A un mes del inicio de la “Minga Nacional por la Vida, el Territorio, la Democracia, la Justicia y la Paz”, la falta de diálogo entre el gobierno y el movimiento social indígena ha generado una situación que demanda elementos de análisis para repensar lo que sustenta la persistencia de la Minga y el rechazo del presidente a dialogar con los indígenas. La respuesta desde el gobierno, magnificada por los discursos de los grandes medios, constituye un nuevo intento por conectar etnicidad y violencia, negando los principios que dieron origen a la Minga. Esta situación nos convoca a exponer nuestra lectura de los acontecimientos.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que la Minga no se puede considerar de manera reduccionista como una movilización o un “paro más”. Es un movimiento social que surgió de las organizaciones indígenas del Cauca, Antioquia y del movimiento indígena nacional contra los asesinatos sistemáticos de líderes y masacres a finales de la década de 1990, periodo de mayor degradación de la guerra en Colombia. Buscando posicionarse como decididos actores de paz, la Minga ha articulado fuerzas sociales étnicas, campesinas y populares de todo el país. Un hito en ese sentido fue la “Minga por la vida y contra la violencia”, encabezada por el CRIC en 2001. Le siguieron mingas en los años 2004, 2006, 2008, que ahora desembocan en la “Minga Nacional por la Vida”, activada desde 2017, para buscar el cumplimiento del derecho fundamental a la paz con autonomía para indígenas, afrocolombianos, campesinos y otros sectores sociales. En este sentido, la Minga representa veinte años de búsqueda de paz por quienes han vivido directamente los rigores de la guerra, lo cual hace llamativo que el discurso oficial y mediático la represente exclusivamente como de indígenas, del Cauca y naturalmente asociada con la violencia. En el contexto actual, además de señalar el incumplimiento del gobierno con respecto a los compromisos pactados con gobiernos anteriores, la Minga trasluce una situación agravada por la exclusión de las poblaciones étnicas del actual Plan de Desarrollo, el desmonte de la Consulta Previa y el asesinato de líderes sociales.
En segundo lugar, en la base de los reclamos de la Minga se encuentran tres grandes problemas: el acceso a la tierra, la legitimidad de su autoridad y la búsqueda de la paz. La solicitud de ampliación de las tierras indígenas se banaliza por medio del falaz discurso de que los indios son los mayores terratenientes en el país. En diversos espacios y medios se afirma que el 30 % del territorio nacional está en manos de indígenas y el 11% en manos de los afrocolombianos, mientras que los primeros apenas suman el 3,4% de la población del país, y los segundos un 10,62% de la misma, pero de los cuales solo el 30% reside en áreas rurales. Olvidan que las mayores áreas tituladas están en la Amazonia y el litoral Pacífico, y que en estos territorios colectivos se localizan las reservas forestales del país, en muchos casos bajo la gobernanza de Parques Naturales Nacionales. Esto para no hablar de los casos como el de La Guajira donde los resguardos están ubicados en las tierras más pobres y más afectadas por la minería, o el caso de Sucre y Córdoba donde los indígenas zenú fueron históricamente despojados de la tierra para dar lugar a la formación de haciendas en la región con la mayor concentración de la propiedad en el país.
El segundo problema de fondo tiene que ver con la disputa por la legitimidad de la autoridad indígena. La principal razón por la que el presidente se niega a ir al Cauca es porque al hacerlo estaría aceptando la legitimidad que constitucionalmente tiene la autoridad indígena. En este sentido, la negativa representa un intento de minar sistemáticamente la fuerza del opositor político representado por la Minga mediante estrategias que activan y justifican el uso de la violencia. Su legitimidad también se ve atacada al afirmar que la movilización popular es una “vía de hecho” al margen de la ley, cuando en realidad representa el ejercicio del derecho constitucional a la protesta.
El tercer problema es el ataque al discurso de la paz y a la posición de paz que los indígenas han defendido desde los años 1990 cuando surgió la Minga. La postura del actual gobierno ha pretendido minimizar los alcances del Acuerdo de Paz y frustra así las expectativas de una posible transición que supere la larga trayectoria de conflicto violento que ha afectado principalmente a los pobladores rurales.
Por todo lo anterior, vemos con suma preocupación cómo los medios y el gobierno criminalizan al movimiento étnico y social que la Minga representa, calificándola como manifestación de barbarie y violencia. Paradójicamente, las altas esferas de gobierno discuten y aplican el recurso a la violencia física y despliegan violencia simbólica para estigmatizar a los sectores étnicos y sus alianzas. Esta retórica que retrata a los indígenas como fuente de peligros y riesgos –los otros internos, “opositores del gobierno” y “bárbaros”– justifica que sean “neutralizados” por medio del uso de la fuerza. Consiguen así reproducir viejas imágenes coloniales que pretenden devolverlos a ese lugar social del que no puedan salir: el lugar del “salvaje”. En esto se revela el interés del gobierno de profundizar el principio fragmentario que las políticas étnicas han instalado. Por eso sus juicios sobre la supuesta violencia del reclamo étnico ocultan que el reclamo étnico está jalonando un movimiento social que es diverso pero permanece excluido del modelo de derechos diferenciados.