La tierra donde nace la Gaita
En el norte de Colombia, donde la cordillera de Los Andes menguada se reduce a pequeños montes que cruzan hacia Venezuela, se encuentra una región fascinante y particular, tierra de una de las expresiones culturales más ricas de nuestro país: la música de gaita. Sin entrar de lleno en el intrincado y amplísimo universo que la música tradicional de la Costa Atlántica abarca, queremos centrar nuestra atención en el conjunto de gaita larga y, especialmente, en lo que éste sintetiza de forma excepcionalmente clara y eficaz: un proceso de mestizaje que se concreta a través de la expresión musical de un pueblo indisolublemente ligado a la tierra que lo vio nacer. Incrustada entre el mar Caribe y el rio Magdalena se encuentra la población de San Jacinto, Bolívar. Para los entendedores y cultores de la música en cuestión se trata de un lugar privilegiado, tierra natal de varios maestros y eje importante de toda una cultura: “San Jacinto tierra bella / donde nacen los gaiteros”1. Por el conocimiento directo de esta población y de algunos de sus hijos ilustres, tomaremos como referencia para este trabajo a San Jacinto y sus alrededores. Sin olvidar con lo anterior que la gaita como práctica musical y fenómeno cultural abarca una amplia porción de la depresión momposina, incluyendo zonas diferentes como los Montes de María y la región de la Mojana, llegando incluso hasta el mar Caribe. Sin embargo, San Jacinto se mantiene como uno de sus centros más representativos y simbólicos, casi legendario. Dejando entonces a los musicólogos la debida pero en el fondo nada fácil tarea de demostrar con los argumentos propios de su área cuales son las razones que explican lo excepcional de nuestra gaita, vamos a centrarnos en el legado que ésta nos ofrece como patrimonio y en los retos que afronta, que hoy en día son menos explícitos de lo que se podría pensar.
Bajo un sol abrasador, fuera del alcance de la brisa del mar, y sobre una tierra bienhechora y fértil cuna de importantes culturas precolombinas, encontramos un pueblo marcado por el fenómeno cultural e histórico que distingue a todo nuestro continente y que éste canta con su música única y contagiosa: el indio, introspectivo y agreste (de la tierra), poético y delicado, trajo la melódica gaita de fibra vegetal. El negro, alegre y expansivo, físico y dramático, propuso el repique ancestral de los tambores de cuero animal: “Los repiques de tambores / La raza negra levanta / Y el indio pasivamente / Con su melódica gaita2”. El feliz encuentro genera un producto único y especial, que puede iniciar a comprenderse solo a través de su disfrute directo, especialmente si se escucha en vivo y se recrea el especial dialogo y equilibrio entre los aportes de las culturas que lo componen. Inútil es aquí intentar transponer en palabras algo que nació de la oralidad musical de un pueblo expresivo y jovial, transcripciones o traducciones a otros lenguajes aunque bienvenidas como una forma de registro y hechas en buena fe, han tergiversado ya algunas de las bases de la gaita3. En vez de una árida descripción del género y sus instrumentos, recomendamos al lector que desconoce la gaita remitirse a los recursos recomendados al final del presente texto para hacerse una idea de la propuesta que la gaita nos trae.
Esta música, que es también una danza con sus variantes dependiendo del aire interpretado, expresa una historia de entretejimiento: la mujer recatada y elegante (que sería la indígena) repele y a la vez incita los avances preponderantes y altivos del hombre (que sería el negro)4. Cierta o no, esta interpretación nos da la muestra de un patrón presente en los relatos casi míticos sobre el origen de la gaita, entre nombres casi olvidados y rodeados del misticismo propio de la expresión oral de la región, las diferentes narraciones sobre el encuentro fundante de la gaita coinciden en la mezcla armónica de etnias diferentes que comparten una tierra en común. Aunque países hermanos por historia y geografía compartan la convivencia de lo que se conoce llanamente como las tres razas, particulares condiciones favorables habrían facilitado el diálogo entre culturas en nuestro país5. Además, en la Costa Atlántica, factores culturales parecen haber acentuado esta mezcla de rasgos, cuajando “como en gran crisol de hamacas y esteras la ‘raza cósmica’ -triétnica” (Fals Borda, 2002, 150B). Es el mestizaje el rasgo característico y fundamental de la música de gaita, y más específicamente el zambaje, muy difundido en la región como fenómeno cultural y que marca los rasgos de la población uniendo especialmente negros e indias (Peñas Galindo, 1988). Pues aunque conozcamos varias expresiones musicales de origen indígena basadas en instrumentos de viento y si bien el tambor marque en general la base de la expresividad africana, su combinación armoniosa y sintética es excepcional.
Más allá del mestizaje
Sin embargo, aunque fundante, el mestizaje es solo una de las facetas, tal vez la más evidente, de las que componen la música de gaita. Hay otra dimensión que no sólo caracteriza este fenómeno, sino que lo explica y prácticamente le da su razón de ser: su carácter esencialmente campesino. No se trata solamente del hecho de surgir de una región agraria y rural: es la propia vida del campo la que le da vida a la música, y no hablamos solo de los temas de sus letras, ni del carácter local de los materiales de sus instrumentos que se encuentran en el “monte”. Los mismos sonidos de las gaitas parecen en algunas ocasiones tomar prestadas notas de los cantos silvestres, y ¿qué más parecido en la ejecución del ritmo de puya en la tambora que el andar cadencioso de un burro? De la tierra viene no sólo el sustento en forma de yuca o ñame, sino también los instrumentos para expresarse: las maderas cinceladas con herramientas agrarias, la cera de abejas curada con carbón, el totumo resecado al sol y rellenado de semillas, provienen todos de una tierra familiar y se forjan a partir de un conocimiento profundo acerca de sus frutos. Se trata de un conocimiento práctico y esencial, tradicional, movilizado en función de una expresividad de tipo musical que canta al mestizaje, pero que por su arraigo a la tierra no puede entenderse sino a la luz de una cultura campesina.
Esta particularidad, que debería ser su mayor riqueza al hacerlo un fenómeno irrepetible e intransferible por derivar sus elementos de la “tierra” en su sentido más amplio (es decir de su contexto local, de sus gentes y sus costumbres), es muchas veces interpretada como una debilidad, no obstante, la música de gaita logra cautivar a tantos y nuevos intérpretes y aficionados. En estos casos, se confunde el conocimiento transmitido de forma directa fuera de ambientes académicos o formales y mal llamado “empírico” con un saber necesariamente simple o fácil de aprehender. Nada más alejado de la realidad. Encontramos entonces expresiones como “se ve más fácil de lo que es” o “hacen metafísica sin saberlo” (Gil Olivera, 2010), provenientes de observadores bien informados que, tal vez sin notarlo, asocian la vida supuestamente simple del campo con la necesidad de que la ejecución de la gaita o la cultura subyacente sea igualmente simple
Nuevos intérpretes, ¿un mismo sentir?
Por el contrario, el acercamiento a esta música está muy lejos de reducirse a “saber tocar” alguno de sus instrumentos, como bien lo saben los “cachacos” que han intentado hacerse cultores respetados por los maestros reconocidos, o más aún los extranjeros que en gran y creciente número frecuentan festivales y eventos de gaita. Esta música ha pasado de ser degradada y despreciada, incluso en el propio San Jacinto6, a ser un fenómeno que atrae personas de otras regiones y países. Cuando a mitad del siglo pasado la gaita sale de su región y va al interior, especialmente a Bogotá, pero también al extranjero (Rojas, 2009), sufre un difícil proceso de aceptación que implica en parte una adaptación para gustar entre un público poco acostumbrado a sus sonoridades, pero también el peligro de caer víctimas del oportunismo de quienes quieren explotar una visión idealista y superficial que termina siendo “exotismo” (Rojas, 2009).
Con altos y bajos, con modificaciones, pero respetando también las tradiciones, la música de gaita está hoy en día bastante viva, esto es, alrededor suyo están dadas las condiciones para su continuidad musical en el tiempo. Si bien sobre el tema no haya una única opinión generalizada, como sucede con muchos otros temas del universo de la gaita, es claro que se ha dado una transición generacional relativamente pacífica. Es posible entonces ver adolescentes e incluso niños ejecutando la música bajo parámetros relativamente tradicionales, pero también jóvenes “innovadores” que fabrican gaitas en materiales industriales como el aluminio ante la necesidad de difundir el instrumento y la dificultad de acceder a grandes cantidades de éstos construidos con la técnica tradicional. Además, claro, hoy es posible y aceptado ver mujeres ejecutando instrumentos y participando en festivales, cambio éste relativamente reciente y hasta hace un tiempo considerado improbable (Morales Gómez, 1989-1990).
Vemos entonces que la música de gaita se transmite y se sigue tocando, adaptándose en parte a los cambios y las necesidades de los nuevos ejecutores. Desde este punto de vista este patrimonio estaría aparentemente salvaguardado y la riqueza de su mensaje podría seguir difundiéndose en el tiempo y el espacio: aunque no siempre bajo las mejores condiciones, abundan los festivales a lo largo del año con buena participación de músicos de diferentes regiones, en las ciudades es fácil encontrar escuelas que ofrecen formación de buen nivel en la música de gaita, en algunas universidades los alumnos pueden acercarse a la gaita con maestros reconocidos y ya no genera extrañeza ver extranjeros en los festivales o yendo a los pueblos a aprender directamente de los “viejos”. Sin embargo, cabe preguntarse si la interpretación, incluso siguiendo los cánones más apegados a la tradición, es un indicador suficiente para considerar que este patrimonio va a resistir los embates del cambio generacional.
El maestro Nicolás Hernández Pachecho (Nico), fotografías de Juan Camilo Segura Escobar.
Los retos de la Gaita hoy
Como se sostuvo al inicio, esta música es la expresión de un proceso social amplio que nos atañe a todos como país esencialmente mestizo, pero que además teje una relación indisoluble con la tierra que lo genera y su gente. Para apoyar la gaita como expresión única de nuestro patrimonio cultural de nada valen mil escuelas con mil maestros, ni mil festivales con premios millonarios si no se salvaguarda el contexto en que esta nace y cobra sentido. Es el sentimiento de un pueblo rural y trabajador, que toca su instrumento con las mismas manos ásperas con que cultiva la tierra, lo más valioso de esta expresión cultural. Es el relato de la fusión compleja de las etnias, que no es contada con palabras sino más bien con sonoridades, lo que hace única a la música de gaita. Así, la ejecución y la difusión pasan a un segundo plano si no se transmite y se comprende la relación simbiótica con la tierra. Si hemos de conservar algo es esta relación, lo que no quiere decir necesariamente conservar su contexto social intacto, ya que este siempre ha sido de pobreza e incluso de marginación, cuando no de violencia armada (Ochoa, 2005). La estatuilla de gramófono de un premio Grammy en una estantería de madera no hizo que llegara por fin el servicio de acueducto a San Jacinto, y las minas antipersona siguen haciendo difícil la búsqueda del cardón, cactus necesario para fabricar los cuerpos de las gaitas7. Pero si se debería reevaluar y valorizar la riqueza que implica la mirada campesina hacia su propia existencia y la capacidad de sintetizar procesos complejos a través de expresiones artísticas y musicales. Ya que la gaita en sí, los grupos que la ejecutan, abundan. Pero la lucidez fértil que la engendró está en peligro por el desprecio que sufre lo rural cuando se lo considera simple, de fácil comprensión y se le reduce a conocimiento “empírico”, relegándolo siempre a una forma de saber y entender inferior a la formal y académica.
Notas
1. Tema musical: “Palenquero sube la malla”. Autoría: Jesús Saya.
2. “Fuego de cumbia”, Un fuego se sangre pura. Smithsonian Folkways Recordings (2005).
3. Es sabido que George List, importante investigador recordado sobre todo por el registro de audio por él realizado y que se conserva en la Universidad de Indiana, transcribió el tambor llamador a tiempo en lugar de a contratiempo (Ochoa Escobar, 2012), lo que le quitaría uno de los rasgos esenciales a esta música.
4. Interpretación de Delia Zapata del baile relacionado con la gaita en el documental “Cumbia. Gaiteros de San Jacinto”, 2003.
5. A diferencia de otros países como Brasil o Cuba, donde los esclavos negros reconstruyeron gracias a su relativo aislamiento dado por las condiciones particulares de la organización económica (el monocultivo intensivo) parte de sus rasgos culturales de raíz africana, “las circunstancias históricas, geográficas y raciales de Colombia, prohijaron más que en cualquier otro país la síntesis unitaria de las culturas” (Zapata Olivella, 2010, p.122).
6. Entrevista personal con Nicolás Hernández
7. Entrevista personal con Nicolás Hernández