Fotografía: Pedro David Pérez T.
En octubre de 2010 tuve la oportunidad de asistir a reuniones con representantes de las víctimas de familiares de desaparecidos de la Comuna 13, funcionarios de la Alcaldía de Medellín y peritos de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. Allí conocí el caso de La Escombrera, un sitio ubicado en la Comuna 13 de la ciudad de Medellín y que entró a formar parte de la cartografía del conflicto colombiano cuando se dijo que varias decenas, quizás cientos, de desaparecidos yacían bajo sus escombros. Si bien es cierto que aún no se ha podido comprobar la existencia de los cuerpos, los familiares de los desaparecidos piensan que allí pueden encontrar a su ser querido. Esta creencia ha hecho que el sitio sea visitado constantemente para recordar a cada uno de los desaparecidos, para pedir justicia por la desaparición forzada y los crímenes de Estado y para exigir al gobierno la implementación de acciones que permitan ubicar a cada uno de los desaparecidos.
En este contexto, La Escombrera ha generado una serie de significaciones para los familiares de cientos de desaparecidos que ven en el lugar un espacio para conmemorar/recordar/denunciar de forma colectiva y se ha convertido en un espacio dónde visibilizar a su ser querido en medio de la ausencia física de los cuerpos, otorgándole ese sustento material que necesita la memoria para encarnarse espacialmente y para generar una práctica socio-espacial que implique “atar de manera particular los recuerdos, las rememoraciones y las denuncias en un sitio que se haga visible a las miradas y que implique la apertura de lo antes oculto e invisible” (Escobar y Palacios en Fabri 2010: 113). Siguiendo con Fabri (2010: 112), La Escombrera ha sido cargada con memorias y significaciones sociales atravesadas por el conflicto armado colombiano y a partir de ese conflicto se ha construido un lugar “en donde los testimonios sobre el sitio cobran una relevancia particular, que conlleva la construcción de un relato particular que le da sentido a este espacio como lugar de confrontación entre lo pasado, el presente y la construcción de memoria que mira hacia un futuro”.
Los casos de desaparición forzada en la Comuna 13 de Medellín y las inhumaciones clandestinas ilegales en La Escombrera muestran como este tipo de lugares que han sido escenarios de violencia cobran una serie de significados para los familiares, y para la sociedad en general, en donde se entretejen recuerdos, narraciones y se visibilizan identidades que fueron borradas. La Escombrera es un lugar en donde se construye memoria colectiva. Además, es un lugar que ha generado una esperanza para las familias de la Comuna 13 para encontrar a su ser querido desaparecido y poder realizar una inhumación digna de acuerdo a sus costumbres y tratar de cerrar su ciclo de duelo. Ahora bien, ¿Qué fue lo que originó que familiares de desaparecidos de la Comuna 13 se agruparan y dieran toda esta serie de significaciones sociales a La Escombrera?
La Comuna 13, conflicto armado interno y la urbanización de la guerra
Dentro de la distribución política–urbana de Medellín, la Comuna 13 es una de las 16 comunas de la ciudad dentro de las cuales se ubican 249 barrios urbanos oficiales. La violencia ha marcado la historia de la Comuna 13 desde la década de 1980 cuando se comenzó a evidenciar la aparición del sicariato y el microtráfico de drogas. También “aparecieron grupos de justicia privada, quienes encontraron en estas prácticas ilegales una forma de eliminar los hechos delictivos de sus barrios. Esta situación propició otras prácticas como robos, violaciones y homicidios selectivos” (Medellín Cultura, s.f.). A lo anterior se suma la conformación de bloques urbanos de los grupos armados organizados al margen de la ley. La ausencia del Estado, sumada a un sinnúmeros de combos, pandillas y milicias urbanas que se articulaban en su gran mayoría con carteles del narcotráfico, en especial con el Cartel de Medellín, fue una cadena de factores que aprovecharon las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC- para contar con “hombres entrenados en la confrontación armada, que conocían la ciudad y serían posteriormente cooptados para el proyecto paramilitar” (GMH, 2011).
Todo ese contexto social y político fue clave para que el Bloque Metro de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá –ACCU- en cabeza de alias “Doble Cero”, entrara a la Comuna13. A finales de 1990 “la confrontación con las milicias de las FARC y el ELN se agudizó en la Comuna 13 y los paramilitares de las AUC comenzaron a atacar a todos aquellos que presumían que estaba ligado a las guerrillas” (Verdad Abierta, 2011). Muchas de estas personas señaladas arbitrariamente como colaboradores de los grupos guerrilleros fueron asesinadas y enterradas en fosas clandestinas como “La Escombrera, en la parte alta del barrio El Salado, y el Alto de la Virgen, en la parte alta del barrio La Divisa” (Verdad Abierta, 2011) según testimonio de Edinson Arias Cortés, quien durante versión libre como postulado a la Ley de Justicia y Paz, confesó sobre esos dos mencionados sitios de entierros clandestinos.
En 2002, con la llegada de Álvaro Uribe Vélez a la presidencia de la República, “la recuperación de la Comuna 13 fue vista como una oportunidad para mostrar resultados en la aplicación de la estrategia de seguridad democrática” (GMH, 2011), en el marco de un clima de polarización política, social y un rechazo generalizado a las FARC después del fallido proceso de paz de San Vicente del Caguán durante el gobierno de Andrés Pastrana. La Comuna 13 se convirtió en una zona de interés militar; tan solo entre los meses de febrero y octubre del 2002 se realizaron 11 operativos militares en los lugares que se consideraban territorios controlados por la guerrilla. Operativos que consistían en allanamientos, redadas, retenes, búsqueda de armamentos y secuestrados, y mientras esto ocurría, aumentaban significativamente las denuncias de desaparición forzada, detenciones arbitrarias y torturas a los detenidos (Aricapa, 2005).
En cuanto a las acciones de la fuerza pública, hubo dos operativos que causaron un gran impacto en la población civil, la Operación Mariscal y La Operación Orión. La Operación Mariscal, realizada el 21 de mayo de 2002, tenía como objetivo desarticular un supuesto plan terrorista para sabotear las elecciones presidenciales que se realizarían el 26 de mayo de ese mismo año. Durante este operativo, la “Fuerza Pública atacó indiscriminadamente a la población civil utilizando ametralladoras M60, fusiles y helicópteros artillados y dejó como saldo un total de nueve civiles muertos (incluyendo varios menores de edad), más de 37 heridos y 55 pobladores detenidos de forma arbitraria” (CINEP y Justicia y Paz, 2003, citado en GMH, 2011). Ese mismo año se realizó Orión, que inició el 16 de octubre de 2002 y se extendió hasta principios de diciembre de ese mismo año con la participación del DAS, Policía Nacional, Ejercito, CTI, Fiscalía General de la Nación, Fuerzas Especiales Antiterroristas y se contó con tanquetas de la Policía y helicópteros artillados. Según datos presentados por el GMH (2011), Orión dejó como resultado “150 allanamientos y capturó a más de 355 personas, de las cuales 82 terminaron sindicadas (…) murió un civil, 38 más resultaron heridos y ocho fueron desparecidos por el Ejército Nacional, paramilitares e integrantes del CTI”. Orión provocó el desplazamiento de 1.259 personas durante ese año; según GMH (2011), en la Comuna 13 se produjo el 42% del desplazamiento de Medellín durante ese año.
La realización de estos operativos significó la expulsión de los grupos guerrilleros de la Comuna 13, un logro que aclamaba el gobierno de Uribe Vélez, el Ejército y el entonces alcalde de Medellín Luís Pérez; sin embargo, los paramilitares siguieron cometiendo graves violaciones a los derechos humanos hasta diciembre de 2003 cuando se desmovilizaron, sin ningún tipo de operaciones por parte de la Fuerza Pública que evitara su acciones delictivas.
Desapariciones e inhumaciones clandestinas
Con la puesta en marcha de la Ley de Justicia y Paz en 2005, se crearon Unidades de Atención a Víctimas del conflicto armado, en donde se registraron 30 denuncias de desaparecidos relacionados con La Escombrera. Además, durante las Jornadas de Desaparecidos, realizadas por la Alcaldía de Medellín y la Fiscalía, lograron recolectar 30 denuncias más. A 2010 se tenía un total de 70 denuncias de desapariciones asociadas a La Escombrera (Alcaldía de Medellín; PNUD, 2011), sin embargo, un reportaje del diario El Tiempo (2015) reseña que Diego Murillo Bejarano, alias “Don Berna”, comandante del Bloque Cacique Nutibara, “dijo antes de su extradición que en la comuna 13, incluyendo ‘La Escombrera’, habría 100 fosas comunes, que suman más de 300 restos. La Fiscalía ha encontrado 14, de los cuales solo ha identificado ocho”.
En 2010, la Fiscalía contó con el testimonio de un desmovilizado del Bloque Cacique Nutibara de las AUC que brindó información sobre dos sitios puntuales de enterramiento, en donde se encontrarían de 15 a 20 personas inhumadas en el llamado Botadero B9 y cuatro personas (tres hombres y una mujer) en el Botadero B2. Ambos sitios pertenecientes a La Escombrera (Alcaldía de Medellín; PNUD, 2011). Según un estudio técnico realizado por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala -FAFG- y presentado en un informe de la Alcaldía de Medellín y PNUD (2011), se estima que 300.000 metros cúbicos de escombros en B9 y 4’038.480 metros cúbicos para B2 están depositados sobre las personas que posiblemente se encuentren inhumados en el lugar, lo cual dificultaría la búsqueda y la recuperación de los cuerpos.
¿Patrimonios del conflicto?
Este caso nos invita a pensar sobre espacios y lugares que se integran en el horizonte de los sujetos para generar una serie de significados con base en procesos de memoria específica. La Escombrera, como espacio generador de memoria, ha permitido la transmisión de narraciones y la construcción de historias locales, al punto que podríamos pensar que las configuraciones sociales generadas por los sujetos en este “espacio de violencia” lo han convertido en un monumento. Pero, dadas estas particularidades locales podríamos también preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a aceptar los lugares de violencia como espacios monumentales/patrimoniales? ¿Se puede pensar estos espacios que condensan sentidos en una lógica patrimonial? Si entendemos el patrimonio como algo que une sujetos de acuerdo a procesos sociales específicos, podemos atrevernos a decir que en este caso, a partir del monumento en que se ha convertido La Escombrera, lo que une a las personas es el dolor, el recuerdo y la búsqueda de la verdad; ¿podrían estos lazos asemejarse a aquellos lazos de sentido con los que generalmente se asocia al patrimonio? Quizás sí, quizás no; quizás debamos construir otras categorías donde sean más incluyentes esas relaciones que se entretejen entre espacios de violencia/ espacios de memoria y la sociedad y todos los significados que adquieren este tipo de lugares que unen a las personas a partir de causas comunes. Y es que lo que tienen en común el patrimonio, el conflicto y la violencia en nuestro país es que son bienes y causas comunes, las cuales deben llevar a repensarnos como sociedad y replantear nuestra relación con el conflicto y la violencia que éste genera.
Para terminar, acerca de la pregunta de ¿cómo asumir esas relaciones entre el patrimonio, conflicto y violencia?, la respuesta que se puede dar es: con compromiso.Compromiso con la memoria histórica; una memoria histórica incluyente que fortalezca la construcción de las historias locales, desde las regiones y que visibilice a aquellos rostros invisibles cuyos cuerpos e identidades fueron borradas, ocultadas y enterradas. Reflexionar sobre los espacios de violencia en el marco del conflicto y generar memoria a través de ellos, es mostrar una historia de toda la barbarie que ha dejado la guerra y que debería servir de lección para que todos los actos y todas las narraciones que se construyen alrededor de estos espacios no se vuelvan a repetir en el futuro. Existe otro compromiso aún mayor; el compromiso es construir otra sociedad, donde desde la cotidianeidad las expresiones sistemáticas de violencia no tengan cabida, y donde él “¡nunca más!” deje de ser una simple frase y sea un hecho.