero, sino las judiciales, las cuales conllevaban labores como detective para infiltrarse en los bajos fondos y como fiscal para llevar a los monederos falsos a la horca (Christianson,1987). Allí se corrobora un doble juego: primero, el traspaso de las metáforas de la física (gravitación universal en torno al sol) a la economía (gravitación de las monedas en torno al soberano); segundo: el juego de roles o papeles sociales de un físico y matemático que asume a la vez papeles como detective y fiscal (Restrepo, 2010, b).
La segunda referencia de San Agustín es preciosa, porque vincula el juego físico con el juego de las letras y con el juego de la autoridad:
“Con todo, pecábamos escribiendo, o leyendo, estudiando menos de lo que se exigía de nosotros. Y no era ello por falta de memoria o ingenio, que para aquella edad me lo diste, Señor, bastantemente, sino porque me deleitaba en jugar, aunque no otras cosas hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores se cohonestaban con el nombre de negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores sin que nadie se compadeciese de los unos ni de los otros, o más bien de ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego impedía que aprendiera más prontamente las letras, con las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente” (San Agustín, 86-87).
El ejemplo sirve además para ver de qué modo el fútbol cuenta con muy antiguos precedentes, entre ellos el mencionado en San Agustín que, empero, no es único como quiera que ya las civilizaciones chinas y mayas conocían de juegos de pelota. Pero también ilustra la relación entre los juegos de lenguaje y los juegos de pelota, mismos que recuerdan al escritor Albert Camus, gran aficionado al fútbol, incluso por la misma procedencia geográfica de Argelia de donde era oriundo San Agustín.
La segunda referencia es la monumental obra de Norbert Elías. En esta ocasión lo importante es destacar el método del autor cuando traza la modernidad como un gran juego de creación de reglas para la competencia: Norbert Elías enlaza la psicogénesis con la sociogénesis (Elías, 1987). En ello es paradigmático de las ciencias sociales porque la vertebración de sujeto y acción social es la perspectiva más fecunda de las ciencias sociales contemporáneas. Norbert Elías había pasado por el psicoanálisis como paciente y como estudioso y por lo mismo pudo conectar el estudio de los sistemas sociales con el mundo de la vida, las instituciones con los sujetos. En ello se emparenta con Talcott Parsons y con Bourdieu, para quien el concepto de habitus obra como bisagra entre sujetos y campos sociales.
La tercera referencia me introduce de lleno en la memoria personal, aunque aluda a una obra universal. Es la Eneida, la epopeya inconclusa de Virgilio. Una obra que será arquetípica en la construcción de la mentalidad del llamado “occidente”, pues, como se sabe, Dante retomará la figura de Virgilio y el trasfondo de la obra en su diseño de la Divina Comedia y en su paso por el infierno y el purgatorio. Pero además es una obra de una influencia decisiva en América Latina y en Colombia. Mencionaremos para lo primero a Andrés Bello. Y respecto a lo segundo, que no trataremos aquí sino de paso y más adelante, basta saber que Miguel Antonio Caro la tradujo, como muchos de los poemas de Virgilio y Horacio. Pero, además como indicaremos, los imaginarios de Virgilio y de Dante permean las representaciones inconscientes de Colombia.
Las tres grandes epopeyas del mundo antiguo se entrelazan. Las dos griegas, las homéricas, la Ilíada y la Odisea, son la épica de los vencedores, como suele suceder con toda epopeya. Las dos se distinguen empero porque la primera es una gesta colectiva, en tanto que la segunda es la épica de un sujeto: Odiseo o, en la traducción latina, Ulises. Odiseo no es tan fuerte como Aquiles, ni tan poderoso como Agamenón o Menelao, pero los supera en astucia y en engaño. Fue él quien urdió la idea del caballo de Troya como medio para abrir murallas infranqueables.
Empero, la Eneida se diferencia de modo nítido de sus modelos porque es la épica de los vencidos, caso muy singular y que prefigura al género de la novela en tanto ésta se ocupa de personajes vencidos o derrotados, como el Quijote, es decir: anti-héroes. Eneas huye de Troya llevando a su anciano padre en los hombros y a su adolescente hijo de la mano. Guía a un pueblo desplazado en busca de nueva patria, la cual hallará tras muchas peripecias y luchas en Italia, fundando el imperio latino según este mito reconstruido. Es por ello tan ficticia como la reconstrucción del génesis y del éxodo en la tradición judía que, elaborada en el exilio babilónico, retrotrajo la alianza con Dios a su supuesta aparición ante Moisés en el monte Sinaí.
No es extraño que Dante ubique en el infierno a Ulises y desmienta la apariencia romántica de la Odisea. El retorno a Ítaca fue breve, nos dice, amparado de seguro en muchas leyendas. Ulises no podía vivir sin el engaño y sin la astucia, por lo que muy pronto volvió a abandonar a Penélope, a su anciano padre y al desesperado Telémaco para correr en pos de aventuras en la otra parte del mediterráneo, donde naufragó. En cierta forma esta es una metáfora del patriarcalismo: no hay todavía conciliación entre el mundo y la aldea. El capital abandona el solar. Telémaco somos todos: tensos entre el padre que abandona el hogar por guerras y especulaciones y la madre que espera en Ítaca su retorno. El telar que se teje de día, todavía se desteje en la noche. No hay síntesis entre una vertiente patrimonial y una matricial, para usar una expresión nueva que designa la herencia de la madre, muy fuerte en comunidades indígenas con su anclaje en la tierra.
En Virgilio el catolicismo halló, como lo corrobora Dante, un predecesor. Se menciona en relación a esta deuda la famosa égloga cuarta en la cual Virgilio anuncia una nueva edad en el nacimiento de un niño:
“Ya llega la postrera edad anunciada por la Sibila de Cumas; los agotados siglos comienzan de nuevo. Ya vuelven la virgen Astrea y con ella el reino de Saturno; ya desde lo alto de los cielos desciende una nueva raza. Este niño cuyo nacimiento debe dar fin del siglo de hierro, para dar principio a la edad de oro en el mundo entero, dígnate, ¡oh, Lucina! Favorecerlo” (Virgilio, 2000).
Empero, según mi visión la deuda del catolicismo respecto a Virgilio proviene más bien de la Eneida por la figura de Eneas que entrelaza en su presencia y en su presente la tradición, el padre, con el destino y la promesa, el hijo. El judaísmo ya había elaborado una relación entre el pasado, la ley dada a Moisés en el Sinaí, y el futuro, el advenimiento del Mesías, pero carecía de la mediación del presente. La figura de Cristo como bisagra entre Dios y Hombre, entre pasado y futuro, entre el padre y la promesa universal del Espíritu, fue sin duda el gran aporte del cristianismo que alcanzó su máxima formulación con el dogma de la trinidad, consagrado primero en el Concilio de Nicea en 325 y en el de Constantinopla, en 381. Se trata de una nueva visión de la temporalidad y de la historicidad.
Esta relación de pasado y futuro mediante un presente mediador estaba ya contenida en la Eneida en la figura de su héroe. Eneas, el desplazado, el que lleva no sólo a su padre a cuestas y a su hijo de la mano, sino la memoria de todos sus antepasados troyanos y la esperanza de un pueblo, es mencionado en 33 ocasiones como el piadoso. Piadoso porque conoció la derrota. Piadoso porque quiere instaurar una nueva ley en una nueva tierra prometida, estableciendo alianzas con las tribus locales: una coincidencia extraordinaria con la tradición hebraica y que servirá de puente para la síntesis católica, más allá de San Paulo, de las tradiciones judía, griega y latina.
Observemos de paso, aunque el asunto no es nada irrelevante, que una deidad como Tunupa, proveniente del panteón aymará y por tanto derivada de los vencidos pero integrados al Olimpo de los Incas, es un Dios semejante al Cristo de los católicos: Dios-hombre, sufre, lucha contra el caos, es raizal, nómade, porta una cruz que sirve como escuadra de su misión ya que representa los cuatro costados del Tawantisuyo que ha de religar mediante un esfuerzo rizomático, muy diferente del Dios de las alturas, Viracocha.
¿Por qué no concluyó Virgilio su epopeya? ¿Por qué fue su deseo quemar la gran obra? Muchos se han ocupado en vano de este tema, entre ellos el gran escritor Hermann Broch en su novela La muerte de Virgilio (Broch, 2005). Creo hallar la respuesta que ha sido elusiva en un hecho contundente: el 33 veces piadoso deja de serlo cuando al final de la inconclusa epopeya no resiste clavar su lanza en el contrincante que, arrodillado, pide clemencia: Eneas deja de ser el vencido para ser el vencedor y reiniciar la obra de los imperios. Allí desaparece la distinción entre las dos epopeyas griegas y la gran epopeya latina. Es cierto que el contrincante rechazó varias ofertas de paz de Eneas y además se ensañó con crueldad suma en compañeros del afecto íntimo de éste. Pero lo cierto es que en el gesto final de venganza con el cual se cierra la inconclusa obra, Eneas recibe el veneno del contrincante.
La figura de Ulises ha encantado a los intelectuales de América Latina, como se muestra por el título de una de las obras del gran Vasconcelos, el Ulises Criollo (Vasconcelos, 2000). No obstante, pienso que en la historia intelectual de América Latina ha sido más decisiva la Eneida que la Odisea, como veremos mediante algunos ejemplos, y no sólo por la mediación de Dante o de la Iglesia.
¿Dónde radica la causa del encanto y de la identificación? Ya dije que la Eneida es la épica de los desplazados y de los vencidos. A mi modo de ver, cuatro grandes rasgos son constantes de nuestra historia en la larga duración: ser pueblos de fe, ficción y fetiche, lo que he denominado como estado fa(i)ctic(i)o, (Restrepo, 2009b:8); ser pueblos en estado de perpetuo desplazamiento; ser pueblos descentrados; ser pueblos más estéticos y religiosos que racionales y éticos.
Insistamos en uno de los rasgos: desplazados fueron los mismos españoles, los afroamericanos y los indoamericanos y hemos vivido en estado continuo de desplazamiento, no sólo espacial, sino de técnicas y significados culturales. Los dos últimos troncos étnicos fueron vencidos y el conjunto de la sociedad colombiana, luego de la única victoria contra España, ha sido vencido por sí mismo. La excentricidad también apunta al mismo rasgo de la Eneida: no hemos logrado hallar centro en nosotros mismos, aunque la promesa se mantiene, como la de encontrar un sentido a tanto desplazamiento en un mundo que hoy por fin es como nosotros: virtual, descentrado, desplazado y estético. Ahí, creo, radica la pertinencia para esta América Ladina y para Colombia de una obra universal como la Eneida. Ahora bien, ¿cuál es su entronque más específico con nuestra realidad y cómo se ha realizado la traducción de sus sentidos a nuestras coordenadas e imaginarios?
En el estudio realizado por la gran biblioteca Ayacucho para la edición de las obras de Andrés Bello (Caracas, 1781-Santiago de Chile, 1865), el autorizado Pedro Gracés, comenta la traducción que realizara el caraqueño de la Égloga II de Virgilio, pero además da cuenta de una traducción perdida del quinto de la Eneida:
“Lamentablemente no disponemos de dos trabajos de Bello, que nos habrían dado rasgos adicionales para captar con mayor amplitud los años de aprendizaje de Bello. Me refiero a la versión de la tragedia Zulima, de Voltaire y la del canto quinto de la Eneida de Virgilio. Esta última habrá sido un primer ejercicio de Bello, pues la hacía bajo la dirección del padre Cristóbal de Quesada, quien murió en 1796, o sea cuando su pupilo tenía quince años de edad” (Gracés: XXIII).
La extraordinaria biografía de Andrés Bello escrita por Iván Jaksic recoge el interés juvenil del caraqueño por la obra de Virgilio y aún más, la incorporación de imágenes virgilianas en uno de sus dos grandes poemas: la Alocución a la poesía, publicado en 1823, en especial para mostrar con los horrores de la guerra “su rechazo a la violencia, especialmente entre españoles e hispanoamericanos” (Jaksic, 2001: 37, 54 y esta cita de la página 91). De paso, el biógrafo muestra cómo Bello en el poema antepone Miranda a Simón Bolívar, con quien mantuvo diferencias que se relacionan con su aversión a la guerra y a las dictaduras. Pero no indica nada de la traducción que habría realizado Bello del canto quinto de la Eneida.
No obstante, de estos contextos se puede inferir como plausible la traducción juvenil del canto quinto de la Eneida por parte de Andrés Bello. La pregunta que permite realizar esta inferencia es la siguiente: ¿por qué Bello traduciría el canto quinto y no otros cantos? Comencemos por descartar otros cantos: el sexto hubiera sido un canto propio para quien se interesará por temas religiosos, al modo de Dante, porque allí Eneas desciende como Odiseo a ultratumba para hallarse con sus antepasados. Pero el tema religioso no era del alma de Bello, quien en uno de sus delirios poco tiempo antes de morir figuraba que en las paredes y en las cortinas de su alcoba se habían inscrito versos de la Ilíada y de la Eneida, que él se esforzaba por recitar (Jaksic, 2001: 278). Tampoco el tema del amor, que hubiera sido propio para la escogencia de un adolescente, y se contiene en el canto cuarto donde se cuenta la tragedia de Dido por el despecho de Eneas. Ni el recuento de viajes, peripecias y extravíos que ocupa los cantos primero a tercero. Ni mucho menos las escenas de guerra narradas entre los cantos séptimo y decimoprimero, ya que es conocida la aversión de Bello a la guerra y su pasión por un orden creativo.
Entonces, ¿qué contiene el canto quinto que sea un poderoso imán para un espíritu juvenil que prefigura en sus elecciones y traducciones, así como en su poesía y en su obra intelectual, el nuevo orden latinoamericano?
La respuesta es contundente: los juegos y las fiestas que sirven de congregación a la comunidad de desplazados. Y aunque sea verdad que desde los juegos olímpicos griegos exista una relación entre el juego, con su carácter predominante agónico y antagónico, y la guerra, con su esencia mortal, desde entonces las dos esferas tendieron a cobrar autonomía. En el canto quinto los juegos y los banquetes se escenifican como parte de un rito en memoria del padre y de lo que la tradición representa como vínculo de la comunidad:
“Ya ha recorrido un año el círculo cabal de los meses que lo componen, desde que depositamos en la tierra las reliquias de los huesos de mi divino padre y le consagramos tristes altares…Aun cuando arrastrase desterrado la vida en las sirtes gétulas, o me hallara cautivo de los mares de Argos o en la ciudad de Micenas, no por eso dejara de cumplir estos votos añales de solemnizar este día con las debidas pompas de cubrir sus altares con las ofrendas gratas a los muertos” (Virgilio, 62)
Es de notar la diferencia con Odiseo. En el destierro y en el desplazamiento, la memoria del padre es evocada por el piadoso Eneas. Odiseo es un humano, pero un humano que en su arrogancia se considera Dios. Su religión es su astucia. Una que carece de límite. A diferencia de la piedad marcada de Eneas:
“Llegado hemos al sepulcro en que yacen las cenizas y los huesos de mi padre, no sin intención ni favor de los dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído el mar a este puerto amigo. Ea, pues, celebremos sus fúnebres exequias; pidámosle vientos propicios, y que me consienta, edificada ya la ciudad que anhelo, renovar todos los años estas honras en templos dedicados a su memoria. Acestes, hijo de Troya, os da dos bueyes por cada nave; asistan a los festines vuestros penates patrios y también los que adora nuestro huésped Acestes. Además, si la novena aurora trae a los mortales la luz del almo día y ciñe el orbe con sus fulgores, os propondré por primeras fiestas regatas en el mar: los que descuellan en la carrera, los que confían en sus fuerzas, los mejores en disparar el venado y las veloces saetas, los que se arrojan a luchar con el duro cesto, acudan a porfía y cuenten alcanzar en premio las merecidas palmas” (Virgilio, 2000:62).
Cuando tradujo este canto, Andrés Bello no podía saber que su vida sería la de un desplazado, primero en Inglaterra como diplomático (1810-1829), luego en Chile donde se radicaría y donde moriría (1829-1865). Pero lo que sí quedaba marcado con la traducción era su vocación estética, la misma que hemos indicado como rasgo dominante, junto con la religión, de esta América Ladina. Bello hizo esguinces a la causa de la guerra. Se preservó de los juegos de la guerra para los juegos de la construcción democrática a través de la cultura y en particular con un sentido estético marcado por una pauta neoclásica al estilo de Goethe, pero asentada en las realidades de América Latina.
En este sentido, su obra es un extraordinario juego de re-creación (sus traducciones) y de creación original. Sus dos grandes poemas abrazan la naturaleza, la agricultura y la idiosincrasia de la región. Así como José Celestino Mutis había escrito en unos versos el deber de “dar nuevo nombre a los montes” (Restrepo, 2009b) y así como en su obra botánica nombraba la flora variopinta del trópico, Bello fungía como Dios en el momento de la creación del mundo, en este caso del Nuevo Mundo al abrir la poesía al maíz, al clima, al paisaje andino, a la yuca, al tiempo que clamaba “cerrad las hondas heridas de la guerra”. Pero si Mutis lo había hecho en latín, el caraqueño lo hacía desde el castellano y, más aún, desde el castellano hablado en América Latina. Mihail Bajtin señaló la deuda de la poesía y de la creación literaria con el carnaval (Bajtín, 1981). Fiesta de la palabra, como diría Heidegger, la poesía es también el gran supremo juego del lenguaje, sin duda el supremo juego del lenguaje. ¿Fue preparado para ello por su traducción de Virgilio y por su humanismo tan deudor del gran Horacio, ese hijo de un esclavo liberto que al mismo tiempo y con el impulso de su padre se hizo hijo de sí mismo mediante la escritura? ¿Fue inducido a prepararse como un hombre de paz al corroborar los desastres de la guerra tanto en la obra clásica de Virgilio como en lo que observaba de la realidad latinoamericana? Su obra es inconmensurable. Y además refrescante para quien considera que tanto los marxismos como los positivismos y los economicismos de todo signo han rebajado a la cultura a la categoría de una variable dependiente. Sin arquetipos no hay Nación, no hay Estado, no hay tradición, no hay identidad propia. Bello realizó una extraordinaria labor en el estudio del castellano en general y de sus modulaciones en América Latina. Su conocimiento del latín lo habilitaba para una destreza lingüística. Pero, además, sabedor de la urgencia de crear un orden normativo adaptado a las realidades de América Latina, realizó una traducción del derecho civil napoleónico para el uso de estas naciones: traducción en el sentido no de una exposición literal sino de una apropiación del espíritu del código napoleónico. Como si no bastara, fundó en 1842 la Universidad de Chile.
Fue en este contexto y con ocasión de un viaje diplomático de Manuel Ancízar a Chile cuando establecieron el granadino, más joven, y el chileno una amistad y una correspondencia que merecería estudiarse más a fondo. Baste decir que de este intercambio personal y epistolar se derivó la adopción en la Nueva Granada del Código Civil y, lo más importante, la idea de creación de la Universidad Nacional de Colombia, que se realizaría en 1867 con la influencia de Manuel Ancízar, a quien hay que considerar, además, como pionero de las ciencias sociales colombianas por su libro Peregrinación de Alpha.
Pero, se dirá: ¿qué relación guarda esta historia con la historieta prometida, es decir con la auto-etnografía de mi venir al mundo a través de los pases con mi padre en los potreros donde jugábamos al fútbol desde pequeños?
El nexo es de modo preciso la Universidad Nacional creada por influencia de Manuel Ancízar y en particular el espacio, para mí sagrado, del Estadio Alfonso López dentro del búho de la Universidad Nacional: hablo de búho porque el campus fue ideado con el diseño de esta peculiar ave rapaz. Y ya diré por qué el espacio del estadio fue crucial en mi nexo con el padre.
Desecharé por peregrina, sin dejar de mencionarla, una leyenda que me fue narrada por un sociólogo chileno exiliado en Colombia. Por desgracia, he perdido el nombre, quizás porque el asunto me sonara baladí. Indicaba el amigo que en el cambio de siglo XIX al XX la masonería heredera de la gran logia Lautaro había desechado ya por inane la penetración de sus misterios a través de la vía socorrida del derecho. En su lugar, habían ideado otra estrategia: ¡el fútbol! Ocurrencia singular, no veo razón ni indicio alguno para ello, salvo que se dijera que a ese designio responde la Copa Libertadores de América, que cumple medio siglo y que fue la primera alerta en relación a los bicentenarios. Pero aquello sería hilar de modo muy lejano y delgado y la idea puede descartarse por liviana, porque no veo en los estadios el compás, la escuadra o el mandil.
Pero antes, he de indicar cuál ha sido mi relación con Virgilio y con la Eneida. Por razones que ya expondré, no soy ningún Borges que haya experimentado una relación directa con el libro a través de la biblioteca paterna. Y como les sucede a muchos colombianos, la relación con los clásicos está muy mediada en la infancia por el mundo audiovisual. Es sencillamente una herencia del barroco americano con la prodigalidad de las imágenes que, por ejemplo, antes de entablar una relación directa con Dios o con la Biblia, como entre los protestantes, la media por imágenes, simulacros e imaginarios. Soy de una generación que todavía al leer la Biblia se remite al librillo de divulgación Cien Lecciones de Historia Sagrada con su parafernalia de íconos. Supimos de la Divina Comedia y de El Quijote primero por Doré. Del mismo modo, el conocimiento de la Eneida debió provenir de algún cuento ilustrado, como el que adjunto:
La imagen no es muy fiel porque Eneas debía ser más joven y porque no se dibuja muy bien el gesto del héroe al portar no sólo al anciano padre, como aparece, sino al llevar de la mano al adolescente que aparece aislado a la derecha.
En todo caso, la imagen es certera al mostrar la conflagración. Pero, dentro de los imaginarios colombianos, es inevitable relacionar esta imagen del pasaje épico con otra propia de las representaciones populares de Colombia, la Virgen del Carmen o Virgen de las Ánimas.
“Jugábamos en el Olaya, yo estaba de centro delantero, el defensa central del otro equipo era un exjugador profesional, el man me llevaba casi la cabeza. ¡Ese es un partido histórico, esa vaina me la acuerdo pues!… Yo me sabía despegar de la marca, y en un saque de banda, me tiro diez metros atrás, el man no me persigue, la mato con el pecho a 35 metros y de una vez le pego, sale ese balón como una bomba y pega en el palo el de arriba, rebota, pega en el palo y entra, un golazo! el arquero voló, después de eso yo era el dios, eso la gente se venía y me abrazaba… ganamos 4 a 3, al final del partido me dieron 2000 pesos, cuando el salario mínimo creo era 1300 pesos”15 dice con emoción Ramiro Alfaro, un hombre alto, de pelo largo y voz recia, sin dudas. Ramiro fue futbolista, entrenador y organizador de eventos deportivos, varios de ellos desarrollados en Fontibón, barrio donde creció y al cual sigue vinculado. Sus últimos pasos en el fútbol del barrio los ha dado como entrenador, en la Escuela de Fútbol Vida, de la cual era director y como organizador de torneos de fútbol, como la copa Cacique Hyntiva, de la cual se realizaron tan solo dos versiones entre 1997 y 1998, pese a tener “el toque de gran torneo. Lo hicimos en el Estadio Atahualpa a finales de enero, la idea era no competir ni con Olaya ni con Tabora, llevamos televisión, radio, premios para incentivar la participación de la gente, shows, eso fue una verraquera”16.
Los torneos de dicha magnitud, han dejado de realizarse en el barrio, la esencia y vistosidad del juego también han dejado de verse, “el fútbol en Fontibón era una vaina increíble, eso no lo volví a ver nunca, un partido era la vida o la muerte, allá se jugaba así, era una vaina con una pasión tal, que era fácil ver una batalla campal, de una fortaleza, de una mala intensión si se quiere, de unos brillantes, es decir, había que ser muy bueno para poder sobresalir. Allí se destacaban grandes cracks y hubo una época, entre el 60 y el 65 que en Fontibón se jugaba el mejor futbol de Bogotá, incluso Santafe y Millonarios se inscribían. Imagínense que los jugadores de la reserva iban a jugar a Fontibón”17.
La posibilidad de tener grandes jugadores en el barrio estaba relacionada con los múltiples espacios en los cuales se podía practicar el deporte; Fontibón era un barrio de canchas, grandes calles y potreros, sobre todo de calles y potreros que servían de cancha. “jugábamos en cualquier parte, detrás de la casa, en el colegio, al frente del colegio o en las calles que eran grandes y en esa época, pasaba un carro por ahí cada media hora” nos cuenta Mariano Acevedo, de 61 años, un técnico en seguros que todavía juega, “aunque por la rodilla casi no puedo, estuve jugando un torneo para mayores de 55 que le llamábamos copa pre-infarto, y me mandaron pa’ la banca, y la verdad yo para la banca no sirvo, nunca serví, siempre fui titular”18.
Quizás por esa “patada salesiana” mi padre ingresó al club Los Millonarios y a otros clubes deportivos, en los cuales jugó entre 1938 y 1942: todavía no se había organizado el torneo nacional rentado, pero los jugadores podían vivir modestamente del fútbol pues las competencias de la ciudad y algunas entre regiones ya llevaban mucho público a los estadios. Vivir modestamente es un decir, porque el escueto pago terminaba en muchas cervezas y aguardientes.
Mi abuela materna y la abuela paterna putativa vivían en Muequetá por la época, cerca de la Quinta Mutis: ambas viudas, al menos ocupaban una casa de las construidas entonces para familias pobres. Una antigua hacienda, el Laberinto, había dado paso a los llamados Barrios Unidos, de los cuales el centro era el barrio Siete de Agosto, donde nací a una cuadra de la iglesia la Veracruz. Como la ciudad se extendía por entonces al noroccidente, dicho barrio era, con su plaza de mercado y con sus centros de abastos, un punto de apoyo logístico para la expansión de la ciudad, como lo sería el barrio Restrepo en el sur de la ciudad. Allí vivíamos en una casa en arriendo, dividida para varias ocupaciones. Era un sector de estratos uno y dos en ascenso a una frágil clase media.
La construcción del campus de la Ciudad Universitaria y del estadio Alfonso López sirvió como polo de atracción para la expansión urbana por el centro occidente de la ciudad. Justo en ese momento ocurrió una divisoria de aguas en el destino del fútbol nacional: el gobierno de López Pumarejo era partidario de orientar el deporte en el sentido anglosajón, es decir: centrado en la educación y por tanto con eje en la Universidad Nacional. Allí, en ese estadio, jugó mi padre con el equipo Los Millonarios (ver fotografía). Jorge Eliécer Gaitán, entonces alcalde de Bogotá, tenía empero otra visión: una popular que giraría en torno al Estadio Nemesio Camacho el Campín. Prevaleció esta visión del deporte y es lástima que todavía hoy no se haya logrado una síntesis entre el deporte popular, con su ápice de los clubes rentados (muy restringidos ellos como clubes sociales, comparados con el alcance social de los clubes de Brasil y de Argentina) y el deporte escolar y universitario, que en países como Chile y México es dueño de clubes y que en los países anglosajones es cantera del deporte nacional. De hecho, la Universidad Nacional tuvo en los años cincuenta un equipo profesional que no prosperó.
El destino fatal, que se había enseñoreado de mi padre antes del nacimiento y en su infancia, mostró de nuevo el rostro severo. Mi padre se fracturó de forma irremediable una rodilla en un lance del juego en el área del penal, cuando como delantero se aprestaba a una media vuelta y a un remate de gol en una cancha húmeda.
De ahí en adelante mi padre intentaría ganarse la vida en oficios varios: supervisor en la construcción de edificios, locutor, decoración de hogar. Oficios precarios, no era un ser apropiado para el mundo y debió reclinarse en su mujer, mi madre, pobre como él, huérfana como él, pero con un cierto talento para el comercio, con el cual pudo educar a la familia de siete hijos. Excepto a mi hermano, que llevaba el mismo nombre de mi padre: Camilo Edmundo, que a poco no pudo continuar en la escuela, pese a mis esfuerzos pedagógicos. Como yo fui la señal de que algo malo ocurría con él debido a su “retardo”, fui casi conminado desde el primer año a cuidarlo y a procurar que sobreviviera.
El fútbol fue de nuevo el camino. Aún con la rodilla lastimada, jugábamos con mi padre y mi hermano en los campos de la Universidad Nacional. Aprendí un cierto sentido democrático de las prácticas del fútbol, porque en los juegos de los sábados nos reuníamos maestros de obra, como se decía, y amigos de mi padre, entre ellos el malísimo jugador, pero excelente poeta Fernando Charry Lara. Y por supuesto mi hermano Camilo, para quien el fútbol, como sucedió en el caso de mi padre, representaba el sentido y sazón de la vida.
Nuestra experiencia en los potreros se trasladó luego a la conformación de un equipo de “recocha” de los sábados: los Platónicos. Es de suponer lo que sería jugar en un equipo titulado con ese nombre. Pero la historia intelectual del país pasó por esas tardes del sábado en las cuales mi padre, mi hermano Camilo y yo alternábamos jugadas con Mario Arrubla, Hermes Tovar, Bernardo Tovar, Rodrigo Parra Sandoval, Jesús Antonio Bejarano, Álvaro Camacho Guizado, Alfonso Piza, Alberto Mayor, Kataraín, Abel López, Rafael Jaramillo y tantos otros. Si juntáramos los libros que escribimos los que jugábamos los sábados en la tarde con mi padre y con mi hermano Camilo sumarían más de cien.
Jugué con mi padre hasta unos cuatro años antes de su muerte. Como su rodilla se había afectado todavía más por una trombosis, yo debía hacer pases precisos al pie y a la cabeza: era excelente cabeceador. No recuerdo haber dialogado con él durante mucho tiempo en el transcurso de la vida. ¿De qué podríamos hablar? ¿De epistemología? ¿De teorías sociales? Conversamos mucho, en especial en los últimos años, pero se trataba más bien de una entrevista a profundidad que de un diálogo. Yo quería saber de las claves de su vida, porque en ellas radicaba buena parte de mi pentagrama. Y acaso un poco de la música del mundo o de la nación. Pero el diálogo, más elocuente, más profundo, más vital, trascurrió en el campo de fútbol, en los potreros, con los pases precisos y las jugadas inteligentes. Las palabras sobraban. Entre pase y pase, triangulando con el hermano Camilo Edmundo, quizás repasáramos la película de la vida: volveríamos a los potreros de la infancia, a la Universidad Nacional, a los domingos cuando nos llevaba a los mejores partidos de la época de El Dorado y, quizás, evocáramos ambos la sombra que nos oprimía: el fantasma del abuelo poeta.
Pensando en ese fantasma, en el padre de mi padre y mi abuelo, escribimos con mi padre a cuatro manos (o a seis, si incluimos al fantasma) un poema en el cual se advierten los motivos mencionados de la temporalidad de La Eneida: la relación triangular entre tres generaciones:
“Si quiero que se quede aquí hasta que yo vuelva/ ¿a ti qué te importa?» (San Juan, XXI, 23).
“Sólo estoy solo/sombra de tu luz/Ya no entra por la rendija de la puerta/ el eco de tu voz/sólo siento solo/en esta rendija/del alma/el hueco que dejó en la mía tu herida/pobre costado dolorido/donde sólo resta el solo amor,/el Hijo en espíritu vertido/la poesía,/allí a donde se inclina/el verso en esta noche,/cuando al padre se levanta/el mismo Verbo enviado” (Edmundo Restrepo Rueda y Gabriel Restrepo Forero, del libro de poemas de éste, titulado: el Verbo Itinerante, finalista en el Concurso Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo, Madrid, España, 1989).
Mi padre murió en una fecha muy especial: el seis de agosto de 1991, día del cumpleaños de Bogotá y cercano al momento de la firma de la Constitución de 1991. Allí padre e hijo nos remitíamos a la memoria del abuelo. Y al hacerlo, yo también pensaba en mis propios hijos, a los que inicié en la vida del mismo modo: en los pases como medidos con un cordel y un compás. Vuelvo así a la metáfora que enlaza las diversas partes del ensayo: el juego poético que urde tramas entre pasado, presente y futuro, como se encarnaba en la Eneida. Por ironías de la vida, me fracturé la rodilla izquierda hace tres años y ahora cuando juego con mi hijo de once años soy como mi padre y le ruego que haga el pase exacto a la rodilla derecha o a la cabeza. En cuanto a mi hermano, no sólo sobrevivió, siempre jugador de fútbol, sino que ha sido el más feliz de la familia y el más dotado con inteligencia emocional, algo que en buena medida se puede atribuir a su pasión por el fútbol. No sobra indicar que el deporte es una de las actividades que más pesan en la construcción de capital social en Colombia, según lo han establecido las investigaciones de Sudarsky:
Sin embargo, esta pertenencia sufre una caída de 31% frente a 1997. En cuanto a las organizaciones voluntarias seculares, se observa que las organizaciones deportivas siguen siendo las más preponderantes, seguidas por las educativas y las juntas de acción comunal” (Sudarsky, 2008:126).
Una estadística que corrobora la tesis central de Norbert Elías y que en Colombia ha sido demostrada por el sociólogo Alberto Mayor Mora, quien encontró una correlación entre el desarrollo económico del Valle y la organización del deporte y la recreación (Mayor, 1998). De nuevo se muestra que la religión y la estética, en este caso por la estética del juego y del deporte, siguen siendo rasgos dominantes de Colombia y de América Latina.
Unos días después de la muerte de mi padre escribí un soneto en su memoria y en la memoria de su padre, mi abuelo el poeta, Soneto a la muerte del padre Edmundo. En el poema se retoma la figura del enlace trinitario de tres generaciones que advertimos como la figura dominante de la Eneida:
“Pues padre aún duerme en la muerte, respira/en él la leve brizna de la vida. /Casi el ojo entreabierto, y en la perdida/visión saber que se igualan quien mira/y es mirado. Es mundo, espejo que gira/hacia un vacío. /La doble faz reunida, imagen que es refleja, refundida/es sombra en luz del hoy que ayer expira/ ¿Sería pues padre de mi padre ahora/si mi vista alumbró tu pensamiento? /A su lado asisto al trance del momento, /nacer de propio y ajeno sentimiento/si muy adentro el padre al padre implora/yo soy aquel que acusa su lamento/”.
Notas
Imagen tomada de La Destrucción de Troya por Robert Wilson. Colección Civilizaciones Pérdidas, Editorial Norma, Carvajal, 1978. (ilustrado por Michael Codd y Roland Berry).
En este contexto es necesario interpolar unas citas extensas de nuestro amigo y colega, el argentino Pablo Alabarcés: “…básicamente, esa función de relevo que el fútbol parecía cumplir respecto de las mitologías e instituciones que habían construido, históricamente, una “identidad nacional” argentina –siempre recordando el grado de provisoriedad, inestabilidad, no-esencialidad de esa construcción discursiva— . Sarlo recuerda que, trabajosa y muchas veces autoritariamente, nuestra sociedad había construido la “comunidad imaginada” de la que habla Anderson (1993) en torno de ciertas mitologías básicas…” Alabarcés cita luego a Beatriz Sarlo: “Queda bastante poco de lo que la Argentina fue como nación. Las instituciones que producían nacionalidad se han deteriorado o han perdido todo sentido. Pasan a primer plano otras formas de nacionalidad, que existieron antes, pero que nunca como hoy cubren todos los vacíos de creencia. En el estallido de identidades que algunos llaman posmodernidad, el fútbol opera como aglutinante: es fácil, universal y televisivo. No es la nación, sino su supervivencia pulsátil. O, quizás, la forma en que la nación incluye hoy a quienes, de otro modo, abandona” (ibídem)”. Luego, prosigue el propio Alabarcés: “Aunque partícipes de la narrativa hegemónica del nacionalismo de las elites, los nuevos productores de los medios masivos, tempranamente profesionalizados, provenían de las clases medias urbanas constituidas en ese proceso modernizador. Y sus públicos, masivos y heterogéneos, presentaban otro sistema de expectativas: trabajados por la retórica nacionalista de la escuela, atienden también a otras prácticas de lo cotidiano. Junto a los arquetipos nacionalistas, las clases populares estaban construyendo otro panteón: junto a los gauchos de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, o los compadritos de Jorge Luis Borges, aparecen héroes populares y reales: los deportistas. Como señala Archetti (especialmente, 1995), en la discusión sobre la identidad nacional los periodistas deportivos, intelectuales doblemente periféricos — en el sentido de Bourdieu: periféricos en el campo periodístico, que es periférico en el campo intelectual— intervinieron con una construcción identitaria no legítima (porque el lugar legítimo es la literatura o el ensayo), pero pregnante en el universo de sus públicos. Así, el fútbol se transformó en la revista deportiva El gráfico, soporte hegemónico de esta práctica desde los años 20, en “un texto cultural, en una narrativa que sirve para reflexionar sobre lo nacional y lo masculino” (Archetti, 1995: 440). Alabarcés prosigue más adelante: “Pero también, si en este caso la nación se construía desde las clases medias y no desde las dominantes, aparecen los desvíos: frente a una idea de nación que remitía a lo pastoril (en el doble juego del mito gauchesco y de la propiedad de la tierra, modo de producción dominante), la nación que se construye en el fútbol asumía un tiempo y un espacio urbano. Frente a una idea de nación anclada en el panteón heroico de las familias patricias y en la tradición hispánica, el fútbol reponía una nación representada en sujetos populares. Frente a un arquetipo gauchesco construido sobre las clases populares suprimidas por la organización económica agropecuaria, los héroes nacionales que los intelectuales orgánicos del fútbol propusieron eran miembros de las clases populares realmente existentes, urbanizadas, alfabetizadas recientemente, que presionaban a través del primer populismo argentino (el partido Radical de Yrigoyen) por instalarse en la esfera cultural y política. Y allí, entonces, radicó su eficacia interpeladora.” (Alabarcés, 1998).