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Introducción
Soy maestro de historia de México, país donde vivo hace casi una década. Y desde hace varios años le pregunto a mis estudiantes cuál consideran su sentido más importante, con contadísimas excepciones siempre han señalado que es la vista. Luego, les formulo un caso hipotético en el que se ven obligados a perder uno de sus sentidos, pero que pueden escoger cuál, ante lo cual la respuesta abrumadora es que sin mayor problema se desharían del olfato.
No soy el primero ni el último en hacer este ejercicio, Synnott mucho antes que yo lo sugirió también y obtuvo resultados semejantes (Synnott, 2003: 434). Las razones detrás de estas coincidencias no podrían ser más variadas, pero destacan que, entre los estudiantes cuestionados, el olfato es el sentido que menos utilidad les brinda y que las sensaciones que les transmite son mayormente desagradables, pues por sus características no es posible –por ejemplo– controlar lo que se huele cuando se deambula por las calles. Lo anterior, en este punto de la plática, siempre lleva a señalamientos sobre el miasma que se escapa de cada alcantarilla mal tapada, del olor del esmog o los desechos de mascotas no recogidos por los dueños que cada vez pueblan más las ciudades latinoamericanas.
Además, aludir al olfato y a las sensaciones que este sentido proporciona es, por decir lo menos, discordante en un sistema educativo que –en términos generales– se ha construido casi exclusivamente sobre la vista y la escucha, por lo que aludir al olfato en un salón de clase poco o nada refuerza los contenidos diseñados para la enseñanza de la historia.
Es sobre las posibilidades que para el aula ofrecen los recuerdos y emociones construidos a través del olfato que trata este breve ensayo, en él buscaré compartir algunas nociones del manejo del olor no tanto para reforzar contenidos como para reflexionar sobre los espacios que la memoria olfativa nos ayuda a formar. Y si en algún ejercicio anterior me he enfocado en el olfato como modelador del espacio urbano para reforzar otras nociones de aprendizaje del tiempo y buscar su desaceleración (Díaz Guevara, 2021: 251-282), en esta ocasión presentaré la posibilidad de acercarnos al pasado a través de los aromas como significantes simbólicos. Para lograr este fin propongo el uso de dos poderosas herramientas: las emociones y la imaginación.
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Las emociones olfativas
Si bien hay una industria bastante exitosa detrás del comercio olfativo –y de las emociones y los recuerdos asociados a él–, estas empresas no siempre llegan a buen puerto. Según cuenta Laura Marks, durante la premier de Angèle (Pagnol,1934) el director preparó una serie de esencias que iría desperdigando en el teatro con la esperanza de crear una atmósfera más emotiva en torno a la película; no obstante, los olores se acumularon y se sobrepusieron unos sobre otros haciendo imposible controlar las emociones del público. ¿El resultado? un mitin dentro del cine, donde los espectadores movidos por el pánico casi destruyen el teatro donde se realizaba la proyección (Marks, 2000: 212); el intento por explotar económicamente las emociones de los asistentes a partir del olor, esta vez al menos, fracasó.
Más allá del anecdótico caos desatado por Marcel Pagnol, pienso que los repetidos fracasos por incluir el uso de aromas dentro de las películas han venido reforzados por una cuestión y es que, aunque hoy se pueden superar los problemas técnicos que tuvo la dispersión de aromas durante la proyección de Angèle –incorporando el uso de sofisticados sistemas de extracción de olores combinado con la aplicación de esencias más volátiles– el problema de fondo continuaría, pues lo que pasó con la película de Pagnol no es consecuencia de un simple problema de dispersión sino de velocidad, pues la rapidez que en la mayoría de casos requiere el rodaje de las escenas y el cambio de escenarios recurrente haría incompatible la experiencia visual con la demora que conlleva el desarrollo de la experiencia olfativa. Pienso que en el cine es posible crear una sinestesia visual que evoque a la memoria olfativa, más no al contrario.
Entre otras cosas porque al estar el sentido del olfato estrictamente ligado a la formación de recuerdos y emociones, que luego juntos construyen la memoria, necesitan de un espacio y sobre todo de un tiempo para poder desarrollarse adecuadamente, so riesgo de generar reacciones descontroladas entre aquellos quienes se expongan a aquella mezcla de emociones generadas artificialmente.
Por lo tanto, si bien el olfato viene fuertemente ligado al desarrollo de las emociones y de los recuerdos que se expresan casi de forma involuntaria, también es cierto que el tiempo en que se manifiesta el olfato es muy distinto al de los otros cuatro sentidos. Y aquí es donde entra el historiador, pues si este se dedica al estudio del tiempo –y el análisis del olfato requiere de comprender que este sentido se desarrolla en la demora– entonces el profesional del estudio del pasado deberá comenzar por allí su análisis, como una antesala para poder ofrecer una reflexión sobre el tiempo y el espacio que se puede crear a partir de la memoria olfativa, conectando con las comunidades del pasado a través de la experiencia aromática.
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Si dentro de la vida cotidiana del pasado el olfato –como puede intuirse– tenía un papel esencial, este rol destaca más aún en los espacios ritualizados; presentaré a continuación una perspectiva para darlos a conocer en el aula a través de la más humana de las emociones: la empatía.
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La atmósfera ritual y la recreación aromática a partir de la imaginación
Para los estudiantes es importante comprender que la construcción simbólica del olor ha sido desde la antigüedad muy efectiva para transmitir ciertos valores en el tiempo y que ha servido para transmitir ideas entre los miembros de una comunidad de una generación a otra. El olor ha sido por tanto un efectivo vehículo tanto para la cohesión social como para la división de clases, pues cada espacio y cada grupo ha asociado consigo un determinado espacio olfativo (Classen et al., 2019: 38); así, la creación de espacios sociales no puede desligarse del papel que los aromas juegan dentro de su conformación.
La importancia del olor para la creación de espacios viene ligada a la existencia de rituales de paso, como los funerales o los matrimonios, pero únicamente cobran sentido en un espacio comunitario, pues el proceso mediante el cual se desprenden aromas crea una atmósfera envolvente en todos aquellos que participan del ritual (Classen et al., 2019: 122; Díaz Guevara, 2021: 254). Romero, sugiere que la construcción simbólica tiene un elemento que se expresa directamente y otro que subyace oculto, “que ha sido apropiado cambiando en parte el carácter con el que había sido concedido inicialmente permitiendo de esta manera, historizar la apropiación con el uso que se le da” (Romero Mendoza, 2020: 33) es decir, los olores terminan transportando códigos y sentidos que son compartidos de manera consciente, o no, entre los asistentes al ritual.
No obstante, el sentido que otorgan quienes participan del ritual parece imposible de alcanzar para alguien externo; de esta forma para historizar el ritual olfativo necesariamente hay que remitirse a las sensaciones y a los espacios donde el ritual tenía lugar situación que, por decir lo menos, es imposible de conseguir ¿Cómo recuperar las atmósferas creadas por los rituales de sacrificio de las sociedades mesoamericanas? ¿El sentido que en la antigua Mesopotamia tenía el ofrendar flores a los muertos comparte semejanzas con la importancia de los aceites olorosos usados en el proceso de embalsamiento de los egipcios? En últimas ¿Cómo acercarse al cambiante proceso de historización sugerido por Romero?
Sugiero al amable lector que las herramientas de la imaginación histórica delimitadas por Collingwood pueden ser útiles en esta tarea y que pueden ser usadas en la enseñanza de la historia, “recreando” los acontecimientos del pasado para así poder ubicarnos en ellos históricamente. Collingwood pone por ejemplo el caso del Código Teodosiano del que señala que con solo leerlo no se transmite el sentido que tenía en su momento, así que para poder comprender el alcance de sus palabras es necesario que el historiador se traslade lo más fielmente al momento en que el emperador estaba elaborando el edicto, lo vea a través de sus ojos y así a la comprensión lingüística le sume la de la historia a través de la recreación (Collingwood, 1952: 337-338).
Collingwood sabía perfectamente los riesgos de anacronismo que su propuesta conllevaba al trasladar al pasado la estructura mental del historiador del presente, pero se salvaguardaba por una parte en la famosa afirmación de Croce –de que toda historia es una historia del presente– y por otra, señalando que si es posible conocer, digamos, la filosofía de Platón hoy, lo es porque se siguen los pasos dados por el ateniense dentro de sus lecturas (Collingwood, 1952: 354).
Tomando esta estructura sugerimos que, así como es posible comprender la filosofía de la Grecia clásica también podemos comprender el sentido de los rituales de, por ejemplo, los nahuas prehispánicos estudiados en los cursos de historia de México, que se presentan al estudiante de forma aislada y desconectada de nuestro tiempo.
Por tomar un ejemplo, pensemos en un ritual como los estudiados por Elodie Dupey, en el que se adecuaban espacios ceremoniales en Mesoamérica con inciensos y otras especias que envolvían a los asistentes. No necesitamos ser nahuas para entender que el consumo de alimentos especiales o el uso de fragancias que eran escasas y solo se disponían en ciertas fechas del año hacía que este olor transmitiera a quienes lo consumían la idea de que era una fecha especial. Analizando el rito Huauhquiltamalqualiztli del pueblo náhuatl, señala Dupey que:
[…] los seres sobrenaturales recibían su parte del alimento bajo la forma de vapor aromático, […] los nahuas entraban en comunicación con sus divinidades brindándoles el aroma de platillos guisados especialmente para ellos, buscando agradarlos con alimentos que les eran aprovechables, es decir, que les resultaban asimilables y deleitables. Posteriormente, estos alimentos eran consumidos por los hombres, quienes experimentaban de manera sensible el momento del ciclo ritual en que se encontraban, mientras que el olor característico de la comida correspondiente a cada dios imprimía su sello a cada periodo del calendario (Dupey García, 2020: 93-94).
Continuidades de este ritual se pueden encontrar en la actualidad entre algunos pueblos indígenas de México. Hace unos años, cuando era profesor en la preparatoria indígena intercultural (Díaz Guevara, 2020) ubicada en la comunidad de Santafé de la Laguna, famosa por sus luchas sociales y luego porque su arquitectura sirvió de base para la famosa película de Disney-Pixar Coco (Unkrich,2017), pude ver de primera mano cómo en el día de muertos las ánimas de las familias eran invitadas al mundo de los vivos y eran recibidos con los vapores de alimentos recién preparados. En esta región purépecha los platos preparados para los muertos eran pozole, champurrado y pan recién horneado, pan de muerto preferiblemente, una receta que se prepara especialmente para esta fecha; esta misma comida la consumíamos los invitados y en ella compartíamos con quienes ya no estaban en la comunidad en medio de un mar de flores de cempasúchil.
Este rito de paso nos habla de la trascendencia y de la necesidad de la memoria colectiva, mismos que lucen agotados en la sociedad acelerada de hoy, los sentimientos que se despiertan y la sensación de tranquilidad que da este rito a quienes participan de él nos recuerda que los rituales de paso en buena medida han sido olvidados en las grandes ciudades ¿Cómo son tratadas ahora? ¿Es necesario un rescate de lo simbólico? ¿Puede el olfato ayudar en la resignificación de nuevos espacios simbólicos?
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Dupey señala que el día de muertos es un ejemplo de la continuidad de prácticas prehispánicas que se mantienen vivas hasta hoy, nosotros añadimos que a través de ellas se puede construir un puente para generar un conocimiento de lo simbólico a través de los aromas que se mantienen presentes a través del tiempo.
A partir de este ejercicio, desde el presente podemos conectar, tal vez, con los sentimientos y sentidos de otros que nos antecedieron, pero cuyas preocupaciones y emociones eran con seguridad muy parecidas a las nuestras, donde la apelación a los símbolos puede servirnos como una base para reconstruir con una nueva mirada el uso de los olores y cómo los sentidos rituales asociados a estos han logrado pervivir con mucha más destreza que otros símbolos del pasado, construyendo espacios y resignificando los viejos.
Así, el papel de la escuela, concretamente de la enseñanza de la historia, no deberá ser el rescate de sentidos antiguos, como los experimentados por los nahuas en sus rituales, sino permitir que los estudiantes tengan la libertad de emparejar los significados que ellos tienen dentro de una narrativa más extendida, darles a entender que no están solos con sus sentimientos sino que a partir de ellos pueden conectar en un sentido más profundo con otras experiencias tal vez semejantes a las suyas. Con esto nos apoyamos en Dosil (2022: 149), pues compartimos con él que solo a través de la convivencia los estudiantes pueden hallar qué desean conservar o qué no de esos universos simbólicos aparentemente olvidados.