En este texto se argumenta que la música es capaz de relacionarse simbólicamente con cualquier tipo de significado, pero al ser performativa y al carecer de una verbalidad inherente, el espacio para que las subjetividades oigan lo que quieren oír se hace más amplio. De esta manera los repertorios musicales vistos como patrimonios íntimos y privados, pueden ser compartidos y utilizados desde las necesidades particulares de distintas etnicidades. En este caso se ilustrará como ejemplo las chirimías del carnaval de Riosucio – Caldas.
Las concepciones oficiales en torno a lo que es el patrimonio cultural hablan de manifestaciones materiales e inmateriales que han obtenido el estatus de ser un legado prominente, y han sido heredadas por medio de vínculos sociales (UNESCO 2013). Estos elementos culturales que dan testimonio de las tradiciones humanas, no solo cumplen la función de instituir un pasado, sino también de cimentar y estructurar identidades actuales que en medio de las dinámicas sociales son fácilmente politizadas. También suele ocurrir, por lo menos fuera de los ámbitos científicos, que este pasado decantado, siendo factual o mítico, siempre va a ostentar las crónicas insignes y honorables mientras esconde bajo la alfombra alguno que otro detalle incómodo. En consecuencia, los pasados idealizados, y lo patrimonial como evidencia de estos, no solo participan en las dinámicas del presente, sino que en muchas ocasiones actúan como puntos de referencia que orientan los planes con que se diseñan futuros igualmente idealizados.
Esta función estructurante en el continuo pasado/presente/futuro proyecta a lo patrimonial como un bien tanto preciado como necesario, que ayuda a que los grupos humanos se piensen a ellos mismos y la manera en que esta autoconcepción se debe articular a otras instancias de la sociedad. Pero al margen de los ámbitos académicos, las ideas alrededor de los usos y funciones de lo patrimonial poseen un perfil particular. Dentro de las concepciones coloquiales, que finalmente son las concepciones que se han hecho socialmente operables, es decir, las que la gente utiliza cuando interactúan en su cotidianidad, esta funcionalidad no se piensa como una herramienta que se construye socialmente ni como un recurso cultural que permite la adaptación a las distintas condiciones sociales. Al acudir a lo patrimonial como estandarte identitario se acude a algo tan propio que puede pensarse como naturalizado. En la coloquialidad, los patrimonios son “naturales” a los grupos que los ostentan, y a su vez, también son legitimantes de un ideal de “la naturaleza” de estas personas. Todo lo anterior se puede resumir en que el “sentido común” de las personas le apuesta a la frase: esto es mío ergo yo soy así.
Los fenómenos apreciados en las fronteras de las etnicidades permiten ver que esta naturalización de lo patrimonial implica un grado de exclusividad alto. En dichas parcelaciones sociales las personas se hallan así mismas y a sus iguales en la fe de una cohesión social abalada por una tradición, forjada por un supuesto pasado compartido o incluso un origen común (Barth 1969). Y cuando existen rasgos culturales compartidos por distintas etnicidades, los elementos patrimoniales pensados como naturalmente exclusivos son en muchas ocasiones lo único que mantiene la frontera étnica en pie (Eriksen 2001); en otras palabras, son el rasgo diacrítico. Entonces, en adición a lo preciado y necesario, la naturalización conlleva la idea de que lo patrimonial también asume la condición de ser íntimo, privado y celosamente custodiado. Pero, ¿qué pasa entonces cuando los patrimonios son compartidos por dos tradiciones distintas que se hallan deliberadamente contrastadas en medio de politizaciones conflictivas?
En estas situaciones se podría esperar que las personas emprendan la tarea de buscar nuevas estrategias más eficientes para la creación de sus fronteras étnicas, tal vez utilizando otros estandartes. Pero en los casos en los que lo patrimonial se considera exclusivo a cada una de las posiciones es difícil que las personas den su brazo a torcer, y todo indicaría que el resultado no puede ser otro sino el de un cortocircuito. Contrario a esta lógica, esta situación en la que los patrimonios son compartidos ocurre, y la música es una de aquellas expresiones inmateriales que permite que, bajo ciertas condiciones, estos dilemas pasen inadvertidos. Las condiciones para que las manifestaciones musicales posean tal ubicuidad —tales como: letras abstractas o ambiguas, sonidos con cargas simbólicas indeterminadas, límites culturales que extrapolan los límites étnicos, etc.— las encontramos en el Carnaval de Riosucio. En esta celebración, las distintas etnicidades que buscan notoriedad por medio de la participación en las actividades carnavalescas entienden como propia una de las tradiciones musicales más representativas del municipio: las chirimías.
La idea de mestizaje es constitutiva de la identidad del riosuceño habitante del casco urbano. La historia del pueblo, que es la misma historia del Carnaval, está llena de alusiones a los sincretismos culturales entre lo indígena, lo europeo y lo africano, que terminan consolidando una identidad prototípica de lo colombiano. Prototipo, claro está, dentro de la historia idealizada que hace a un lado las marginalizaciones y discriminaciones, y rescata jovialmente cosas como los supuestos de un ancestro hidalgo, una sabiduría indígena y una alegría africana. La historia idílica del pueblo narra que dos poblaciones vecinas, el Real de Minas de San Sebastian de Quiebralomo -asentamiento minero habitado por españoles y esclavos africanos- y el Resguardo de Nuestra señora de la Candelaria de la Montaña -reducción indígena-, entran en disputa por los terrenos aledaños al cerro Ingrumá, hoy cerro titular de Riosucio. Para evitar confrontaciones mayores, los párrocos de cada uno de los poblados trasladan a sus feligreses a las sombras del cerro obligándolos a convivir en hermandad (Bueno 2001). Este hecho ocurre aparentemente el 7 de agosto de 1819 (Alcaldía de Riosucio 2012). Entonces, el pueblo surge de conflictos entre europeos e indígenas, de la misma manera como surge el continente americano ante el mundo moderno. Y es fundado el mismo dia que se logra la derrota de las tropas realistas en la Batalla de Boyacá, cuando se consolida la campaña independentista. En otras palabras, en lo riosuceño se resume la historia latinoamericana y colombiana, con su consecuente mestizaje (Zapata 2009).
Luego de su establecimiento los conflictos interétnicos no desaparecieron, de hecho, a las divisiones se debe el particular diseño urbanístico con dos plazas principales a escasos 50 metros la una de la otra. Pero dice esta historia folklórica, que poco a poco se fueron fusionando los ritos indígenas con las fiestas españolas de los Reyes Magos, dando paso al Carnaval y forjando así la identidad Riosuceña (Bueno 2001). Los elementos carnavalescos tales como las cuadrillas de origen español, chirimías indígenas, el Diablo que ambiguamente se interpreta como patrono protector o sacerdote africano, etc., han sido interpretados a favor del argumento del sincretismo y el mestizaje (Bueno 2001; Montoya 2003). Pero estos símbolos, no representan a cada una de las vertientes culturales que lo conforman. En su unidad, son una idea clara y concisa del mestizaje riosuceño, y sus vertientes hablan de un pasado lejano (Morris 2010). Pero ¿qué pasa con los riosuceños que no se sienten representados por este mestizaje, a sabiendas de que los habitantes del casco urbano, administradores y comensales de la fiesta, ven en los distintos rasgos interétnicos elementos de un mestizaje ya consumado?
El casco urbano de Riosucio está rodeado por tres resguardos y una parcialidad vinculada a la comunidad indígena Embera-Chamí. A escasos cinco se encuentra el corregimiento de El Guamal, donde habita una población afrodescendiente que se ha mantenido vigente desde las épocas de las minas coloniales. Y en esta región que históricamente fue caucana y liberal, a diferencia de otras latitudes del eje cafetero que se consideran paisas, existe una delimitación fehaciente entre lo que es el mestizo autóctono de piel trigueña y el paisa colonizador de piel blanca. Cada una de estas etnicidades se percibe como una posición política que ve en el Carnaval un espacio de participación, sobre todo cuando unos de los tesoros de esta fiesta es la literatura matachinesca y las musicalizaciones de las cuadrillas, que se prestan para entablar denuncias y criticas en medio de elaborados recursos retóricos. Contrario a lo que dice la “historia rosa” del carnaval, los conflictos no fueron solventados. Al afirmar que el riosuceño es mestizo se le niega al indígena riosuceño la posibilidad de ser indígena. Y esto se hace explícito cuando se le acusa de ser un mestizo que acude a una identidad disipada por la historia solo bajo el incentivo de legitimar el usufructo de las tierras comunales bajo el titulo de resguardo. Acusaciones que, fuera de los espacios del carnaval, conllevan a controversias imperantes para la política y administración del municipio. Por lo tanto, a diferencia del mestizo, cada una de las otras etnicidades ve en los símbolos carnavalescos, no los vestigios de una identidad lejana, sino un patrimonio latente.
Este no es el caso en que distintas poblaciones se encuentran de la noche a la mañana con fronteras culturales evidentes. Las distintas posiciones utilizan manifestaciones culturales cuyos usos trascienden los límites de la etnicidad, y esto es perfectamente normal. Pero lo curioso es que algunas de estas manifestaciones, en especial la música, se conceptualizan como algo distintivo, algo naturalmente heredado por generaciones desde antes que se dieran los procesos de mestizaje. Las cualidades de algunos repertorios musicales comunes a la región, como se afirmo anteriormente, no permiten que su presencia se polarice. De ésta manera, cuando la música se hace omnipresente y el participar del carnaval es sinónimo de ingresar a los espacios donde la música acontece, es común ver a gente que se considera mestiza bailando con las chirimías que vienen de los resguardos, expresando su sentido de pertenencia hacia lo riosuceño, y su sentido de propiedad hacia dicha música. Y a su vez, gente que se considera indígena bailando al compás de las chirimías urbanas que, aunque parecen más papayeras costeñas que chirimías indígenas caucanas, sienten que hacen parte de su herencia. En conclusión, estas nociones altamente politizadas no hallan en la música congruencias, pero si tolerancias inconscientes que permiten que la sociedad interactúe evadiendo los altercados irreconciliables.
Esto se debe a dos cualidades: su naturaleza performativa y una intencionalidad indeterminada. Cada vez que la música es recreada es reinterpretada y por lo tanto lo que se expone debe entenderse desde la inmediatez del momento. Esto la hace asumir distintos perfiles de acuerdo al evento, el intérprete o el oyente. Por esto, algunos repertorios musicales, aunque en su forma sean relativamente similares a otras versiones recreadas en otros momentos, en su esencia pueden ser tan distintos que pueden llegar a ser útiles a dos posiciones contrarias. Pero este efecto camaleónico no es lo único que permite que los repertorios musicales se amolden a distintas necesidades. Lejos de pensar que esto se debe a que la música es un lenguaje universal que posee cualidades pseudomágicas, más bien hay que valorar que presenta una carencia, y es la de la verbalidad. Esto favorece a que su significado sea indeterminado pues las múltiples dimensiones semióticas de los sonidos musicales no estarían supeditadas al estrecho margen de interpretación que tienen los discursos políticos textuales. Y al no responder a un solo argumento, se le concedería un campo de acción mayor a las subjetividades. Por supuesto, los repertorios de canciones, que es en lo que se basa el grueso de los repertorios carnavalescos, presentan un acompañamiento textual (canción = algo cantado). Pero si la interpretación es puramente instrumental, o si en las canciones las letras evitan alguna filiación tácita hacia alguna etnicidad -por ejemplo, si hablan de afectos o pasiones humanas generales- o son ambiguas -cuando hablan de la geografía que varias etnicidades pueden compartir-, lo que corre por cuenta del sonido posee una intencionalidad flotante.
Su eficacia en la comunicación le otorga al lenguaje verbal una posición reinante al momento de ser el medio por el cual se estipulan las posiciones sociales. Y al hacer a un lado los arquetipos sociales construidos desde la verbalidad, la música es ungida de una sencillez que le concede gracias y virtudes de tal manera que ésta puede “bailar” con las distintas opiniones y “pasarla bueno” con todos. Cada quien obtiene de la música lo que necesita, y esta ineficacia parcial para la comunicación paradójicamente se traduce en una eficacia para la interacción social (Cross 2008).