Contaban los mamos Kogi de la Sierra Nevada de Santa Marta que fue una mujer bajada del cielo quien al convertirse en arbusto de coca les regaló a los hombres la posibilidad de calmar y ahuyentar el sueño (Chávez, 1947; Reichel-Dolmatoff, 1949). Consumida desde tiempos inmemoriales, la hoja de esta planta sagrada ha sido para muchos pueblos indígenas a lo largo y ancho del país una puerta hacia la lucidez mental con la que se le da vida a una serie de ritos personales y colectivos con los que se construye autoridad, identidad y territorio. Sin embargo, para la Colombia mestiza y urbana que vive aglutinada en ciudades grandes e intermedias, municipios y cabeceras, la coca es solo la materia prima de uno de nuestros productos de exportación más rentables y problemáticos, una protagonista siempre vergonzante de nuestra historia contemporánea.
Estas dos caras de la coca constituyen el telón de fondo de una tensa lucha sobre políticas públicas, derechos constitucionales e identidad cultural con la que se han ido articulando actores políticos, movimientos sociales y comunidades económicas que nos proponen posibilidades contrapuestas de país. Ese amplio rango de saberes y visiones es lo que el Boletín OPCA 17 busca rastrear y entender. Y tras esta indagación a muchas voces encontramos una paradoja que es también dilema: ¿Cómo proteger y enaltecer los usos ancestrales y estimular el potencial industrial de una planta que está envuelta en tabúes y prohibiciones y sirve de combustible para nuestro conflicto armado y la violenta inestabilidad social?
Las respuestas no son fáciles ni sus implicaciones sencillas. Por estas páginas se despliega una amplia gama de ideas que exploran y analizan la coca como planta sagrada cargada de sentido y como mercancía ilegal con la que se financian violentas contiendas de poder. Usando el concepto de patrimonio, los autores reunidos en esta edición tienden un puente para saldar la brecha entre estas dos realidades aparentemente irreconciliables. El resultado es una mirada panorámica a uno de los desafíos más cruciales que la Colombia del siglo XXI debe enfrentar como democracia.
Lo que sí está claro es que desde que tenemos noticias de la coca, ésta ha sido objeto de transacciones complejas. Desde hace por lo menos 4 mil años, de sur a norte en la cordillera de los Andes, donde se originó en los valles interiores, las hojas de este arbusto han servido como canal de interacción y conflicto entre mundos encontrados. El antropólogo canadiense Wade Davis aquí nos recuerda que la palabra coca contiene en sí misma la historia de esos recorridos. Derivado del vocablo Aymara khoka—el idioma de los descendientes de Tiwanaku, la civilización que precedió por varios siglos al imperio Inca en el altiplano andino y las inmediaciones del lago Titicaca—el nombre común de lo que científicamente se llama Erythroxylum denomina dos especies con diversos orígenes. Una de ellas es nativa de los Andes del sur, desde donde se extendió a la cuenca amazónica y el cono sur; la otra es de los Andes del norte, desde donde circuló a las islas del Caribe y el istmo centroamericano. Ambas, por igual, eran centrales en la agricultura y la dieta, además de productos esenciales en la economía del trueque.
Así como su botánica es doble, su historia también lo es. Fueron los Incas quienes convirtieron la coca en símbolo de poder e instrumento político durante su expansión desde Cuzco en los siglos XIV y XV; pero fueron los españoles quienes la transformaron en mercancía e instrumento del diablo tras derrotar a los Incas a sangre, fuego y viruela. En el Tawantinsuyo, el imperio de los hijos del sol, la coca era una cosecha sagrada y suntuaria, ofrecida como signo de buena voluntad en intercambios diplomáticos, crucial para el manejo eficiente de un estado que abarcaba un territorio vasto que se extendía desde el sur de lo que hoy es Colombia hasta el norte de lo que hoy es Chile, y el ofrecimiento más importante en ceremonias, sacrificios, rituales de adivinación y sanación (Martin, 1970; Murra, 1986; Stolberg, 2011). Posteriormente, durante los casi tres siglos de la colonia española, los efectos estimulantes de la coca fueron usados para la dominación y la explotación de los mitayos en las rentables minas de Potosí y otras localidades (Cassman, Cartmell y Belmonte, 2003). Mientras la coca hacía posible el enriquecimiento de la corona, autoridades religiosas y científicas rechazaban su consumo por considerarlo perjudicial para la salud y el gran obstáculo para la cristianización (Gagliano, 1994). Aunque estos esfuerzos por extirparla nunca triunfaron, pues el poderoso lobby de la casta de nuevos ricos productores de la hoja siempre se interponía, los discursos sobre la hoja como fuente de enfermedad del cuerpo y degeneración del espíritu siguieron vivos hasta después de la independencia.
Para mediados del siglo XIX, una vez la revolución industrial en Europa alcanzó su cumbre y una nueva generación de naturalistas se lanzó a explorar las regiones tropicales del mundo en busca de inspiración científica e insumos industriales, la coca reaparece en el campo de visión europeo. Esta vez no como producto restringido a un mercado indígena estrictamente regional, sino como parte de un catálogo de materias primas para la creciente economía global. En la carrera por la supremacía industrial, químicos de varios países de Europa experimentaron con la hoja hasta aislar su componente activo (Streatfeild, 2003). Entre 1862, año en el que un par de alemanes lograron estabilizar la fórmula para extraer el alcaloide, hasta las primeras décadas del siglo XX, la coca fue el ingrediente indispensable de lo que se creía era la panacea de la medicina moderna: la cocaína.
Mercadeados como la unión perfecta entre ciencia e industria, el extracto de la hoja de coca y su alcaloide fueron vendidos por décadas de manera legal y masiva en toda clase de productos. Sales, tónicos, ungüentos, cremas, sodas y demás prometían hacer milagros en intervenciones quirúrgicas, sanar histerias y depresiones, curar dolores del cuerpo, aplacar la adicción a la morfina y la heroína e incrementar la productividad y la agudeza durante labores físicas o intelectuales. Alemania, Japón, Francia, Estados Unidos, Italia, Holanda y otras economías desarrolladas usaron la coca para producir cocaína financiando el crecimiento de sus industrias farmacéuticas y de alimentos (Friman, 1999; De Kort, 1999; Karch, 1999). No es una exageración decir que el alcaloide hizo posible la consolidación de la cirugía y el psicoanálisis tal como los conocemos hoy en día pues varias de sus figuras más influyentes, incluido Sigmund Freud, desarrollaron sus obras experimentando con cocaína y bajo sus efectos (Markel, 2012).
Con la invención del alcaloide, las dos caras de la coca finalmente se materializan profundizando la brecha entre lo sagrado y lo mercantil. Perú, principal fuente de abastecimiento, fue también el campo de batalla entre estas dos facetas y los sectores económicos y políticos en competencia. Si bien este boom sirvió para abrir regiones apartadas e integrarlas a la nación y la economía mundial, también es cierto que fue muy precario, en tanto que el cultivo de la coca para exportación no dio nunca abasto con la demanda. La invención de la pasta base por parte de un químico limeño como paso intermedio que permitía a los exportadores lidiar con volúmenes manejables, contribuyó a mejorar la productividad (Gootenberg, 2008). De todos modos, el carácter artesanal de una industria que usaba métodos milenarios, la negligencia por parte del estado peruano para regularla y generar impuestos, las presiones de los importadores para reducir costos y los viejos discursos coloniales plagados de racismo de la clase política y científica nacional, se tradujeron en la marginalización de Perú de un negocio boyante (Gootenberg, 2008).
El auge terminaría para todos en los 20s, cuando organizaciones religiosas y seculares en varios países, principalmente en los Estados Unidos, enfilaron sus baterías en contra de la cocaína y su materia prima, la coca. Para los reformistas, los efectos adictivos del alcaloide eran evidentes, así como la necesidad de regular de manera más estricta la práctica médica y farmacéutica; para las compañías, productos que no eran dependientes de una sola fuente de abastecimiento y eran menos volátiles en sus efectos resultaron más exitosos (Spillane, 1999). Usando la nueva legislación internacional del opio y los opiáceos como base, al igual que los discursos imperialistas que la caracterizaban, los gobiernos de las grandes potencias comenzaron a regular gradualmente la coca y la cocaína al punto de su prohibición (Reiss, 2014). Para finales de la Segunda Guerra Mundial, tanto la hoja como el alcaloide habían perdido sus mercados internacionales y el prestigio de otros tiempos. La cocaína quedó reducida a consumos marginales entre subculturas urbanas discriminadas. La coca, por su parte, seguía siendo un producto central para las mayorías indígenas de Perú y Bolivia, pero era también objeto de restricciones por parte de los gobiernos que buscaban cumplir con compromisos internacionales (Gootenberg, 2003).
Este marco prohibicionista es lo que permite el surgimiento de la primera camada de traficantes. Entre finales de los 40s hasta mediados de los 70s, peruanos, bolivianos, chilenos, argentinos y brasileros hicieron fortunas exportando pequeñas cantidades a los Estados Unidos y Europa (Gootenberg, 2008). Procesada en laboratorios improvisados en las periferias urbanas y escondida en equipajes de turistas, entre productos legales en flotas mercantes o documentos confidenciales en maletas diplomáticas, la cocaína peruana y boliviana viajaba a los reducidos mercados internacionales sin generar mayores problemas para quienes la contrabandeaban o conflictos interestatales entre los países involucrados.
Colombia fue testigo lejano de esta historia. Si bien algunos cargamentos pasaban ocasionalmente por los puertos colombianos en tránsito a sus destinos, el país no tuvo participación real en este comercio (Sáenz Rovner, 1996). A nivel doméstico, desde los 30s hasta los 60s, gobiernos liberales y conservadores decretaron regulaciones tanto para la coca como para la cocaína. Pero estos esfuerzos no respondían ni al tamaño del mercado interno de consumo ni al crecimiento de un sector productivo, sino a las obligaciones que el estado había adquirido al ratificar tratados internacionales (Salazar, 1998; Britto 2020). La coca crecía silvestre en muchas laderas y en algunas regiones era usada en menjurjes medicinales (Arango y Child, 1987). Sin embargo, su consumo integral para la reproducción de la comunidad era y sigue siendo asunto de los pueblos indígenas, principalmente en la Sierra Nevada de Santa Marta, el sur de la cordillera central y la cuenca amazónica.
Desde entonces y hasta ahora, la coca en Colombia ha sido de los olvidados. En un país donde las mayorías se identifican como mestizas y donde el estado ha sido parte del problema de exclusión antes que la solución, los usos, valores e identidades asociados a la coca han sido realidades invisibles, social y geográficamente circunscritos a aquellos territorios y gentes considerados periferias y otredades de la nación. No es gratuito que haya sido en nuestro país donde surgió la generación de traficantes de cocaína que transformó un simple contrabando en un cuantioso negocio transnacional. Desprovistos de un legado histórico y un acervo cultural que le diera simbolismo a la coca, estos pioneros del narcotráfico no vieron problema en lanzarse a conquistar el mercado internacional del alcaloide una vez éste repuntó en los 70s. Mucho se ha escrito sobre esta clase empresarial ilegal y las consecuencias de su irrupción (Thoumi, 1997; Roldán, 1999; Sáenz Rovner, 2014). Los que siguen siendo unos desconocidos son la coca misma, sus productores y consumidores; ella, arrinconada bajo la categoría de “flagelo”, y ellos, sujetos a la estigmatización y la criminalización (Durán Martínez, 2018; Ciro Rodríguez, 2020).
Pero si algo tiene para enseñarnos la historia es precisamente el costo tan alto que las sociedades han pagado por no reconciliar las dos caras de la coca. Las muchas capas de intereses contradictorios que han marcado su existencia, se ponen de manifiesto en Colombia de manera cruda. Nadie lo sabe mejor que los cultivadores que enfrentan la arremetida violenta del estado, los actores armados, las organizaciones criminales y hasta mercenarios extranjeros. Ellos encarnan esta historia bipolar entre lo sagrado y lo mercantil y como tal siguen divididos en dos grandes frentes. Por un lado, están los productores originarios que buscan industrializar los usos tradicionales de la coca como alimento y medicina; por el otro, están los cocaleros que producen la materia prima para el alcaloide y desde hace más de dos décadas se vienen movilizando como sujetos de derechos que aspiran a desarrollar una economía productiva ecológicamente sostenible (Ramírez, 2001; Ferro y Uribe, 2002; Dávalos, 2018; Garzón y Bermúdez, 2020).
Con ellos en el centro del análisis, los autores del Boletín OPCA 17 se embarcan en la tarea de imaginar posibilidades usando la idea de patrimonio como guía. Pese a sus diferencias, los une la conciencia de la importancia de lo que está en juego. Las polémicas y debates que la planta suscita han puesto sobre la mesa los desafíos más profundos que enfrenta Colombia en el siglo XXI. Cuestiones que aquí se discuten sobre a quién le corresponde reclamar propiedad sobre la planta, cómo armonizar los derechos constitucionales de los cultivadores y consumidores con las obligaciones internacionales adquiridas por el estado, cuáles son las geografías sociales del problema o de qué maneras incentivar procesos de aprendizaje sobre la coca entre involucrados y la sociedad en general, nos invitan a interrogarnos sobre el ejercicio de la soberanía nacional, la equidad del desarrollo económico, la producción de conocimiento propio y la autenticidad de la cultura colombiana. En últimas, esta edición contribuye a aclarar cómo el destino de la planta es también el de nuestra democracia, entendida ésta como un acuerdo político para la pluralidad y la protección de la increíble diversidad de mundos de sentido y saberes que conforman el tejido social y el entramado histórico de la nación.