Desde la década de 1990, la investigación en patrimonio proveniente de las Américas ha demostrado que las diversas políticas de preservación histórica promueven la exclusión, la supremacía blanca, el conocimiento experto y una gestión centralizada del patrimonio (Ej. Hayden, 1995; Dubrow, 1998; Carrión, 2013; Cisselli y Hernández, 2014; Novoa, 2018; Roberts, 2019). Los programas, marcos legales y formas de gestión que emergen de estas políticas a menudo ignoran los procesos sociales y las personas relacionadas con los sitios históricos, y más si estas no se asocian a una versión positiva de la historia colonial o del capitalismo, o bien, si estas representan relaciones socioculturales disonantes. Estos marcos y políticas se construyeron a partir de valores y significados que se remontan a los orígenes del patrimonio de la mano de la cultura aristocrática europea de principios del siglo XIX, así como de la racionalidad de la Ilustración y sus valores estéticos.
De estos valores e idearios surgieron los monumentos públicos en las Américas. Su objetivo estaba ligado a la lógica modernista de higiene y de reformar a los “incivilizados” para instaurar la idea de nación a partir de un discurso eurocéntrico. Es decir, un discurso en torno a supuestos héroes nacionales del patriarcado, muchos de ellos asociados con la colonización y genocidio indígena, y que se estableció como una meta-narrativa homogénea para entender y definir nuestra sociedad. De esta forma, el patrimonio y los monumentos públicos, como representaciones simbólicas de la memoria nacional que conforman el espacio público urbano, legitimaron las experiencias y los valores de una parte muy reducida de la sociedad, en su mayoría hombres blancos, europeos y conservadores. En la medida que estas representaciones continúan habitando los espacios públicos de nuestras ciudades también se perpetúan estos valores y formas exclusivas y singulares de definir la identidad y memoria de nuestros pueblos.
Sin embargo, en los últimos dos años los monumentos públicos y los espacios donde se ubican se han transformado a nivel global, en materia de disputa y cuestionamiento, no solo del pasado que representan, sino también de los principios eurocéntricos que norman la estética y la conmemoración en nuestras ciudades. Las acciones de iconoclasia en el contexto de las diferentes revueltas sociales en las Américas testimonian que los patrimonios se constituyen como “arenas de conflicto” donde muchas veces prima la falta de equidad social, de participación e inclusión democrática para pensar el entorno urbano (Betancourt-Ludeña 2018). Las alteraciones, intervenciones y derrocamientos reclaman nuevas normas de pensarnos como sociedad, al tiempo que constituyen un llamado a replantearse y revisitar la conmemoración pública y la construcción simbólica de nuestros espacios públicos desde un enfoque situado en las experiencias y saberes de los diferentes territorios.
Ante la pregunta por las representaciones simbólicas que dieron y dan forma a nuestras ciudades y al habitar urbano contemporáneo, las intervenciones en monumentos públicos nos invitan a reflexionar críticamente sobre su vigencia como instrumentos que pueden atentar contra los principios de pluriversalidad, tolerancia y reconocimiento a la diferencia, a la vez que expresan demandas sociales presentes e imaginarios para un futuro más justo e inclusivo en nuestros territorios.
La revuelta social en Chile: disputar el pasado y el presente para imaginar un futuro alternativo
En Chile, el cuestionamiento a los monumentos públicos de manera globa lizada se dio en el contexto de la revuelta social que inició el 18 de octubre 2019 y que puso en cuestionamiento la tesis y el slogan país de que Chile, gracias a su estabilidad política y económica, era una excepcionalidad “en medio de la América Latina convulsionada”1 y demostró que esa imagen escondía la realidad que posiciona al país como uno de los más desiguales del mundo (OCDE, 2018).
Figura 1: Intervención en monumento a José Menéndez en la Plaza de Armas de Punta Arenas, Región de Magallanes, Chile. Imágenes por Patricio Mora, enero 2020.
Inmediatamente después del inicio de las protestas comenzaron las acciones de intervención a los monumentos públicos dirigidas principalmente a las representaciones de colonizadores. Estas intervenciones operaron de diversas maneras por todo el territorio chileno con características y significados específicos en cada lugar. Ciertamente, no es lo mismo la re-significación del colonizador Francisco de Aguirre en la ciudad de La Serena reemplazado por la mujer Diaguita, Milanka, que el derribamiento del genocida Selk´Nam, José Menéndez en Punta Arenas al extremo sur del país (Figura 1). Sin embargo, estas acciones también comparten un correlato común que tiene relación con la permanencia casi inalterable de una estructura elitista, colonial, capitalista y patriarcal que no se condice con las historias, memorias, e identidades de la gran mayoría de las y los habitantes de nuestros territorios.
Uno de los casos más emblemáticos de disputa y resignificación de los monumentos y espacios públicos fue el Monumento al General Baquedano ubicado en Plaza Italia que fue rebautizada por las y los manifestantes de la revuelta como Plaza de la Dignidad. Manuel Baquedano, fue un general del Ejército que participó activamente de la llamada “pacificación de la Araucanía” a finales del siglo XIX en que el Estado chileno, a través de la fuerza y la violencia, ocupó el territorio Mapuche entregando las tierras usurpadas a privados locales y extranjeros. Por otra parte, la Plaza Italia desde sus orígenes en el siglo XIX se constituyó como una frontera simbólica entre las clases altas y bajas de la ciudad y desde 1975 se ha conformado como epicentro para demostraciones sociales.
Figura 2: Conjunto escultórico ubicado frente a Plaza de la Dignidad. Colectivo Originario, taller de tallado en madera liderado por el escultor mapuche Antonio Paillafil. Imagen por la autora, 15 de diciembre 2020.
Desde los inicios de la movilización social este espacio y su monumento fueron comprendidos desde su dimensión política y se transformaron en plataformas para expresar las demandas sociales, ocupándose de manera masiva y permanente hasta marzo del 2020 con la llegada de la pandemia del Covid-19. Las y los manifestantes comenzaron a levantar emblemas, a partir de otras visualidades, materialidades y temporalidades. Por ejemplo, el conjunto escultórico hecho en madera por el Colectivo Originario liderado por el artista mapuche Antonio Paillafil que hacía referencia a tres tótems indígenas que representaban cada uno a un pueblo amerindio en Chile: Petroglif, chamán diaguita de Tilama; Domomamüll, o mujer de madera en mapudungún, escultura chemamüll mapuche; y Espíritu Selk´Nam, encarnación de los pueblos de Tierra del Fuego (Figura 2). La obra fue instalada en plena plaza en diciembre de 2020 y permaneció por dos meses hasta que una de las esculturas fue quemada en la madrugada del 5 de enero. Otro ejemplo significativo, fueron las manifestaciones masivas realizadas por el movimiento feminista en marzo de ese mismo año. Una mujer semidesnuda montó al monumento del General Baquedano mientras que en el pavimento de la Plaza escribieron a gran escala la consigna “históricas” (Figura 3). Estas acciones feministas lograron revertir el significado del espacio y el monumento público en el centro de Santiago, la capital del país, para disputar el lugar simbólico que ocupan las mujeres y las disidencias.
Estos ejemplos como muchos otros en el contexto de la revuelta social chilena nos permiten repensar nociones hegemónicas del patrimonio y la conmemoración pública al tiempo que abren una discusión política más amplia. Por una parte, disputan la idea de permanencia, singularidad y monumentalidad que caracteriza la conmemoración pública tradicional y nos invitan a imaginar otras formas de construir memorias colectivas. Por otro lado, son expresiones que instalan una discusión sobre la participación de aquellos grupos tradicionalmente marginalizados de las esferas de poder, en la transformación política y social que vive el país. Nos permiten también reflexionar sobre la idea de un Estado plurinacional, la necesidad de des centralizar el país, la urgencia de visibilizar la violencia contra las mujeres y disidencias y de crear un Estado que ponga como pilares transversales de sus políticas públicas el cuidado, la diversidad y equidad de género. Todas estas cuestiones hoy forman parte de los reglamentos y discusiones para la creación de una nueva constitución para Chile que dejará atrás la instaurada por la dictadura cívico-militar.
¿Desmonumentalización como práctica de decolonización?
Muchas opiniones públicas provenientes de la academia y de las autoridades del patrimonio en Chile han leído estas acciones como intentos de borrar la historia de nuestros espacios públicos, argumentando que como sociedad deberíamos saber convivir con estos símbolos que expresan formas de pensar propios de la época en que fueron creados. Por ejemplo, tras la intervención al monumento del General Baquedano donde la escultura amaneció pintada de rojo, el Consejo de Monumentos Nacionales (Montes, 2020) declaró que:
“La situación de los monumentos nacionales que han sido afectados tras el 18 de octubre de 2019 es grave, pues se trata de bienes patrimoniales que son parte de nuestra historia, legado y memoria, y que debemos resguardar para las generaciones futuras”.
Poco tiempo después, la imposibilidad del gobierno de querer levantar una discusión y diálogo respecto a qué hacer con este y otros monumentos culminó con la remoción de la escultura a Baquedano durante la pandemia, operación realizada con honores militares en horas de la noche. En efecto, la acción estuvo resguardada por el Subsecretario de Patrimonio, la policía y los militares quienes tocaron trompetas en señal de duelo al monumento. Luego se construyó un cerco de madera resguardando su plinto y custodiado las veinticuatro horas del día por la policía.
Figura 3: Manifestación feminista 8 M en el Monumento al General Manuel Baquedano en Plaza de la Dignidad (ex- Plaza Italia). Foto por José Miguel Izquierdo, 8 de marzo 2020.
Sin embargo, el analizar en profundidad estos casos de iconoclasia en el territorio chileno y en diversas geografías americanas y del mundo, nos permite revelar que éstas no se constituyen necesariamente como sinónimos de borrar nuestra historia. A diferencia de las posiciones de muchos expertos y autoridades patrimoniales que en general, cierran el diálogo y la reflexión, estas manifestaciones más que actos de borradura, son acciones de desplazamiento de esos monumentos y sus representaciones desde el centro urbano y simbólico a un terreno de debate y reflexión ciudadana y política. De hecho, los casos mencionados en la Plaza de la Dignidad nos han permitido ver otras historias, ontologías y epistemologías que han permanecido silenciadas por una narrativa de modernidad eurocéntrica que es la base de la colonialidad que persiste en las estructuras que dominan nuestras sociedades (Mignolo, 2011). Estas manifestaciones han recreado un tipo de poética histórica de justicia urbana que nos señala la naturaleza violenta del colonialismo y la manera en que continúa validándose en el espacio público. El cuestionamiento a la conmemoración pública tradicional representa también el deseo de recobrar la centralidad de las historias y filosofías del sur como herramientas y fuentes de inspiración para imaginar un futuro diferente para nuestros pueblos.
A modo de reflexión final, los monumentos públicos como elementos patrimoniales que dan sentido a nuestros espacios públicos son productos “orgánicos del hecho colonial” (Rivera-Cusicanqui, 2018), pues, al establecer jerarquías de clase, raciales y de género, dan cuenta de la dominación colonial que subyace a la estructura de poder que las genera. En respuesta a la disonancia que provocan estos monumentos incómodos, muchas veces el Estado ha impulsado otros espacios de memorialización como estrategias políticas que pretenden reparar a las comunidades vulneradas. No obstante, tomando una reflexión de mi colega, la historiadora Ivette Quezada, una política real de diversidad cultural “no se resuelve con un sistema de cuotas”, sino que debe apuntar al problema de la redistribución, la justicia y la participación. Es allí entonces donde parece el desafío para el ámbito del patrimonio y en general de las políticas culturales y de memoria, que deben abrir paso a diálogos interculturales amplios y decisiones colectivas sobre qué hacer y cómo repensar la conmemoración pública, la gestión del patrimonio y su toma de decisiones. Estos espacios de reflexión participativa nos permitirían también superar las ideas hegemónicas de patrimonio centradas en la conservación y restauración para pensarlo como un proceso que se “hace” y recrea en el presente para proyectar el futuro que queremos.
En definitiva, las acciones de desmonumentalización y de intervención en la conmemoración pública nos plantean importantes preguntas para repensar el patrimonio en las Américas. Por ejemplo ¿Qué herencias colonialistas persisten todavía en el patrimonio tanto en la representación simbólica como en su manejo y conmemoración pública? ¿Qué tipos de políticas de memoria y conmemoración pública deberíamos impulsar para responder a una aproximación menos estática y singular del pasado? ¿Es posible decolonizar el patrimonio y el espacio público? Si fuera posible, ¿Cómo podemos entonces decolonizar y democratizar los marcos patrimoniales para responder a las necesidades y aspiraciones de los pueblos y las comunidades diversas que ocupan nuestros territorios?