¿Cómo caracterizaría usted las movilizaciones sociales indígenas, afro y campesinas (entre otras “las mingas» indígenas, las «dignidades campesinas”, el paro de Buenaventura) que se han manifestado en el país durante los últimos años?
Las movilizaciones sociales ofrecen muchas posibilidades para su análisis en la medida en que sean tomadas en cuenta sus particularidades culturales, históricas y políticas, así como sus causas y efectos dinamizadores.
Partamos, en principio, de la manera en que se nombran dichas formas de acción colectiva. Las mingas indígenas, por ejemplo, encuentran su origen en formas muy antiguas de organización social colaborativa, pero en el actual contexto global y local en el que se insertan algunas regiones de nuestro país -como el Cauca-, el concepto se ha generalizado a muchos otros lugares y poblaciones. Hoy se organizan mingas en las carreteras, en las ciudades y entre sectores diversos, pero el concepto, aun en su heterogeneidad, suele evocar “juntarse para hacer”. Juntarse para trabajar, juntarse para hacer presencia, juntarse y asumir, como práxis, todo lo que ello implica: cuidar de sí mismo y de los demás, organizarse, descansar, alertar, actuar de manera orientada, estratégica y profundamente comprometida.
Preguntémonos ahora por su carácter novedoso. No considero que se trate de “nuevas” movilizaciones. Para el caso campesino, las movilizaciones de la Asociación de Usuarios Campesinos de comienzos de los años 70 reunieron a centenares de personas, así como lo hicieron en los 90 las marchas cocaleras del suroccidente del país. Así mismo, el Paro Cívico por los derechos de los habitantes de la baja en Buenaventura en 1964, la huelga de Colpuertos y o el Paro Cívico en Quibdó en el año 87 fueron hitos importantes en la historia de movilizaciones afrocolombianas. Durante la primera década del nuevo milenio, las marchas indígenas que tuvieron lugar en 2008 trajeron a Bogotá a más de 25.000 indígenas de todo el país, despertando la solidaridad de muchos otros movimientos sociales. En esta larga historia de protesta se observa una continuidad en los repertorios de movilización: recurrentes tomas de vías principales como la Panamericana, bloqueos en el espacio público, usos estratégicos de categorías identitarias colectivas que desdibujan provisionalmente las particularidades culturales para agrupar a personas disimiles en pro de causas comunes.
Ahora bien, lo que si ha cambiado son los lenguajes y los canales de comunicación a los que se apela. La importancia capital de las redes sociales ha hecho que las movilizaciones del presente sumen muchos otros aliados, por ejemplo, los movimientos estudiantiles. Así mismo, la creación de contenidos culturales -fotografías emblemáticas, grafitis, arengas, frases, canciones- que circulan en cuestión de minutos, dan mucha mayor visibilidad nacional e internacional a estas luchas. En esta misma dirección, ciertos elementos simbólicos se han resignificado y se han convertido en emblemas: el bastón de mando, la pañoleta bi-color que representa al Consejo Regional Indígena del Cauca o la misma Guardia Indígena, hoy son reconocidos como símbolos de lucha a nivel nacional.
Así mismo, han cambiado las caras visibles de la movilización. A mi juicio, la coyuntura reciente y sumamente compleja del país ha dado espacio a los liderazgos femeninos y jóvenes, especialmente a aquellos que se articulan con demandas globales, por ejemplo, las que tienen que ver con temas medioambientales o las que se posicionan desde enfoques feministas. En esta dirección, es remarcable el papel que cumplen personas como Francia Márquez, papel que la opinión pública empieza progresivamente a valorar y a reconocer.
Lo anterior ha redundado en que hoy las movilizaciones de carácter étnico tengan mayor legitimidad y visibilidad nacional. Estas continúan disputando derechos colectivos que responden, muchas veces, a los mismos “marcos de injustica” de antaño, para utilizar un concepto de la ciencia política (es decir despojo, no garantía de derechos culturales, políticos y sociales, medidas económicas restrictivas o militarización de territorios); marcos que hoy desgraciadamente se han profundizado en el contexto del genocidio contra los líderes sociales indígenas, campesinos y afros que observamos y sufrimos con impotencia.
En su opinión, ¿cuáles son los alcances y los límites en Colombia del reconocimiento constitucional y del imperativo de Unesco sobre el “respeto de la diversidad y el reconocimiento de la diferencia”?
El reconocimiento a la diversidad y a la diferencia en Colombia, como ha sido analizado por numerosos trabajos que estudian la adopción de los modelos multiculturales en América Latina y el mundo, tuvo grandes alcances y, a su vez, grandes limitaciones que podemos ver de manera más crítica tres décadas después de los cambios constitucionales en la región.
En el caso de nuestro país, quienes vivimos antes de la Constitución de 1991, crecimos en un país de “una sola lengua, una sola religión y una sola nación”, lo que, en efecto, se traducía en un sinnúmero de violencias y exclusiones simbólicas, económicas y políticas. Por ejemplo, en la reproducción y continuidad del modelo -administrativo, discursivo, ideológico- de las 2 colombias: una, principalmente andina, supuestamente mestiza, conectada por las principales ciudades del país y en donde se concentraba la riqueza. Otra, constituida por los llamados entonces “territorios nacionales”, configurada como un “revés de la nación”; relegada a un pasado exótico, desconectada e indómita. Una mirada a la cartografía que se produjo hasta el nuevo milenio da buena cuenta de esta representación tan difundida.
La adopción del multiculturalismo como modelo de gestión de la diferencia, que en Colombia tomó preeminente la vía legislativa, trajo consigo cambios significativos que sería imposible resumir en este corto espacio. No obstante, y para el caso de las poblaciones afro, indígenas y campesinas me parece importante mencionar, en primer lugar, el imbricado aparataje institucional en torno a los derechos diferenciales: los espacios de participación política, el reconocimiento -no exento de disputas- de formas de organización como los consejos comunitarios, las Zonas de Reserva Campesina o los resguardos y cabildos; las sentencias de la Corte Constitucional que han tenido innumerables usos; los despliegues de la noción de autonomía que vemos, por ejemplo, en el llamado fuero indígena.
En segundo lugar, la ampliación de nuestros relatos nacionales que hoy se nutren de imaginarios territoriales, poblacionales y culturales mucho más complejos. Hace 30 años era difícil imaginar la identificación que hoy generan expresiones como la partería, las músicas de marimba, los picós, la carranga, la cocina del Pacífico o el yagé, para nombrar solo algunos ejemplos. Hace 30 años tampoco era común -sobre todo en los escenarios de opinión pública- preguntarse por el lugar que tienen nuestros diferentes y no resueltos conflictos armados en la formación de una memoria colectiva, capaz de expresarse en lugares, lenguajes o en expresiones creativas; capaz de recoger a muchos en este sentir de un dolor compartido.
A nivel global, la UNESCO ha jugado un rol capital en posicionar una manera específica de entender la diversidad cultural que se alineó con los modelos multiculturales estatales. El antropólogo brasilero Gustavo Lins Ribeiro, propuso hace varios años el término “discurso fraterno global”. Este resulta muy útil para analizar la forma en que la UNESCO entiende la diversidad, por ejemplo, en el marco de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003 y de la literatura institucional que la apoya (como el famoso informe Nuestra Diversidad Creativa). La UNESCO, organización internacional de corte universalista-liberal, posiciona la diversidad como un conjunto de valores positivos, deseables; una suerte de utopía global directamente relacionada con el desarrollo humano, la posibilidad de generar y distribuir la riqueza o de encontrar formas novedosas de resolución de conflictos. Esto no se ha aplicado sin contradicciones. Por el contrario, se hizo evidente que la diversidad, como discurso, terminó siendo funcional a causas muchas veces contradictorias. Esta fue rápidamente cooptada por el mercado, como se hizo evidente en las famosas campañas publicitarias de la década de los noventa que crearon y legitimaron segmentos cada vez más específicos de consumo; y como sigue ocurriendo con industrias cada vez más poderosas como el turismo, que producen y reproducen nociones de “autenticidad” y “singularidad” susceptibles de ser vendidas y compradas.
Así mismo, vale la pena mencionar el cambio que tuvo la noción de diversidad entre la Convención de 2003 y la Convención de 2005, esta última apalancada justamente en el objetivo de protegerla, fomentarla y valorarla. La Convención de 2005 amplía o reduce (según se mire) la noción de diversidad cultural -entendida hasta entonces como un valor per se de los grupos humanos-, a las creaciones, bienes y servicios culturales que de allí se derivan y a su proceso de producción, circulación y consumo. Así, del énfasis en los “portadores” colectivos de la diversidad, pasamos a hacer énfasis en los “creadores” individuales de una diversidad que pareciera expresarse necesariamente en “creaciones” legibles, en términos de propiedad intelectual o de industria cultural.
Vemos entonces que la promoción y protección de la diversidad, en la arena de la gobernanza global tanto como en el ámbito nacional, se ve necesariamente restringida en función del imperativo de regularla y gestionarla. Así, y como ha sido mencionado en diferentes escenarios, la diversidad se doméstica y se despolitiza. Esto se traduce en la generalización de una suerte de “diversidad permitida” que excluye lo conflictivo, lo subalterno o lo “plebeyo”, para usar un concepto de George Yudice, y que jerarquiza a unas poblaciones sobre otras.
También, en la fijación de categorías identitarias -como indígenas o afro- a unos marcadores visibles de identidad (lengua, vestido, tradiciones, espacios definidos) y en la subsecuente exclusión de quienes no se identifiquen con dichos marcadores. Este ha sido el caso de las poblaciones campesinas en nuestro país, como puede verse en la disputa nacional y global por su reconocimiento como sujetos de derechos culturales.
Sobre todo, se evidencia la incapacidad del estado para garantizar, no solo el reconocimiento de la diferencia cultural sino la redistribución de los recursos, cuestión que ha estado en la base de la exclusión histórica de ciertas poblaciones. Esto ya lo mencionaban teóricos emblemáticos de la cuestión multicultural en los años 90 pero sigue vigente en la actualidad. Por ende, la injusticia social se ha profundizado, especialmente en el contexto de políticas de corte cada vez más neoliberal y en contextos en los que las violaciones a los derechos humanos hoy parecen moneda corriente.
A pesar de este panorama que pareciera desalentador, los movimientos sociales y las iniciativas ciudadanas siguen apropiando y resignificando los conceptos de diversidad y diferencia; su reconocimiento y respeto continúan operando como una utopía poderosa y, en este sentido, también han ampliado los marcos de la acción política, permitiendo que sigamos imaginando “otros mundos posibles”.
¿Se puede establecer una relación entre movimientos sociales y patrimonio cultural? ¿Cómo se ha dado esa relación y con qué sentido?
Existe una relación muy interesante entre movimientos sociales y patrimonio cultural, por lo menos en dos direcciones: cuando el campo del patrimonio incorpora a los movimientos sociales y a sus actores. O cuando el patrimonio es en sí mismo el recurso, objeto o el detonante de la movilización social, tema que fue ya tratado por uno de los Boletines previos del OPCA sobre conflicto. Incluso, es común hoy en día la categoría de “movimientos patrimonialistas” para analizar dichos casos.
Si nos concentramos en la primera forma de relación, es decir, en la posibilidad de que las movilizaciones, sus conquistas, sus formas organizativas sean considerados patrimonio tendríamos que decir que el vínculo es de vieja data. En el campo más clásico del patrimonio material, dispositivos como los museos o los monumentos han incluido dentro de sus repertorios diversos movimientos sociales, convirtiendo sus representaciones (pictóricas, escultóricas, archivísticas) en elementos de la memoria nacional oficial.
En este sentido, movilizaciones emblemáticas como la Revuelta de los Comuneros, el 20 de julio o el Bogotazo de 1948, hoy son parte de nuestros relatos oficiales; es decir que cuentan con una imaginería que circula ampliamente en manuales escolares y medios de comunicación; existen comunidades de expertos -como los historiadores- que han validado estas movilizaciones; en el espacio público, cuentan con sitios de memoria y de conmemoración que las mantienen presentes en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esto implica que han estado supeditadas a un trabajo de reinterpretación, de puesta en escena, de valoración y monumentalización que escoge unos momentos específicos, selecciona unas caras visibles, aplica unos recortes en la temporalidad, asigna unos valores positivos o emblemáticos y, por ende, domestica estos hechos para hacerlos legibles, circulables y, finalmente, susceptibles de ser gestionados institucionalmente.
Lo interesante es que muchos años después, sigue habiendo disputas por esta memoria, cuando aparecen en la escena pública nuevas versiones de lo acontecido, imágenes desconocidas o personajes invisibilizados desde la lente oficial; o, cuando surgen iniciativas negacionistas que cercan y amenazan la memoria colectiva. Estas pugnas van dinamizando nuestros relatos nacionales y reconfigurando el sentido de ciertas luchas. Recientemente, y sobre todo en época de conmemoraciones oficiales como la del bi-centenario, esto es observable en la iniciativa de gestores, activistas y académicos por visibilizar el papel de las mujeres en las luchas de independencia. O, la idea de acudir a las declaratorias como herramientas para legitimar las movilizaciones de sectores subalternizados por la Historia. Pienso en el caso de las Fiestas de Independencia de Cartagena y en los esfuerzos que han surgido por reivindicar la participación de Getsemaní como un territorio rebelde.
Si dirigimos nuestra mirada al ámbito de los organismos multinacionales como la UNESCO y a sus herramientas de selección y visibilización de iniciativas, hitos históricos o expresiones culturales, veremos que se han hecho esfuerzos por dinamizar el concepto de patrimonio y por integrar una consciencia un poco más política y reivindicativa de lo que suele considerarse como herencia cultural de los Estados o de la Humanidad. Aparecen así programas como la Ruta del Esclavo que buscan poner de manifiesto las injusticias de la trata esclavista.
Ahora bien, cuando se trata de movilizaciones sociales del presente, la respuesta desde el campo patrimonial ha sido mucho más conservadora. Por ello, y retomando las ideas de Mario Rufer, el criterio de temporalidad siempre será político. Cuando los marcos de injustica que reivindican estas luchas tienen continuidad en el presente e interpelan directamente a los Estados o a la sociedad mayoritaria, al mostrar directamente la injusticia, la inequidad o la violencia; o bien la responsabilidad de estos estamentos en la reproducción de dichas condiciones, nos enfrentamos a situaciones mucho más disruptivas y menos legibles desde las herramientas oficiales que ofrecen los procesos de patriminialización. Cabe entonces preguntarse si, como sociedad, queremos que las acciones de los movimientos sociales se institucionalicen a través de la óptica del patrimonio. También si la activación patrimonial es el único camino para dichas movilizaciones sean visibles y para que exista la posibilidad de pensar en un “patrimonio rebelde” o un “patrimonio desobediente”. Aun cuando los dispositivos ya no sean tan rígidos ni reducidos como las declaratorias, la inclusión en Listas o los inventarios, lo cierto es que apelar a la noción de patrimonio y al régimen de protección -oficial o no- que de ella se decanta, termina por regular, fijar e institucionalizar aquello que se busca conservar. Por eso resulta, cuando menos paradójica, la demanda social que aún tienen las declaratorias. Por ejemplo, en el caso de la Marcha del Orgullo Gay en Bogotá, en la que algunos sectores han contemplado esta posibilidad de buscar su declaratoria como patrimonio distrital.
Considero que la fuerza de la relación con las movilizaciones sociales se encuentra más en una idea plural de memoria que en el patrimonio como dispositivo de reconocimiento oficial, pues este campo de disputa, si bien no está exento de ser cooptado por las lógicas burocráticas, los intereses de gobiernos particulares o las maquinarias ideológicas dominantes, ofrece muchas más posibilidades de acción. Esto lo vemos en el arte o en las múltiples iniciativas que, desde diversos lenguajes expresivos, nos interpelan para crear un “nosotros” que muchas veces es efímero, pero no menos trascendente. Pienso en las acciones performáticas de colectivos de artistas y activistas; en los trabajos de memoria que han sido impulsados desde el sector público y privado; en las iniciativas que emprenden quiénes gestionan museos, lugares o archivos comunitarios. Todas estas acciones que se mueven bajo el vasto concepto de “memoria” logran articular diversos sectores, generar unos símbolos de cohesión y reflexionar críticamente sobre lo que nos afecta como individuos y colectivos.
Lo anterior no quiere decir que desde el patrimonio no haya acciones que emprender. La potencialidad de lo patrimonial radica en que se tome en serio su carácter político, conflictivo y se use como un recurso consciente. Si, como se ha dicho reiteradamente en los llamados estudios críticos del patrimonio, este resulta ser una maquinaria para instituir unas ideas específicas de nación, sería muy interesante visibilizar, desde esta óptica, los saberes de resistencia y resiliencia de tantas poblaciones y organizaciones; los lugares emblemáticos de las movilizaciones sociales que han determinado nuestro rumbo, o los bienes muebles e inmuebles en cuya materialidad se condensan las múltiples e innombrables violencias que también nos definen. No tanto para reificar o museificar dichos saberes, bienes o espacios, sino para producir detonantes de reflexión que nos ayuden a reconocernos, a pensarnos de forma más compleja y a tramitar colectivamente nuestra indignación.
La pregunta, que aún no encuentra una respuesta unánime, es si las lógicas de lo patrimonial podrían flexibilizarse y resignificarse para que otras formas de expresión, otros valores y otros sentidos encuentren cabida. Para muchos, esto no es posible y lo patrimonial implicará siempre una despolitización y banalización de aquello que se reconoce bajo esta categoría. En mi opinión, existen múltiples posibilidades desde este campo, siempre y cuando se tengan en cuenta los contextos, los intereses y se prioricen “nortes comunes”. Pero esto es cuestión de debate; un debate que se torna urgente en el actual contexto que atraviesa nuestra región de neoliberalización de todos los ámbitos de la vida, derechización del sentido común y pérdida de derechos económicos, sociales y culturales.