Las antologías de poesía son una summa vital, patrimonio de la cultura. Son llamados de atención, voces de alerta sobre otras formas de inventariar la cultura inmaterial desde los territorios vitales del lenguaje. Para los poetas se imponen como ordenamiento, reescritura, patrón de visibilización; para los iniciados o lectores desprevenidos es una ruta para asomarse a una realidad que existe en su entorno, si bien a primera vista pueda parecer ajena o compleja. El artículo señala sus características y su condición sui generis. Propone puntos de encuentro y acciones de acercamiento y visibilización respecto de los inventarios culturales propuestos desde la UNESCO, implementados con la orientación del Ministerio de Cultura de Colombia.
Las antologías de poesía tienen variantes. Las hay personales, temáticas, colectivas, territoriales. Buscan no sólo una compilación o un inventario, sino que rompen el marco lineal del lector. Basta hojear sus páginas para comprobar su naturaleza y sus alcances. Por fuera de la timidez o del exhibicionismo del poeta o los poetas, se nos presenta como un libro de amplios significados y significantes. El individuo que emprende esa tarea, hace las veces de un historiador de la sensibilidad. Cada poema elegido representa un estado anímico, un acontecimiento histórico en privado. Sin embargo, puesto en perspectiva, narra a su autor y su circunstancia, a su tiempo y modo social. A la vez, indaga por lo que los alemanes llaman el Zeitgeist, el espíritu de la época. Basta observar los textos milenarios del amor, el tránsito occidental de El Cantar de Los Cantares, los poemas españoles de la guerra y la posguerra, los poemas americanos de Neruda, Ruben Darío, José Martí o Walt Whitman, entre otros.
En este punto, los poetas dejan de ser hacedores de versos y tropos lingüísticos. Cada poema destila un correlato, una conexidad invocada como subtexto. Es tributario de una cosmogonía más o menos pública. Sus alcances desbordan los temas y contenidos que les impusieron sus autores. Ganan en significados y significantes, en connotaciones. Un poema de la violencia en Colombia puede decir más, en términos de recreación histórica, que docenas de notas periodísticas o ensayos monográficos sobre la época. En ese sentido, se constituye también en un documento político.
Tradición lectora vs. tradición oral
Desde otro punto de vista, una antología de poesía suele a menudo ser considerada un discurso de una élite cultural. Es muy probable que lo sea, como también es cierto que cuando se habla de expresiones culturales se tiende a simplificar y, no pocas veces, a trivializar. Acaso la idea de que el patrimonio inmaterial está ligado al folclor ha hecho carrera. Este concepto se ha extendido demasiado. Se corre el peligro de folclorizar, de intervenir hasta caricaturizar. Se puede llegar a caer en el juego funcional, en esa levedad transitoria de lo efímero.
Una antología no participa de estas dinámicas. La poesía es todo lo contrario, permanencia. Su herencia es viva, pero de tradición letrada. Los poetas aprendieron a leer en clave de verso desde niños, de manos de sus abuelos, padres o docentes. No por casualidad se recrean en los giros de la lengua materna, tampoco suelen ser ajenos a las lenguas extranjeras. Si intentan un canto desde la palabra impresa, es porque han decidido asumir un destino particular. No son ajenos a las construcciones sociales.
La pregunta que nos asiste en este momento es: ¿Qué es lo que permanece? ¿Qué debe o merece permanecer para ser elevado a patrimonio de un pueblo o nación? ¿Cómo y dónde proveer las medidas de salvaguardia? ¿Hasta qué punto un poema representa a una comunidad, a toda una generación, a un círculo o a una comunidad establecida? Bien vale la pena privilegiar en los inventarios culturales la memoria oral, pero de igual forma, es preciso tener en cuenta la memoria escrita no colectiva, íntima, profundamente subjetiva. La oralidad es un ejercicio social, un oficio, o la expresión del mismo. La escritura es un ejercicio de la conciencia subjetiva, una forma de signo que precisa ser decodificado, una persistencia de la idea, del concepto contra todas las formas de la banalización. De otra parte, la cultura oral y la escrita no son agua y aceite. Constituye un error de juicio separarlas. Más en tiempos de posmodernidad. Los habitantes del mundo somos multimediales, hombres de palabra y escritura, de signo y grafismo. Una canción es pentagrama, curvas melódicas, matriz matemática, pero también es palabra reinterpretada. Cien años de soledad es pura oralidad, escrita maravillosamente. Y parafraseando a Borges, hablar es otra forma de escribir.
¿Inventarios vr. antologías?
El término inventario cultural tiene su origen en la UNESCO, en el marco de su reunión protocolaria celebrada en París en 1972. Según el Artículo 11 de la señalada Convención, “incumbe a cada Estado adoptar las medidas necesarias para garantizar la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial presente en su territorio y hacer que las comunidades, los grupos y las organizaciones no gubernamentales pertinentes participen en la identificación y definición de los elementos de ese patrimonio cultural inmaterial”.
El propósito de tal inventario es hacer que los Estados integrantes pongan en marcha proyectos piloto para salvaguardar tales patrimonios. Colombia no es ajena a esos criterios y lineamientos de política pública, primero en cabeza de Colcultura, luego del Ministerio de Cultura. La ley 397 de 1997, en su Artículo 14, hace referencia al Registro Nacional del Patrimonio Cultural, estableciendo que “La Nación y las Entidades Territoriales estarán e la obligación de realizar el registro del patrimonio cultural. Las entidades Territoriales remitirán periódicamente al Ministerio de Cultura, sus respectivos registros, con el fin de que sean contemplados en el registro Nacional del Patrimonio Cultural”.
Obrando en consecuencia, el Programa Nacional de Inventario del Patrimonio Cultural se encarga de coordinar los procesos de identificación, documentación valoración del patrimonio cultural, además del registro a manera de inventario de los bienes culturales muebles e inmuebles del país, con miras a su salvaguardia. La intención es pertinente, si bien sus logros en la materia son de carácter restringido. Los inventarios culturales propuestos por el Ministerio de Cultura, en su puesta en marcha en departamentos y municipios piloto, suelen convertirse en catálogos que dividen lo tangible de lo intangible, lo material de lo inmaterial, lo mueble de lo inmueble, lo oral de lo escrito, a la vez que avanzan con decisión hacia lo popular. En su afán por hacer visibles las expresiones más autóctonas, no pocas veces terminan por dejan por fuera a las artes. Si llegan a clasificar las canciones, suelen dejar en el anonimato a los compositores de sus letras, como si la música y la palabra fueran patrimonios excluyentes. Es de advertir que los poemas que hacen carrera como las propias canciones, terminan siendo patrimonio de cada lector, si están bien logrados, de modo que invitan al asombro, a partir de la metáfora, y delimitan entornos, bosquejan atmósferas. Producen extrañamiento, sorpresa, delectación o contradicción. No dejan al lector indiferente, por más oscuros o complejos que parezcan. Y pasan a ser parte de su ser, a contrapelo de la memoria colectiva. Porque también se hace preciso reivindicar la memoria individual. Frente a la homogenización de la cultura de masas y del consumo como indicador de calidad de vida, la identidad conjugada en primera persona, merece ser preservada.
A modo de crítica constructiva, es pertinente revisar la metodología adoptada para levantar los inventarios culturales en Colombia. Quizás por querer abarcarlo todo, no acogen sino lo que salta a la vista, lo que es afín al ciudadano del común. Se desconoce así el inventario de otros círculos no menos representativos. Tampoco es exagerado afirmar que hay poemas y poetas que hacen parte del imaginario poético en Colombia. Son en sí mismos, historia y memoria, activo y patrimonio. Pasado, presente y futuro de las comunidades. Hay autores que representan a una ciudad o región. Luis Carlos López es referente obligado en Cartagena, a tal punto que la municipalidad le hizo un monumento al último verso de su poema de A mi ciudad nativa:
Mas hoy, plena de rancio desaliño, bien puedes inspirar ese cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos… (López, 1976, 243).
Por otra parte, el poeta Raúl Gómez Jattin recoge, mejor que muchos antropólogos del Caribe, el tema de la zoofilia en un poema como Te quiero burrita (Gómez, 1995, 190). Luis Vidales y Rogelio Echavarría nombran a Bogotá como urbe cosmopolita en libros como Suenan Timbres (Vidales, 2004) y El Transeúnte (Echavarría, 2005). No pocas feministas bogotanas se observan reflejadas mejor en la antología de los poemas de María Mercedes Carranza, hecha por su propia hija (Garavito, 2004), que en las tesis monográficas de las expertas en la materia.
Un inventario cultural oficial acreditaría, por lo menos, la conformación de mesas de trabajo de los poetas, antologistas, académicos y finalmente los lectores de poesía de un pueblo, provincia o departamento. Sus interlocuciones y deliberaciones darían cuenta de algo que escapa y se superpone, trasciende y renueva la cotidianidad de sus habitantes: el lenguaje como experiencia de vida, como trasunto y elaboración del idioma. Su aporte al Plan Lector de los colegios sería decisivo, no sólo a la hora de construir, sino también de deconstruir el patrimonio inmaterial, entendido como una forma viva, plástica, sujeta a mutaciones generacionales.
Cualquiera que sea la teoría o política sectorial que se adopte sobre el tema, un inventario cultural debe estar cada vez más lejos de la naturaleza esquemática del catálogo y más cerca del tono sensible de la antología poética.
De vuelta a la república
Una antología de poesía da cuenta de una técnica tradicional, de un fino tejido de palabras, que también es ritual, es tradición ceremonial. A medida que la letra la va dictando, es un inventario sentimental y emocional que no pretende ser totalizante. Conoce sus limitaciones y sus alcances. Acoge unos cuantos mundos vivenciados desde la hondura y la estrechez del verso. El antologista no es para nada ingenuo. Sabe que el lector en general, y el lector de poesía en especial, vive en crisis. Sabe que busca autores y versos al azar. Sabe que busca una identidad a mano alzada. Una vez que conoce un autor, se compromete con su obra publicada, en el papel o en el ciberespacio. Una vez que abandona un libro, se decide a buscar otro. También existe, el lector aleatorio, el escolar acosado, el profesional ocioso, este encuentra en la antología de poesía un vademécum, una respuesta más o menos sencilla a su interrogante acerca de la poesía y sus motivos.
Por su parte, un inventario cultural debe ser abordado como un acto poético derivado. No puede ser un objetivo. No puede aspirar a homologarse con una verdad jurídica. Tampoco es un artefacto, una manufactura de la tecnocracia, un documento de archivo, una pieza de museo. Requiere de múltiples y encontradas miradas, en plena era de la globalización. Si bien el concepto de inventario es nuevo en Colombia, precisa del debate democrático. No existe la cultura, existe el hombre cultural, sin la cual este no sería posible. Un inventario a ultranza sólo sirve para fragmentar la memoria, el territorio y los alcances de los modos de pensar y de soñar, de recrear y transcrear.
Acaso ha llegado el momento de asumir el desafío de devolver a los poetas La República que nunca abandonaron. Se hace preciso volver a leer, sin mayores pretensiones, los poemas de amor de los abuelos. O los poemas de autores más contemporáneos. Poemas a la patria, desde el verbo de los jóvenes que hoy la deconstruyen. Poemas de otras cosechas, escépticos y desencantados. Como esta Canción del amor sincero, de Raúl Gómez Jattin que antológicamente cierra este texto:
Prometo no amarte eternamente,
ni serte fiel hasta la muerte,
ni caminar tomados de la mano,
ni colmarte de rosas,
ni besarte apasionadamente siempre.
Juro que habrá tristezas,
habrá problemas y discusiones
y miraré a otras mujeres
vos mirarás a otros hombres
juro que no eres mi todo ni mi cielo,
ni mi única razón de vivir,
aunque te extraño a veces.
Prometo no desearte siempre
a veces me cansaré de tu sexo
vos te cansarás del mío
y tu cabello en algunas ocasiones
se hará fastidioso en mi cara.
Juro que habrá momentos
en que sentiremos un odio mutuo,
desearemos terminar todo y
quizás lo terminaremos,
mas te digo que nos amaremos
construiremos, compartiremos.
¿Ahora si podrás creerme que te amo?
(Gómez, 1995, 84).