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¿Qué pueden aportar los feminismos y los enfoques de género al concepto decimonónico de patrimonio cultural?
Creo que ciertos feminismos (en tanto movimientos políticos) tienen mucho que aportar a la forma de hacer memoria, a la forma de hacer historia. Y por ello creo que pueden aportar a la forma en la que dotamos de significado los objetos, los lugares, las relaciones (no solamente las antropocéntricas) y las prácticas culturales en general, y en particular, a aquellas que se creen valiosos para ser preservados.
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Y digo ciertos feminismos porque no basta aproximarse a la cuestión desde los feminismos en general. Sobre todo, cuando se piensa que una aproximación feminista consiste en re-andar el pasado para buscar en él a ‘las’ mujeres y resaltar a aquellas que ocuparon diferentes posiciones de poder. Este tipo de aproximaciones, que pueden responder a motivos de un cierto tipo de feminismo (como el de la igualdad liberal), casi siempre reiteran coordenadas patriarcales, con sus categorías, celebraciones, omisiones y violencias, pero con nuevos personajes: las mujeres.
Para quebrar esa noción de herencia del padre que subyace al concepto de patrimonio cultural hace falta una visión ampliada de las opresiones que es lo que invocan ciertos feminismos. Me explico:
Considero, de la mano de feministas decoloniales como Ochy Curiel y Yuderkis Espinosa, entre otras feministas afroamericanas como Patricia Hill Collins, Angela Davis, bell hooks, Audre Lorde, el colectivo Río Combahee, etc., que para poder desmantelar el patriarcado –como estructura y no sólo como subyacente a la noción de patrimonio cultural– es necesario reconocer que las violencias basadas en género vienen apalancadas por otras violencias. Es decir, que están entrecruzadas, amalgamadas, producidas, con otras. Otras tales como las violencias racistas, las violencias económicas, las violencias coloniales, las violencias militares, etc.
Pensemos esto en un caso particular. Desde una perspectiva feminista liberal de la igualdad, podría hacer un ejercicio reflexivo al respecto de las diversas colecciones que componen el Louvre. Esa reflexión me podría llevar, por ejemplo, a exaltar a aquellas mujeres artistas que están en las diferentes salas y que hacen parte de ese patrimonio cultural mundial; también me podría llevar a reparar en las representaciones pictóricas y escultóricas de mujeres influyentes, poderosas, a lo largo de la historia.
Sin embargo, si hago una reflexión feminista con los lentes del feminismo decolonial, por ejemplo, lo primero en lo que repararía sería en la colonización francesa y otro tipo de dinámicas de poder de Francia alrededor del mundo que posibilitaron/posibilitan la misma existencia del museo (saqueo de arte de otros países colonizados, “regalos” de países empobrecidos que pierden su patrimonio, etc.). Retomaría reflexiones como las de Cesaire en torno al colonialismo. Repararía en el hecho de que hoy en día existe una Francia “de ultramar” (con Guadalupe, Martinica, Guyana Francesa, Polinesia Francesa, etc.) que no son otra cosa que colonias francesas. Reflexionaría con intelectuales de esos territorios y de ex-colonias, como Argelia, sobre la colonización francesa. Haría reflexiones sobre producciones de ideales artísticos desde Francia en el mundo. En fin, haría una gran cantidad de reflexiones en las que el género entraría, pero no gravitaría exclusivamente en torno a estas.
En esa medida creo que feminismos como el decolonial, el afrofeminismo, el feminismo chicano, el comunitario aymara, el comunitario territorial de Guatemala, el campesino, entre otros críticos latinoamericanos, tienen mucho que ofrecer en términos de riqueza de análisis y de transformación de aquella herencia del padre.
¿Quiénes, cómo, qué y porqué ganan y pierden al naturalizar e institucionalizar el imperativo de conservar y celebrar la herencia del padre?
Todas, todos, todes perdemos cuando se institucionaliza el imperativo de conservar tal cual la herencia del padre. Y acá pienso con Nietzsche en su Segunda Intempestiva y con un aforismo aymara que invoca muy frecuentemente Silvia Rivera Cusicanqui.
Según Nietzsche, aquello que figuramos como tiempo pasado es una interpretación de lo que aconteció y en esa medida, responde a un ejercicio de asignación de significados desde una perspectiva particular. Al institucionalizar ese sentido particular estamos petrificando en una interpretación singular ese tiempo pasado.
Esto es sumamente problemático porque, además de ser una interpretación singular, durante años estuvo enmarcada en la visión patriarcal –violenta hacia otras existencias–. Pero no solamente por eso. Es problemático además porque perdemos mucho de lo que ese pasado puede darnos al dejarlo petrificado. Y acá me es útil pensar con un aforismo aymara que Rivera Cusicanqui ha invocado en diversos lugares. El aforismo dice: “Qhip nayr uñtasis sarna- qapxañani” (Rivera Cusicanqui 2018). Este puede traducirse como “mirando al pasado para caminar por el presente y el futuro” o “que el pasado sea futuro depende de cómo caminemos el presente” o “futuro pasado, caminando tenemos que mirar para poder andar” (Rivera Cusicanqui 2018, 189). Rivera Cusicanqui (2018), en particular, interpreta este aforismo como que el pasado está por delante de nosotras/nosotros y el futuro, desconocido, siempre en la espalda, hacia atrás, por lo que cuando caminamos hacia adelante, caminamos hacia el pasado que conocemos y nos enseña.
Si nos dejamos guiar por ese aforismo, el pasado podría considerarse ya no un peso muerto con el cual tenemos que cargar, un suceso petrificado al que tenemos que someternos, sino una potencia para nuestro presente/ futuro. Una que se puede activar cuando habitamos ese pasado justamente para nuestro futuro.
Sin embargo, esa activación del pasado no tendría que pensarse como una suerte de activación de ficciones, en oposición a una desactivación de realidades, porque, dado que ese pasado petrificado también fue una inter- pretación, dicha dicotomía no tendría sentido alguno. Sería, más bien, una activación a partir de interpretaciones nuevas para la vida, para vivir trans- formadoramente nuestro presente y futuro.
Es por ello que ganamos cuando asumimos la invitación a desnaturalizar esos sentidos petrificados, esa herencia del padre petrificada. Con ello renovamos posibilidades presentes, imaginamos nuevos/otros futuros. Sobre todo, en un tiempo en el que nuestra imaginación parece cooptada por los sistemas en los que vivimos y parecería imposible pensar si quiera en vivir por fuera de ellos, o de otra manera, una menos inequitativa, más igualitaria.
Ganamos, por ejemplo, cuando le otorgamos otro sentido a monumentos erigidos a personajes como Belalcázar. Ganamos cuando lo nombramos diferente, en lugar de descubridor, invasor. Ganamos cuando le damos un lugar más acorde con sus actos genocidas. Ganamos porque esa reinterpretación del pasado nos permite ver y vivir diferente nuestro territorio. Para las personas no indígenas, ver y vivir diferente nuestras relaciones con los grupos indígenas que habitan en él, nos da una dignidad renovada que permite seguir creando otro mundo más equitativo.
¿Existe un sesgo de género sobre los roles y las representaciones asociados a objetos, lugares y prácticas considerados patrimonio cultural?
Esto ya lo he dicho de cierta manera en las anteriores respuestas. Pero me gustaría ser más explícita: sí existe un sesgo en la forma en la que se interpreta el pasado y el significado que les damos a los lugares y a los objetos que han sido codificados como patrimonio cultural. En parte porque, como ya he dicho, el patriarcado ha sido el marco conceptual y epistemológico desde donde se ha configurado la memoria humana, por ponerlo en términos grandes. Y aunque actualmente ha habido una transformación por la llegada de personas diversas a los lugares y centros de poder donde se gestan nuevas memorias, siguen reiterándose eso sesgos.
Quisiera pensar esto con un caso concreto. Una sala del Museo de Bogotá que visité en el 2020 y que fue inaugurado en el año 2019. Dicha sala tenía como nombre “De puertas para adentro: El mundo femenino”.
Lo primero que me resultó sumamente sorprendente fue el hecho de que se habla de “el” mundo femenino en singular, circunscrito a lo privado y doméstico. Sin embargo, lo más sorprendente es quizás la descripción de dicha sala (abajo foto). Quisiera detenerme en esa descripción y considerar los sesgos que hay en las afirmaciones allí consignadas.
Como se puede leer, hay una universalización del sujeto mujer, no solamente desde lo que se denomina la experiencia “privada” y “doméstica” (de suyo muy discutible para aludir “al mundo femenino”), sino más problemáticamente desde una clase social privilegiada. Decir que “las mujeres” se encargaban de la administración de la casa y organización de los eventos y orientación de la servidumbre ignora la multiplicidad de vidas de diversas mujeres, incluso si nos circunscribimos solamente a las experiencias vividas en la casa a la que se alude en la descripción.
Podemos intuir sin riesgo a equivocarnos que, seguramente, gran parte de la servidumbre estaba compuesta por mujeres, quizás campesinas migradas, quizás algunas mujeres esclavizadas, quizás mujeres indígenas. Esto me hace recordar las potentes denuncias y elaboraciones feministas de la filósofa y feminista afrobrasilera Sueli Carneiro en su ya muy conocido artículo Ennegrecer el feminismo. Dice Carneiro justamente subrayando la diferencia entre las experiencias de las mujeres blancas y las mujeres negras:
Nosotras -las mujeres-negras- formamos parte de un contingente de mujeres, probablemente mayoritario, que nunca reconocieron en sí mismas este mito [de la fragilidad], porque nunca fueron tratadas como frágiles. Somos parte de un contingente de mujeres que trabajaron durante siglos como esclavas labrando la tierra o en las calles como vendedoras o prostitutas. ¡Mujeres que no entendían nada cuando las feministas decían que las mujeres debían ganar las calles y trabajar! Somos parte de un contingente de mujeres con identidad de objeto.
Ayer, al servicio de frágiles señoritas y de nobles señores talados. Hoy, empleadas domésticas de las mujeres liberadas. (2005, 22)
Pero eso no es todo. En la descripción se señala que “las mujeres” se encargaban de la educación, catequización y cuidado de los hijos. Sin embargo, con este tipo de afirmaciones se ignoran dos cosas.
En primer lugar, se ignora que el cuidado básico, como la compra y preparación de la alimentación, la limpieza de la casa y de la ropa, quizás el baño, no estaba a cargo de esas mujeres a las que hace referencia la sala, sino seguramente a cargo de mujeres de la servidumbre. Y esto me recuerda una denuncia hecha por la intelectual maya Aura Cumes.
Dice Cumes sobre las mujeres indígenas: “[…]convertidas en sirvientas durante los primeros siglos de la colonización, obligadas a sostener con su propia vida, la de sus opresores españoles, criollos, mestizos y europeos que continuaron llegando a saquear nuestras tierras y nuestras vidas” (2016).
En efecto, muchas mujeres indígenas durante la colonia fueron servidumbre de las casas de los invasores y muchas veces desempeñaron la labor de ser nodrizas o llamadas amas de leche en Guatemala (Álvarez Aragón 1996). Esta forma de explotación del cuerpo de las indígenas consistía en que los españoles y/o criollos obligaban a las indígenas a amamantar a sus hijos e hijas, lo cual muchas veces suponía la separación forzosa de la indígena de su familia y de hijos o hijas que estuvieran ellas mismas amamantando.
Lo segundo que se ignora al señalar que las mujeres catequizaban y educaban a sus hijos, es que esa catequesis es de la religión católica. Se naturaliza el hecho de que en este territorio, donde había tanta riqueza y diversidad de cosmovisiones, la catequesis es en el catolicismo. Con esto, además, se pasa por alto el hecho de la violencia religiosa contra el sistema de creencias de comunidades indígenas enteras y de las personas secuestradas y traídas a la fuerza para ser esclavizadas.
Quisiera cerrar este breve análisis crítico sobre los sesgos de género atravesados por la raza y la clase pensando en las palabras que se usan para detallar cómo estaba distribuida la organización de las casas y las labores desempeñadas. Resulta un poco extraño que, en cierta forma, sí se reconoce que ese universal “las mujeres” hace referencia a las mujeres “de la familia”. Sin embargo, sigue agrupándose en una masa informe el “personal de servicio”, como una parte más de la casa.
Sin duda hay bastante trabajo por delante para desandar los sesgos de género. Como dije en la primera respuesta, no basta con una perspectiva feminista para acometer la transformación y eliminación de sesgos. Es necesario que haya una perspectiva múltiple, para obligar a hablar a la historia de otra forma a la que hemos estado acostumbradas a escucharla.