Las áreas protegidas tienen como fin conservar paisajes y ecosistemas biodiversos, los cuales tienen especial importancia en Colombia, que forma parte de los seis países1 que en el mundo se reconocen como megadiversos. Se considera que Colombia es el segundo país en riqueza de especies, después de Brasil; sin embargo, si se tiene en cuenta que tiene apenas una séptima parte del área del Brasil, Colombia presenta una mayor concentración de especies. De esta forma, se estima que en el territorio colombiano existen entre 45.000 y 55.000 especies de plantas —en todo África, por ejemplo, se estima que hay 33.000—, de las cuales una de cada tres es endémica, es decir, exclusiva de alguna región o ecosistema. De igual forma, Colombia es el país con mayor diversidad de aves en el mundo. Una de cada cinco especies se encuentra en Colombia —solo en el parque de Farallones de Cali se han registrado 600 especies de aves: el mismo número de especies que hay en todo el territorio de Rusia—. Colombia es, además, el país más rico en mariposas, y uno de los más ricos en anfibios, reptiles y mamíferos.
Sin embargo, todo este gran patrimonio de biodiversidad no se encuentra distribuido homogéneamente en el territorio nacional. Las zonas donde se concentra la mayor diversidad biológica están constituidas por diversos tipos de bosques tropicales2, los cuales están situados, no gratuitamente, en territorios habitados históricamente por grupos indígenas o afrodescendientes o por grupos y comunidades locales3. No resulta por ello sorprendente que muchas de las áreas protegidas en Colombia se traslapen con resguardos indígenas, con zonas campesinas o con territorios colectivos de las comunidades afrodescendientes.
Esta coincidencia pone de presente que para dar cuenta de la distribución de la biodiversidad en el planeta —en cualquier escala: global, regional, nacional— no es suficiente tener en cuenta únicamente la historia biogeográfica —i.e., la historia de la evolución de los ecosistemas—. Es necesario, además, tener en cuenta la historia de la forma en que los grupos humanos que han habitado esos ecosistemas han interactuado con ellos —en otras palabras, la historia de la forma en que los grupos humanos conciben e intervienen los ecosistemas con los que viven—.
Aunque en el sentido común se presume que los bosques tropicales —que son los ecosistemas donde se concentra principalmente la biodiversidad— son áreas de naturaleza prístina, la etnología y la arqueología han demostrado que la naturaleza de las selvas es social. Muestra de esto es que en Colombia los bosques tropicales constituyen hoy los paisajes culturales e históricos de numerosos grupos locales, tanto de las tierras bajas como de la zona andina. Más que por ser supervivientes del pleistoceno, las áreas de selva han sido posibles gracias a las formas de uso y de ocupación de un conjunto de sociedades indígenas y afrodescendientes. Estos grupos, que pueden ser categorizados como “bosquesinos” (Echeverri y Gasché 2004), han desarrollado sistemas de producción agraria y forestal que no se basan en las técnicas modernas —como el arado, el monocultivo, los agroquímicos, las divisiones y cerramientos, etc.—, las cuales fueron adaptadas para un tipo particular de explotación de la tierra orientado a la producción para el mercado capitalista moderno —es decir, para el sistema de mercado regulado por precios, cuyo objetivo central es la maximización de las ganancias económicas—. La agricultura y los sistemas de producción amerindios, así como los de muchos grupos locales —invisibles hasta hace poco para la economía y las ciencias agronómicas—, se basan en otros principios. La producción aquí no se dirige principalmente al mercado moderno, sino a sistemas de intercambio orientados por otras lógicas, como la reciprocidad, el don, la protección o la redistribución (Descola 2006).
Los grupos de selva, más que conservarla, de hecho, la producen y reproducen a partir de sus prácticas productivas cotidianas. Dentro de estas prácticas es importante destacar la relación que se establece entre el cultivo y el bosque, según la cual estos se entienden, no como dos realidades opuestas, sino como un continuo productivo de asociaciones vegetales en el largo plazo. Cabe también resaltar la forma de aprovechamiento de la luz solar perpendicular de la zona ecuatorial por medio de asociaciones vegetales que reproducen la estructura del bosque; el manejo específico para cada uno de los distintos espacios del bosque; y la caza como una forma de domesticación4. Este conjunto de prácticas se sustentan en la relación de tipo intersubjetivo que estos grupos establecen con el entorno, en la que los distintos seres vivientes interactúan en una amplia red de relaciones sociales de la que son parte los seres humanos, que se estructura a partir de los mismos principios éticos que rigen la sociedad. Esta forma de entender la relación con los seres vivientes contrasta con la moderna, en la cual se separan y se oponen la sociedad y la naturaleza y esta última se entiende como una realidad meramente objetiva, que puede ser reducida a mercancía —a recursos destinados al mercado—.
La mayoría de las áreas protegidas en Colombia se han creado en territorios habitados históricamente por grupos5 que no solo los conciben y los usan a partir de estas premisas, sino que entienden su geografía como un espacio de memoria y de inscripción cultural, y donde el uso de los recursos se basa en la ética de una relación con los lugares y los demás seres vivientes, relación que es tanto material como simbólica. En contraste, la lógica de la conservación se basa en la delimitación de áreas protegidas y en su zonificación a partir de diversos criterios. Los proyectos e instituciones de conservación buscan imponer en estas áreas los sistemas planeación y el ordenamiento territorial modernos, basados fundamentalmente en la zonificación territorial y en la restricción cuantitativa del uso de los “recursos”. Sus intervenciones se basan en la noción de un ordenamiento espacial que se define primordialmente a partir del establecimiento de límites cerrados y precisos. Esta lógica espacial contrasta con las nociones indígenas o locales, puesto que, como lo señala Echeverri, “un territorio indígena, aunque puede llegar a demarcarse y limitarse, se define no tanto por sus fronteras y límites como por marcas geográficas que señalan la ligazón del grupo humano a un paisaje y una historia” (Echeverri 2004: 261).
Las prácticas de manejo de las áreas protegidas se fundamentan, no en una relación histórica y simbólica con la tierra —como en el caso de los grupos locales— sino en la seguridad del conocimiento científico. Muchos autores han señalado que una de las características centrales de la cultura moderna es su logocentrismo, es decir, la certeza de que sus formas de conocimiento —la ciencia y la tecnología— son las únicas verdaderas y válidas. Las políticas de la conservación se basan en esa certeza y parten de los postulados de las ciencias naturales, las cuales desconocen, por principio, la legitimidad y validez de las formas de conocimiento de los grupos locales que habitan las áreas protegidas. Estas se consideran, en el mejor de los casos, como curiosidades interesantes, pero nunca como una base sólida para el conocimiento y la acción “técnica”.
Surgen así una serie de diferencias e incluso de confrontaciones entre las prácticas cotidianas de los grupos que habitan las áreas protegidas y las políticas e intervenciones de sus administradores, confrontaciones que han sido caracterizadas como “conflictos culturales”. Resulta importante, sin embargo, señalar que lo que convierte en conflicto estas “diferencias culturales” —expresadas en la forma de entender la geografía, los paisajes, la territorialidad y, por lo tanto, la relación que se establece con estos—, más que las diferencias en sí mismas, es el hecho de que la lógica de una parte deba ser supeditada a la lógica de la otra. Lo que está en juego, más que las diferencias culturales en sí mismas, es quién tiene el poder de imponer cómo se delimita, cómo se define, cómo se concibe y cómo se usa el entorno —es decir, quién tiene el poder de imponer su lógica y sus términos—.
En vista de lo anterior, estos conflictos no pueden ser reducidos a su dimensión cultural: son fundamentalmente conflictos políticos, en los que las relaciones de poder evidencian el proceso por medio del cual se buscan implantar las formas de control y de dominio que implica la economía mundial moderna. No hay que olvidar que la conservación, como muchos lo han señalado, no es una práctica opuesta al desarrollo capitalista; por el contrario, forma parte de este, en particular en lo que se refiere a la conservación de la biodiversidad, como lo evidencia la importancia otorgada a los bancos de germoplasma y al desarrollo de la biotecnología. Así, la creación y el manejo de las áreas protegidas ha sido una forma de incorporar a la lógica del capitalismo aquellas tierras que históricamente han estado al margen del desarrollo nacional. Insistir en considerar las diferencias en las formas sociales de concepción y uso de la tierra como conflictos culturales no solo oculta su dimensión política, sino que impide situar estas confrontaciones en el marco de los derechos y políticas de salvaguarda —nacionales e internacionales— que buscan garantizar autonomía y recursos de poder a los grupos étnicos, de manera que estos puedan mantener sus formas de vida social y ecológica, al menos dentro de sus ya bastante reducidos territorios.