El 9 de agosto del 2002 Sara Baartman (1789-1815), una mujer de origen Khoisan, fue enterrada a las afueras de Hankey, un pequeño pueblo de la Provincia del Eastern Cape, al Sur Oriente de la República de Sudáfrica, su lugar de origen.
La historia de este retorno se remonta más de 187 años, cuando siendo muy joven -y luego de una historia de esclavitud, orfandad y destitución- es llevada a Europa, bajo el pretexto de ganar cincuenta por ciento de las ganancias al mostrar su cuerpo enteramente desnudo al público en general. Así, la llamada Venus Hottentot, Saartjie Baartman abandona Cape Town en 1810 con dirección al viejo continente donde se convertiría, en 1814, en parte del negocio de un entrenador de animales, un show que la obligaría a hacer «trucos» ordenados por el entrenador de animales, como sentarse o caminar.
Terminó sus días en París, reducida al alcohol y la prostitución forzada, luego de haber sido convertida en motivo de interminables humillaciones y caricaturas que cristalizaban todo tipo de prejuicios sobre las mujeres africanas, supuestamente insaciables sexuales. Murió a los 26 años de edad, producto de una «enfermedad eruptiva e inflamatoria». La historia de Saartjie no termina, sin embargo, ahí. Al morir, fue disectada por el prestigioso doctor George Cuvier, el médico de Napoleón, y su esqueleto, cerebro y genitales envasados y puestos en las colecciones del Museo del Hombre en París, donde estuvieron abiertos al público hasta la década de 1970.
La historia de Sara Baartman puede sin duda leerse desde múltiples puntos de vista: como un ejemplo
más de la política sistemática de extracción colonial del continente Africano; como otro capítulo del racismo y comercialismo despiadados del sistema capitalista en expansión, donde el cuerpo del otro, su supuesta diferencia racial, era en sí una mercancía; como un caso de insensibilidad de quienes realizaban investigaciones científicas con seres humanos, con sus restos, como si estos no merecieran un mínimo de respeto; o, finalmente, como otro ejemplo de la obsesión de una época en Europa por la sexualidad de los llamados salvajes.
En el año 2002, durante el Día Nacional de la Mujer, Sara es enterrada apropiadamente según el ritual Khoisan en su lugar de nacimiento, luego de años de negociación entre el gobierno Francés y el Sudafricano.
Su tumba se ha convertido en un lugar Nacional Patrimonial y su nombre ha servido para fundar otros lugares del recuerdo, en particular aquellos que enfatizan el derecho a la dignidad de las personas y en contra de los sistemas y violencias que permiten el abuso y la humillación, como el (neo) colonialismo y el apartheid.
Lo importante de este retorno no es solo el hecho de haber ocurrido, sino el contexto social en donde se dio: aquello que era denominado»patrimonio» de la «nación arco iris» es producto de una relectura de la historia, donde las narrativas hegemónicas fueron puestas en tela de juicio, donde la restitución de los huesos de los muertos (y este sin duda no fue el único caso que atrajo la atención pública por aquellos años) es parte de toda una iniciativa de la sociedad por enfrentar su propio pasado de violencia. También lo han sido las discusiones por el retorno de los huesos de los muertos caídos durante la lucha contra el apartheid y enterrados, como muchos torturados en su propio país, en el anonimato del exilio.
Estos retornos, estas restituciones, hablan no solo de lo que constituye la relación entre «los pasados» y «las identidades», que enmarcamos de manera limitada con el término «patrimonio» y que debería constituir realmente un lugar de negociaciones y disensos, sino también de los reclamos históricos que articula toda mirada hacia atrás: la historia de Sara es reactualizada – en medio de la desolación de muchos en el país constituyendo una meditación sobre las posibilidades del futuro. Quizás por eso allá se respira, a pesar de todo, futuro. En esto consistió una de las fortalezas del proceso de transición política en el país. Aquí no solo emergen los usos políticos del patrimonio sino las dimensiones políticas de ese pasado, no solo su posible mercantilización sino también las potencialidades del devenir.
En Colombia, por el contrario, irónicamente decretamos «la paz bajo los auspicios de una ley políticamente sospechosa y en un ambiente plagado de abierta y manipuladora corrupción a todos los niveles de la sociedad donde la pretensión de instalar un olvido busca esfumar muchos de los huesos ya desaparecidos en la historia de centurias de violencia en este país: aquí, en el contexto actual, ni lo «indígena» ni lo «afro» aparecen como parte de los debates sobre la historia de la violencia y las teorías del «daño» y sus «reparaciones». Varias preguntas emergen: ¿qué relaciones pueden existir entre este contexto social y propuestas específicas de reactualización de pasados étnicos?, ¿qué tipo de reclamos históricos y políticos esconden? ¿O son simplemente usos políticos de ese pasado?
Los textos de este primer número del Boletín OPCA, y más allá de esto, la idea misma del Observatorio del Patrimonio Cultural y Arqueológico como un espacio de reconocimiento y de diálogo, hacen posible desbordar los límites de sentido que tradicionalmente se otorgan al patrimonio y generar un escenario para debatir, entre otras cosas, sobre la memoria y sobre sus usos políticos, y sobre la identidad y sus representaciones.