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Un cassette de VHS me queda como recuerdo de otra época. En una tinta borroneada señala que entre los contenidos están programas que fueron centrales para mi infancia. Desde hace muchos años que lo atesoro, pensando que llegará el día en que pueda reproducirlo de nuevo y encontrarme con mi yo infantil. Pero me ataca constantemente un miedo. Si bien tengo aún el reproductor de cintas, acumulando polvo en algún desván, temo, no obstante, que al insertar el cassette en el reproductor, algo no suceda como lo espero. La cinta se puede romper; la imagen estar desfigurada. Conservo entonces un cassette que es simultáneamente un preciado recuerdo y un inevitable olvido. Aún no me atrevo a verlo.
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Esta breve anécdota plantea algo fundamental sobre nuestros recuerdos atesorados en objetos, en particular aquellos que requieren de algún sistema técnico para su acceso. A diferencia de billetes y estampillas, que pierden su uso como intercambio monetario o como evidencia de un sello pagado, pero que mantienen en cierta medida su atractivo visual, los cassettes de audio y de video, las tirillas de cine de 8mm y los negativos de fotografías convencionales, requieren de aparatos que, al ir haciéndose obsoletos, tienden a llevarse consigo la posibilidad de acceder a los detalles que valoramos con nostalgia. Los libros poseen esa gran ventaja. El aparato de decodificación es nuestro cerebro instruido para leer. El riesgo de la pérdida de la escritura y, consigo, la irrelevancia de los libros, es algo que no está pronto a ocurrir. Cuando McLuhan (1960) nos habló del impacto de la alfabetización masiva y el poder de la imprenta, nos señaló cómo se transformó nuestro mundo en toda su extensión. La escrituralidad tomó control de nuestras interacciones y es, aún hoy, la metáfora absoluta del saber, de lo culto, de lo válido. Programamos a toda nuestra sociedad humana para leer, invirtiendo hora tras hora en generar ese aparato decodificador cerebral. Aunque han surgido medios que permiten la transmisión de audio o video, nuestra obsesión de lo escrito permea todo lo que hacemos. La discusión se mantiene. Leer un libro es siempre visto como un acto de sofisticación que ver un video en TikTok no tendrá: se basa, no en el contenido terrible o sublime que uno u otro pueden contener, sino en el esfuerzo que se requiere para decodificarlo. Lo que evidencia el leer es el ejercicio constante de un aparato mental con años de entrenamiento invertido.
La materialidad del libro lo hace bello. Ahí reposa, un texto codificado que, quizás en algún momento puede volver a ser leído y de este modo disfrutado de nuevo. No es así con mi cassette. Ni lo era con los discos de acetato hasta que los nostálgicos fuimos más y recuperamos el aparato de reproducción. Ahora, con la temporalidad limitada de su registro y aquella mugre que le agrega sensación a la melodía, disfrutamos de discos como un placer nostálgico. Los acumulamos, como lo hacíamos con monedas y billetes viejos, si bien pocas veces los desempolvamos para escucharlo.
La memoria es hermosa al inscribirse en anclajes materiales. Recuerdo las fotografías instantáneas, tan preciadas en su momento por la capacidad de capturar una situación y dejarla registrada evidentemente en pocos segundos.
Foto de Enrique Uribe-Jongbloed
Pero esa belleza venía con su riesgo. Las fotografías instantáneas se desvanecían ante la exposición constante a la luz solar. Era un recuerdo que, cada vez que mirábamos, moría un poco. Un hermoso pensamiento para saber disfrutar de los recuerdos sin quedarnos eternamente en ellos.
Lo cierto es que todos buscamos esa conexión con el pasado. “Estamos programados para la nostalgia” nos dice Pinker (2018:73) al señalar las herramientas de nuestro cerebro para mantener los recuerdos placenteros y obnubilar los dolorosos. De ese modo, todo tiempo pasado nos parece mejor. Nos refugiamos constantemente en cavernas que nos transportan a momentos más simples, y buscamos revivir esos instantes cada vez que nos aplaca nuestro horroroso presente. Lo más importante, como sucede con mi viejo cassette, no es el hecho de regodearnos en el pasado, sino saber que lo tenemos a nuestro alcance. Por eso coleccionamos todo tipo de elementos que, rara vez, transformamos en exhibiciones o muestras permanentes.
Los anclajes que desarrollamos con los objetos no son equivalentes a las emociones que nos produjeron originalmente. Son una forma de desplazamiento, de trasposición. El billete que guardamos nos recuerda las emociones del viaje, pero también la poca incidencia que tuvo en él, pues claramente no lo utilizamos durante el mismo.
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El libro representa el lugar de lectura o las emociones vividas, pero no se puede disfrutar igual de nuevo, ya que nuestro cerebro ha aprendido nuevas formas de interpretar su contenido y lo decodifica diferente con la edad, con la experiencia y con nuestros desarrollos o mutaciones ideológicas. Esto me hace pensar en Hall (1980) y Eco (2003) quienes nos señalan cómo los textos están inscritos en tal entramado de codificaciones que muchas veces podemos disfrutar de ellos cuando ignoramos algunos de sus significados, activamente nos concentramos en no darles relevancia para no dejar de disfrutar el texto, o los leemos incorrectamente. Así, recuerdo mi afición infantil por la serie televisiva Los Magníficos (The A-Team, Cannell y Lupo, 1983-1987) que ahora de adulto ha cambiado, pues en este momento la reinterpreto como una apología al paramilitarismo. Quizás es por eso por lo que otras obras televisivas o cinematográficas de inicios de los años 90, como Eerie Indiana (Rivera & Schaefer, 1991), La mujer del presidente (La Rotta, 1997), o incluso, Rodrigo D (Gaviria, 1990), descansan en mi repisa, las dos primeras en DVD y la última en formato Betamax. Ninguno de estos productos los he vuelto a ver, pero permanecen como testamento de mis recuerdos. Incluso tengo el gran temor de volverlos a ver y, quizá, encontrar interpretaciones erróneas, recuerdos acomodados o ideologías subyacentes que pude ignorar en una primera exposición.
Fuera de los registros de obras transcendentales para mi juventud, también creo tener en algún lugar algún cassette con un registro realizado por mí o por algún pariente. Esos cassettes de video en que registrábamos nuestros eventos familiares a través de aparatosas cámaras se han transformado en registros realizados mediante nuestros teléfonos inteligentes. Por una parte, las “grabaciones domésticas han desaparecido físicamente de los hogares, y algunas familias parecen encontrar un tipo de compensación en la aplicación de texturas digitales a las imágenes de modo que estas tengan una estética análoga a aquella de las películas caseras en Super 8”¹ (Sapio, 2014:48), recuperando así la sensación de estar utilizando una herramienta antigua. Nos gusta que las cosas parezcan viejas, porque nos da cierta sensación de vínculo nostálgico con el pasado. Por otra parte, aquellas grabaciones realizadas en variedad de soportes electromagnéticos son ahora absolutamente irrelevantes, pues, aunque siguen apareciendo en nuestros anaqueles, no hay formas técnicas que permitan su reproducción y visualización. Son objetos cuyos contenidos se hacen inaccesibles y quizás en ello descanse su valor: solo nosotros sabemos lo que pudieron contener.
Mi última experiencia con archivos en formato de cassette de video fue al hacer una investigación sobre la serie colombiana Don Camilo (Romero Pereiro, 1987) y toparme con que existió en 1981 una versión realizada para la BBC. Debido a que los dueños de los derechos de la obra literaria de Guaresci en la que estuvo basada la serie no aprobaron el producto final, este solo existe en una serie de grabaciones en cassettes de video disponibles en el archivo del British Film Institute (BFI) en Londres. Allí los cassettes seguían siendo la forma de guardar esta preciada información, aún no digitalizada. Era necesario entrar a una caverna en el subsuelo del BFI para poder visualizar esta obra en un reproductor igualmente anciano. De manera similar se ha mantenido y recuperado gran parte de la memoria audiovisual colombiana, transferida de los cassettes de video a YouTube por archivistas aficionados que en su momento registraron estos programas en sus hogares. Muchos han considerado que este archivo en YouTube es mejor, por su acceso y disponibilidad, que aquel de las latas fílmicas y los cassettes de video. No piensan que, aunque parezca que los registros están en ese lugar etéreo que denominamos “La Nube”, son archivos que están ubicados en servidores en algún lugar del mundo, fuera de nuestro alcance, control y acceso real, con solo la ilusión de disponibilidad constante (Uribe-Jongbloed y Roncallo-Dow, 2021). El cassette que reposa en la estantería está realmente ahí, si bien no puede ser reproducido sin aparatos obsoletos. Su contenido puede haberse desdibujado, como la imagen de la foto instantánea, o su materialidad deformado al punto que no pueda introducirse en alguno de esos aparatos. De cualquier modo, sigue siendo para muchos de nosotros un punto de conexión con un pasado que nos parece más amable.
Como lo anota Boym (2001:19):
La nostalgia (de nostos retornar a casa, y algia anhelo) es un anhelo por un hogar que ya no existe o que jamás ha existido. La nostalgia es un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero también es un romance con nuestra propia fantasía. El amor nostálgico solo puede sobrevivir en una relación de larga distancia. ²
Nuestro acumular recuerdos en la forma de discos, cassettes, fotografías, billetes, monedas, se convierte en ese ejercicio de la nostalgia. A través de ella es cada vez más difícil reconocer lo que vivimos con esos soportes, porque la distancia crece. Sin embargo, se nos mantiene activa la emoción anclada en cada uno de esos objetos. Y lo importante no es realmente el contenido -las imágenes-, sino simplemente el medio físico que las evoca, transformadas, en nuestra mente. Porque, como afirmase McLuhan (1994), “El medio es el mensaje”.