Foto: Suzy Hazelwood en Pexels
¿Qué pueden aportar los feminismos y los enfoques de género al concepto decimonónico de patrimonio cultural?
La nación que se construye en el siglo XIX es de carácter patriarcal, no solo en cuanto perspectiva ideológica, sino como hecho: en ese momento, quien decide, quien hace parte de los gobiernos, quien gobierna y preside el estado, todos son hombres. Y esto sigue hasta entrado el siglo XX, cuando la mujer vota por primera vez. No hay posibilidad de ver a una mujer en los cuadros/ fotos oficiales. Y esos hombres que gobiernan solos identifican el patrimonio como su espejo. ¿Nos damos cuenta de cuántos cuerpos masculinos están llenos las historias patrias, los museos, los parques? ¿Del papel que tienen las mujeres, cuando están? Ni nos damos cuenta, porque lo hemos naturalizado. Tan naturalizado que ni siquiera percibimos que el término “patrimonio” hace referencia al padre, y que su versión femenina, de la madre, por así decirlo, es el “matrimonio”. Dos espacios tradicionalmente opuestos, pero todavía presentes y activos con sus inercias de género.
Entonces, ¿por dónde empezar a cambiar la mirada sobre ese patrimonio, o empezar a construir un patrimonio nuevo? Lo que aportan los feminismos y los enfoques de género es una intención y una acción, la de empezar a debilitar y derribar esa construcción masculina, a ponerla en discusión, pero también acompañarla o sustituirla con otra mirada. Hago un ejemplo: la obra de Doris Salcedo, Fragmentos, un piso hecho con el metal fundido de las armas entregadas por las Farc, moldeado a martillazos por mujeres víctimas de violencia por parte de los actores del conflicto. Pero, en primer lugar: no una estatua, no un obelisco, no un enésimo objeto fálico levantado hacia el cielo para declarar una victoria. Sino: un piso sobre el cual caminar y que necesitamos tocar, un presupuesto a un futuro distinto y no un retórico himno a un acto, a una fecha, del pasado. Es un monumento lleno de violencia – las armas, las violaciones, los golpes de martillo – pero una violencia apaciguada bajo nuestros pies, no levantada como nueva arma. He visto personas – casualmente eran mujeres – que en el espacio de Fragmentos se quitaban los zapatos y las medias para caminar a pies descalzos sobre ese metal fundido. Ese acto, ese uso de la obra patrimonial me parece la correcta. Pensaría que hay que mirar/ usar de forma distinta el patrimonio existente.
¿Quiénes, cómo, qué y por qué ganan y pierden al naturalizar e institucionalizar el imperativo de conservar y celebrar la herencia del padre?
Me parece complejo responder. Así que voy a contestar de forma intuitiva, por cómo esas palabras me resuenan. Naturalizar es una inercia, desnaturalizar es un acto de fuerza, una resistencia, que pone en discusión todo. No es fácil hacerlo, nos cuesta cambiar las costumbres. Por eso mismo voy a hacer un ejemplo cotidiano, doméstico, de la herencia paterna. Pienso en la lengua que usamos, en las palabras.
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Heredamos el apellido del padre, aunque en Colombia cada uno tenga derecho a los dos apellidos. En Italia, que es mi país, solo desde el 1 de junio de 2022 se puede escoger entre el apellido paterno y materno o, si se quiere, los dos. Tradicionalmente, uno solo usa el paterno. En Colombia, tengo amigos y estudiantes que se hacen llamar con el apellido materno, pero la ausencia de un apellido era hasta hace poco la marca de un estigma, de un vacío, el de la ausencia del padre. Hoy en Colombia quien no haya sido reconocido por el padre, recibe los dos apellidos de la madre, así se vuelve – parecería – un hermano menor de ella. El hijo asegura sus dos apellidos, la madre vuelve a ser doncella, no tiene a un hijo sino a un hermano.
Mi abuela, que nació en Bérgamo, Italia, en 1902, nos contaba que sus papás tenían el mismo apellido. Era mentira. Ella tenía el apellido de su mamá, porque el padre no la había reconocido. No podía reconocerla. Era un cura, es decir, un “padre” en sentido religioso. La nación y la iglesia en un único cuerpo, pero cuando murió la abuela, en 1989, su certificado de defunción decía N.N., hija de nadie. De nadie. Y nosotras, las nietas, hemos buscado hasta encontrar el apellido del bisabuelo, para pronunciarlo, para ver qué efecto hacía nombrarlo. No nos hacía falta el apellido, pero queríamos deletrear el que había sido negado.
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Pero acabo de decirlo: mi abuela y sus “papás”. ¿Por qué el español tiene que ser tan machista, hablarnos de padres y papás, no en sentido homoincluyente, por supuesto, sino para indicar el conjunto de padre y madre? El primer lugar de la conservación de la herencia es la lengua. Patrimonio compartido, que aprendemos con el uso y que usamos repitiendo y que al repetir reproduce el paternalismo de los padres. La herencia del padre en la lengua se conserva por inercia, por pequeños gestos enunciativos, todas las veces que abrimos la boca o tecleamos y escribimos palabras. Pero el debate sobre la lengua inclusiva, o las posibles inclusiones lingüísticas, es una buena metáfora para aclarar la dificultad de cambiar el sentido de la herencia del padre. Aunque conceptualmente nos definamos anti-paternos, en la práctica nos cuesta cambiar.
Pero sin dudas todos perdemos si la conservación es pasiva, a-crítica, inerte.
¿Existe un sesgo de género sobre los roles y las representaciones asociados a objetos, lugares y prácticas considerados patrimonio cultural?
Pienso en cómo nos acercamos, en cómo vemos los objetos y los lugares patrimoniales. Las armas y los peines, los monumentos y las tumbas, lo erguido y lo enterrado. Las palabras del himno nacional (diría: de cualquier país). El énfasis de la voz, los gritos. Pienso en los sesgos, en las dicotomías con las que nos han mostrado nuestra historia. La exaltación de lo heroico, la vergüenza o el silencio frente a las víctimas. Pienso en las narrativas que nos guiaban por los museos – ya menos -, pienso en la retórica de mucho cine histórico, y en como todo esto nos ha enseñado poco a poco a mirar y a usar las representaciones de una determinada forma y no de otra.
Pero me gusta pensar también que cada uno de nosotros y nosotras mezcla su lado masculino y femenino al recorrer ruinas, parques arqueológicos, museos. Y en esto, cada uno escoge, reorganiza. No pensemos que como espectadores y usuarios no tengamos agencia. Por el contrario, nosotros podemos decidir cómo ver. Pensemos entonces en qué figura, en qué objeto escogeríamos para sintetizar nuestra relación con el patrimonio y preguntémonos qué implica esa elección. ¿Qué nos dice de nosotros, de nuestros mismos sesgos o de nuestras preferencias?