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Entre el rumor del manglar cuando se vuelve inmenso y el viento que se siente como un abrazo que antecede la felicidad se elige el coco y se ralla sin vacilación. En manos esmeradas se convierte en un encocado de cangrejo, o quizá, en cocadas, cocadillas, cocaditas. Se agiliza el paso para ir a la azotea por un manojo de cebolla de rama, cilantro, ajo y achiote que ha de molerse en la piedra para aderezar el sancocho de carne serrana o un tapao de pescado. En las ollas brillantes hierven los tamales de piangua y el atollado de arroz. El chisporroteo lento del fogón de barro da punto al birimbí mientras tuesta el maíz para el café. El sol se desliza por la batea donde hay piñas, chontaduro, borojó, naranjas, bananos. El retoque de la marimba se enreda entre el rumor del río saboreando la voz de los ancestros. De nuevo la vida, aroma perenne de instantes de juntanza.
La tradición culinaria del Pacífico sur colombiano es tan variada como sublime en delicia. Una mezcla de herencia africana y amerindia durante la dominación española representada en la biodiversidad de un territorio bordeado por el océano, atravesado por el bosque selvático y bañado por los ríos Patía y San Juan. En su amplitud geográfica es notable la caza de animales de monte, la pesca marítima, el cultivo de hierbas de azotea, de maíz, yuca, papachina, plátano, entre otros productos agrícolas. Son comunes las preparaciones de sancochos, tamales, arroces, guisos, sudados, dulces, el destilado de caña, las frituras, los ceviches y otros más. El canto a capella o con percusión y la palabra (verso, cuento o poesía) son quizás esos ingredientes místicos que realzan el sabor de los platos, como dice Lina Banguera³: “Cantar y hablar mientras se cocina hace que la comida quede más rica porque uno le pone la emoción a lo que hace.”
En efecto, un pueblo es lo que come porque es la mezcla de su relación con los recursos naturales y su patrimonio cultural. Esto es, sus modos y saberes para transformarlos en alimentos desde el amparo de su identidad, tarea que además fomenta las relaciones sociales a través de los valores humanos. Al respecto Padilla (2006:2) nos dice: “… Las cocinas regionales muestran la vasta diversidad del entorno natural y cultural, la creatividad de las comunidades, así como formas elementales de organización que además de ser prácticas cotidianas de vida son también expresiones que refuerzan los lazos de cohesión social…”.
Figura 1: Lina María Banguea exhibe productos locales. Fotografía de Lina María Banguera.
Uno de los principios de la cocina tradicional es saberse parte de algo y reconocerse en el otro. En torno a la mesa se planea el futuro, se rememora el pasado, se suavizan conflictos, se despierta el deseo. En cada plato y sus particularidades se hace manifiesta la identidad histórica de un pueblo. Así lo entiende la Política para el conocimiento, la salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales de Colombia, cuyo eje de reflexión es el estudio del vínculo social y la construcción de memoria colectiva a través de la comida.4 No en vano, la riqueza culinaria de Colombia es considerada patrimonio inmaterial de la nación pues responde a un entramado de territorio, geografía y costumbres. En el Pacífico sur colombiano y en toda la región la comida hace parte de los ritos y celebraciones, a la muerte y a la sexualidad.
Figura 2: Filete de corvina en salsa de chontaduro. Fotografía de Lina María Banguera.
Figura 3. Pescado sudado acompañado con patacones y arroz con coco. Fotografía de Lina María Banguera.
Comida y rito fúnebre
En la región morir es reencontrarse con los ancestros y disfrutar de la presencia de Dios. “El hombre y la mujer del Pacífico, mira la muerte como un camino y la oportunidad de trascender en la historia, sobre todo por la creencia de que quien muere sigue compartiendo con la comunidad y su familia, pues es concebido como el ser que acompaña, guía, y cuida a sus seres queridos” (CEPAC: N.A, 4).
Además, se configura como una expresión de fraternidad pues la muerte es un asunto público en el que la comunidad se reúne para apoyarse, de ahí que se hable de uramba, juntanza de la comunidad. De tal modo, que es un deber el cuidado de los asistentes al velorio. Dice Lina Banguera que, para una buena muerte, la comida como el canto y el rezo deben ser en abundancia: “El muerto se debe ir tranquilo, confiado en que sus parientes hicieron todo lo que debían para descanso de su alma. Aquí somos uno solo, uramba, entonces nos reunimos a despedir a ese difunto, es un momento especial. Cada vecino lleva algo para cocinar entre todos, para sentir que estamos de verdad acompañando”.
Durante todo el rito se comparte comida y bebida cuya variedad depende de la abundancia de la comunidad sin que ello omita una especial atención en su preparación. Por ejemplo, son comunes el sancocho de cerdo ahumado, el pusandao que es un guiso de carnes, plátano y papa, el pescado frito con papachina. Por su parte, el café es la bebida especial. Se consume con algo de viche y solo se reemplaza el licor por leche cuando se hace el levantamiento de tumba. Y es que inhalar esa taza humeante con notas a maíz, recién preparado, reconforta como un fino prodigio. Entonces, comenta Lina Banguera: “Se le agrega leche y se acompaña con pan, nadie falta a este momento que es a la media noche.” Una particularidad de esta preparación es que su base es de maíz. Desde temprano las mujeres se encargan de tostarlo y colarlo para mantenerlo listo toda la noche, endulzado con panela. El rito se guarda con rezos y alabados. Estos últimos ponen especial atención en estimular la tristeza hasta las lágrimas como la forma más genuina para que la persona acepte la emoción y en el entorno florezca la empatía.
Pareciera que comer durante este rito tiene el propósito de recordarnos que la muerte es parte de la vida. Uno, estamos vivos y en consecuencia hay que alimentarnos. Dos, en la comida siempre hay un ser muerto; como diría Piper Pimienta en su canción de salsa La Guagua: “Andá, decíle a tu mamá que ponga el agua caliente, voy a matar una guagua. Huele a sancocho caliente”.
Comida y sexualidad
Si de manjares afrodisíacos se trata, muchos de los frutos que da el Pacífico resultan exuberantes para estimular los sentidos, aunque sus atributos sexuales no sean científicamente comprobados. El chontaduro, azucarado al olfato, seco al paladar, preparado en jugos o como ingrediente para la salsa de ceviches o por qué no, por dos mil pesos, con sal y con la mano a la sombra de cualquier árbol es alegoría de placer. El coco, dulce y liviano, la boca sucumbe, dócil, al jugo de la pulpa; su leche dispensa la sazón del refrito para pescados y mariscos. Todo en conjunto es alegría y fertilidad. “Tus besitos son de chocolate / Yo quiero de eso, ma´ …” para el grupo Profetas del Cauca así va una estrofa de la canción Chocolate. De cacao cultivado con mimo para luego, en forma de bolitas irrumpir mudo en las zanjas de la indecisión.
Los ceviches, confirma la señora Lina Banguera, aumentan la lívido. Sin embargo, para que su efecto sea verdadero resulta imprescindible el aderezo con el secreto que brinda la hierba de azotea, especialmente el aroma perfumado y el intenso sabor picante de la cebolla. Para los griegos el cosmos estaba compuesto por capas como la cebolla, en el centro la tierra y el bulbo la vida. Era considerada un poderoso afrodisiaco para nada incompatible con los oficios de la gobernabilidad por lo que la usaban sin pudor en las comidas. Quizá a este uso se deba el nacimiento de Afrodita, diosa del amor a través del cuerpo y los sentidos. Por su parte, en una de sus recetas, Florípides Guamaraes, viuda de un “muerto de carnaval” utiliza la cebolla como una forma de manifestar su deseo sexual hacia su difunto marido y su dolor ante la pérdida de esos “…sus labios, su lengua, su boca abrasada de cebolla cruda.” (Amado: 1996, 47)
Figura 4: Crema de chontaduro con camarones acompañada de patacones adobados con ajo y sal. Fotografías de Lina María Banguera.
Sin duda, los mariscos realzados con una mezcla de cebolla y un toque de limón resultan un plato exótico al que difícilmente se puede negar el paladar. Dice la receta original guapireña que para una libra de camarones tití, langostino o cebra se necesita una botella de salsa de tomate pequeña, dos cebollas, hierbas de azotea, limón al gusto. Para su preparación se deben pelar los camarones, destriparlos, lavarlos y ponerlos a hervir. Botar el agua y enfriar. Se pican los aliños y la cebolla en rodajas. Se agrega el limón, la sal y la salsa de tomate. Se revuelve todo con una cuchara de madera que da mejor sabor. Se sirve con tajadas de plátano frito.5
Otro tanto de atributos afrodisiacos se halla en el arrechón, tumbacatre, tomaseca, curao. Bebidas según sea la receta, a base de leche, canela, borojó, chontaduro, miel, plantas especiales. Pero como ingrediente gozoso, el viche es su majestad infaltable en cada preparación. Su aroma es el de la caña que se extiende en la hondura del mar, pasa por la espesura de la selva, descansa en las esquinas de los ríos antes de desfogar su melao dulzón en la imaginación como si fuera acaso el último respiro profundo.
Figura 5: Bebidas ancestrales: arrechón, tomaseca, tumbacatre, curao. Fotografías de Lina María Banguera.
Figura 6: Cocadas de coco y zanahoria. Fotografía de Lina María Banguera.
Esa primera gota que mana lento del bambú macizo es vida porque va ligada al grito de reconocimiento del territorio. En palabras de Lina Banguera: “no es una bebida cualquiera, detrás de su preparación hay conocimiento ancestral que ayuda en el trabajo de parto, a curar enfermedades, se sirve en los velorios porque ayuda a aliviar la tristeza. En el deseo potencia.” Dice además que el viche curado sirve: “para dar potencia según se requiera. Se eligen las hierbas adecuadas, a veces yerbabuena. Pero lo que sí es importante es la energía de quien lo prepara para darle el poder que se necesita”. Por suerte, ya cuenta con amparo en la legislación colombiana como patrimonio cultural de la nación.
Del licor al azúcar hay quizá unos cuantos suspiros. La majuja o panocha de maíz, las cocadillas, el cabello de ángel, dulce de papachina, el birimbí y el casabe son placeres a los que se les otorga una especie de desplazamiento de sentimientos. Es decir, la persona que los prepara transfiere su deseo en esos manjares para que quien los pruebe experimente una especie de alivio placentero. De ahí la importancia del buen genio pues podrían, dice Lina Banguera, cortarse o agriarse si la persona no tiene “mano para los manjares”.
Un análisis de esa relación de la sexualidad a través de los dulces de la región se encuentra en Patiño (2007:66) quien a propósito de la novela La María señala que siendo ella el amor idílico de Efraín será la mulata Salomé por quien pierda el decoro después de probar una exquisita jalea quizás, de limones porque su frescura cítrica no solo aromatizaba la cocina envuelta en el calor de la tarde cuando éste llegaba de caza, sino que revitalizaba el ánimo de una jornada agotadora. No en vano, la fruta es el testimonio sugestivo del pecado.
Sexualidad, comida y muerte, tres orillos que hacen parte de la experiencia humana. El acto mismo de cocinar es amor en señal de solidaridad o de placer. La comida construye vínculos que nos identifican porque en esa mezcla de aromas y sabores surgen historias que prevalecen en la intimidad de la memoria colectiva. En últimas, somos solo eso, historias, quizás como una necesidad manifiesta de no olvidar nuestra esencia en esta extrañeza que llamamos vida.