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¿Qué pueden aportar los feminismos y los enfoques de género al concepto decimonónico de patrimonio cultural?
No creo que en el siglo XIX existiese un único concepto de lo patrimonial o que necesariamente todos los actores sociales adoptaran un mismo criterio en cuanto al modo en que debían socializarse los bienes al interior de un grupo social, familiar o no. Entiendo que la pregunta apunta al hecho de que una visión dominante sobre el patrimonio entronca con el concepto de propiedad privada y con la dominación de género como criterio de distribución de esa propiedad. En su clásico artículo El tráfico de mujeres: notas sobre la “economía política” del sexo, Gayle Rubin (1975) mostró, creo yo de un modo muy consistente y que sigue gozando de actualidad hasta hoy, cómo dentro del pacto masculino las mujeres se constituyen en bienes que pueden ser intercambiados entre varones, únicos sujetos capaces de ejercer el rol de propietarios. Después de Rubin, muchas otras autoras han sido críticas respecto de cómo esta economía política de los cuerpos se encuentra en el centro del contrato social, y han defendido que la deconstrucción de ese contrato es condición necesaria para una sociedad más equitativa y justa. Los feminismos nos enseñan que antes de discutir cómo se debe distribuir un determinado patrimonio es necesario sostener una discusión anterior acerca de quiénes cuentan como sujetos susceptibles de adquirir bienes y explotarlos, pues durante mucho tiempo las mujeres han sido excluidas de esa posibilidad.
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¿Quiénes, cómo, qué y porqué ganan y pierden al naturalizar e institucionalizar el imperativo de conservar y celebrar la herencia del padre?
En principio pierden las mujeres, pero en un sentido más amplio yo diría que perdemos todas las personas que no estemos dispuestas a asumir la Ley del Padre. Ahora mismo una ficción televisiva aborda de manera muy acertada esta cuestión. Me refiero a Succession, la serie de Jesse Armstrong (2023) que emite la cadena HBO y que versa sobre un magnate que debe elegir entre sus hijos (dos varones y una mujer) un sucesor/a al frente de una lucrativa corporación. En la serie resulta claro que el problema de la sucesión patrimonial es el problema de la obediencia a esa Ley del Padre. Desatender la ley es quedarse sin herencia, y en el límite, quedarse sin padre, pues el patrimonio, como sabemos, no se reduce a un conjunto de bienes, sino que constituye una impronta afectiva que el heredero deja en los/as heredados/ as y sus psiques. Por supuesto, el padre de esa serie utiliza el recurso de la herencia para extorsionar existencial y emocionalmente a sus hijos. Esto podría parecer perverso, pero no dista demasiado de esos pequeños dramas familiares en los cuales se inmiscuyen las familias cuando simulan disputar herencias económicas y en realidad lo que disputan son remanentes afectivos. De manera que cuando se institucionaliza ese imperativo que se mencionan en la pregunta, la única que gana es la ley, lo cual quiere decir que pierden casi todos.
¿Existe un sesgo de género sobre los roles y las representaciones asociados a objetos, lugares y prácticas considerados patrimonio cultural?
Esta pregunta me parece estimulante porque revela que existen una serie de decisiones sobre qué constituye patrimonio y qué no, así como sobre quiénes son sujetos dignos de hacerse con esos bienes patrimoniales. Y todas esas decisiones, en el fondo, gravitan sobre el asunto de la propiedad. En el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Locke (1994) explicaba el surgimiento de la propiedad privada a partir de la voluntad de un sujeto (en algunos países de América Latina diríamos un “vivazo”) que cae en cuenta de que, si se adueña de más de lo que necesita, eso le podría significar tener luego un poder sobre los otros. Locke intentó perpetuar esa narrativa fundante de la sociabilidad liberal al señalar que una vez que se instala esa lógica patrimonial, de ella depende todo el contrato social. Pero como bien lo señalaba la teórica francesa Monique Wittig en su crítica feminista a teóricos del contractualismo como Locke, en realidad ese contrato no se firma de una vez por todas, sino que se actualiza en el tiempo (hoy diríamos que se actualiza “performativamente”). Mi punto es que, si bien ese sesgo que se señala en la pregunta existe, también requiere de una actualización, lo cual implica que podemos negarnos a firmar ese contrato; podemos negarnos a entrar en la maldición de la herencia y afirmarnos como seres desheredados y, en esa medida, un poco más libres.