Introducción
El conflicto como patrimonio
El patrimonio como conflicto
Definir qué se recuerda y qué se olvida pasa por preservar/borrar elementos asociados a la violencia y al conflicto. Esto debido a que, como lo menciona Ricoeur (2013: 108) en los archivos de la memoria colectiva se almacenan heridas simbólicas ligadas a la violencia que exigen curación. No obstante, ¿La distancia, ya temporal, ya espacial, ya cultural, afecta nuestra experiencia de lo patrimonial? Aquellos eventos, objetos, y sus correlatos narrativos, que están ubicados en un pasado reciente causaran mayores problemas en el proceso de rememoración que aquellos que están ubicados más lejos en el tiempo. Lo mismo podrá pasar con el aspecto espacial. Permitámonos un ejemplo. La Casa Arana, en su momento, propiedad del comerciante peruano Julio Cesar Arana y ubicada en el corregimiento de La Chorrera en el departamento del Putumayo, fue parte de un proceso de apropiación por parte de las comunidades indígenas Huitotos, Boras, Okainas y Muinanes como un sitio para recordar a sus abuelos y no olvidar los vejámenes a los que fueron sometidos. Posteriormente, este suceso pasó a ser conocido por el resto de la sociedad nacional pasando a formar parte del patrimonio cultural de la Nación. En el año 2008 el Ministerio de Cultura declaró La Casa Arana como Bien de Interés Cultural de la Nación siendo objeto de acciones tendientes a su conservación física. Este lugar fue testigo de un conflicto que para muchos resulta distante tanto en términos espaciales, temporales como culturales. Allí fue el escenario donde se materializó la «fiebre del Caucho» que produjo la muerte de aproximadamente 30.000 indígenas a principios del Siglo XX. ¿Tendría algo que ver en la declaratoria que estos hechos pasaran en otro tiempo, otro espacio y a los otros? Y ¿qué pasa si esto nos pasa a nosotros, en nuestro tiempo y en nuestro espacio?
La Hacienda Nápoles, propiedad del jefe del cartel de Medellín Pablo Escobar y ubicada en el municipio de Puerto Triunfo, departamento de Antioquia. La Hacienda Nápoles fue el lugar donde se propiciaron cientos, quizás miles, de muertes y fue el centro desde donde irradiaba el terror y la violencia en una época de la historia colombiana. Por fotografías vemos una casa vuelta escombros. Un funcionario del parque temático en que se convirtió la Hacienda mencionó que: «desde que la propiedad de Escobar pasó a manos del Estado colombiano, y este a su vez lo entregó mediante contrato a la empresa Atecsa y a la Corporación Cultura Ambiental, quedó claro que la casa de Escobar nunca sería reconstruida, pues para nadie tiene valor ni histórico, ni arquitectónico, ni patrimonial» (Periódico El Tiempo, 5 de febrero 2015)1. En estos dos ejemplos estamos ante el patrimonio como conflicto, o mejor, ante los procesos de patrimonialización como conflictivos. Por un lado, se recuerda el horror que sufrieron los “otros”, y por otro lado, se olvida el horror que sufrimos “nosotros”.
La falta de reconocimiento de esos espacios, eventos y narraciones que aparentemente “no tienen valor histórico, arquitectónico, ni patrimonial” condena al olvido la memoria de cientos de personas e imposibilita el conocimiento de los hechos del pasado que han convertido a nuestra sociedad en lo que es actualmente. Estos lugares, obviamente con connotaciones negativas, son molestos dentro del imaginario nacional. Quizá la denominación de “patrimonios negativos” adelantada por Lynn Meskell (2002) contribuya a pensar estos espacios en nuestro país. Los patrimonios negativos “ocupan un rol doble: pueden ser movilizados para propuestas didácticas positivas (ej. Auschwitz, Hiroshima, el sexto distrito) o alternativamente pueden ser borrados si tales lugares no pueden ser culturalmente rehabilitados y resisten la incorporación dentro del imaginario nacional (ej. Estatuas y arquitectura nazi y soviéticas)” (Meskell 2002: 558). La pregunta ¿por qué la Casa Arana, sí y la Hacienda Nápoles, no? resulta interesante en tanto que nos invita a pensar en la lógica de patrimonialización que actúa en los lugares, los objetos y los monumentos involucrados en contextos de conflicto.
Patrimonios y conflictos que anteceden al conflicto
(Ricoeur, 2013: 109).La definición de patrimonio inmaterial, implicado dentro del patrimonio cultural de la nación, nos dice que son manifestaciones de este,…“ todas las prácticas, los usos, representaciones, expresiones, conocimientos, técnicas y espacios culturales que las comunidades y los grupos reconocen como parte integrante de su identidad y memoria colectiva” (Artículo 8 de la Ley 1185 del 2008). De acuerdo a esto, será necesario pensar aquellas prácticas materiales y simbólicas que son representativas para los diversos grupos sociales y culturales del país que no están asociados exclusivamente, aunque si hayan sido permeadas, con el conflicto que vivimos en la actualidad y que son parte fundamental en la expresión de su identidad. Reducir el conflicto a un asunto exclusivo del conflicto armado hará que perdamos de vista aspectos igual de relevantes en la relación entre patrimonio, conflicto y violencia. El conflicto puede verse entonces como una expresión de una sociedad que se ha articulado a partir de relaciones de poder que han subordinado grupos sociales y culturales a un grupo social (etnoclase). Así, los antagonismos en conflicto ponen en escena el papel de la configuración de sentido sobre prácticas materiales e inmateriales que en la lógica de la fascinación por el objeto y por su valor de cambio oblitera aquellas configuraciones ajenas a esa lógica. De esta manera, deberemos ampliar nuestra mirada para intentar comprender los sentidos que están involucrados en, por ejemplo, la lucha por la tierra y el territorio de comunidades indígenas y afrodescendientes ante el Estado, las multinacionales y los grupos armados. Este es un conflicto que se ha vivido durante toda la historia de Colombia y que tiene aspectos económicos, políticos y sociales, pero también culturales y hasta patrimoniales en el sentido que la relación con el territorio de estas comunidades pasa por ser una expresión directa de su identidad, sobre la cual se construye su memoria colectiva. Podemos ubicar también a los grupos desplazados entre aquellos que en su relación con sus tierras abandonadas por la fuerza han tejido una historia de vida colectiva por medio de manifestaciones materiales e inmateriales de lo que han ido heredando de sus abuelos. En este sentido, necesitaremos reelaborar una categoría de patrimonio que nos permita ver las complejidades de nuestros contextos y las posibles rearticulaciones de viejos problemas a nuevos escenarios. Una categoría que nos permita pensar cómo nos afecta la distancia temporal, espacial y cultural, en aquello que definimos o redefinimos como patrimonio en los contextos de conflicto que vivimos constantemente (conflictos sociales, ideológicos, políticos, violentos). La responsabilidad que esto implica será una responsabilidad política amparada en procesos concretos (el patrimonio cultural en abstracto opaca las realidades concretas) y orientada a la transformación del presente.